Para la mayoría de la gente, poco versada en derecho
canónico y terminología eclesial, el vocablo conceptualiza una de las
acepciones de la Real Academia, la segunda: “Falto de instrucción, ciencia o
conocimientos”. Término que ciertamente no se podría aplicar a Fr. Antonio
Gutiérrez, Villanueva de Arriba, Palencia, 1931, quien falleció este Martes
Santo de 2020 en Madrid.
Prácticamente, toda su vida, desde mediados de los
años cincuenta, desempeñó sus tareas de hermano cooperador, especialmente en su
faceta de carpintero, tarea en la que colaboró en la obra magna de Miguel Fisac,
el Convento de S. Pedro Mártir de los dominicos de Alcobendas. Sean estas
modestas líneas un homenaje para él, en el día de su fallecimiento, pero que engloben
también a todos los legos, en el sentido estrictamente canónico de “el que
siendo profeso no tiene opción a las sagradas órdenes” (DRAE). Esto es, que no
han sido ordenados sacerdotes. Por utilizar la parla popular, “los que no dan
misa”. En términos más apropiados, aquellos que no pueden celebrar la eucaristía.
En esta época de crisis de vocaciones religiosas,
los hermanos cooperadores, si se me permite la expresión, son una especie (religiosa)
en vías de extinción. Es cierto que acaso en otras épocas el exceso de las
mismas, fueran sociológicas o genuinas, propiciaban oleadas de entradas en el
claustro. Como, supuestamente, subrayo esto, no todas tenían la misma categoría
intelectual se produjo una estratificación dentro de las congregaciones.
Aunque el término no sea el más pertinente, una
jerarquía interna compuesta de clases. No tanto sociales cuanto de adjudicación
de funciones. Obviamente, esto no tiene nada que ver con teorías marxistas,
era, más bien, seguramente siglos ha, una manera de encauzar que la gente menos
instruida, en teoría, pudiera acceder al claustro. Por cierto, llegué a conocer
en el noviciado de Ocaña, una clase inferior a la de los legos: la de los
fámulos. Sic transit gloria mundo.
El término clase es, seguramente, inapropiado. Es
cierto que no podían celebrar la eucaristía, pero después, que yo recuerde,
tenían los mismos derechos comunitarios que el resto de religiosos, aunque
deduzco que no les estaba permitido alcanzar la máxima autoridad, es decir, que
nunca podrían convertirse en los “capos” del claustro, a saber, priores. Por el
resto, en la clásica igualdad y democracia de los dominicos, tenían todo el
derecho del mundo a usar las bolas blancas y negras en las votaciones, incluida
la capacidad de elegir al mismo “capo”.
Durante mis años, aparte de con Fr. Antonio, más
adelante volveré a él, con el que coincidí seis maravillosos años de juventud,
allí donde empieza la “Cuesta de los Dominicos” madrileña, tuve el privilegio
de compartir mesa, capilla, conversaciones, café de puchero y copas de Alvear
con otros muchos hermanos cooperadores, los cuales, para nada, eran legos.
Primero porque era gente muy trabajadora, modesta,
sencilla y, en muchos casos ilustrada. Que no dieran misa es otro cantar. No el
de Fr. Antonio que tiene una notable obra musical publicada. Como lo era Fr.
Andrés, nada más y nada menos el “alma mater” de la biblioteca, una de las
mejores en lo que concierne a filosofía y teología de la capital de España. U
otro Fr. Andrés del Carpio, apellido de casta noble que en el noviciado de
Ocaña nos tenía obnubilados con su sabiduría y conversaciones heterodoxas, con
más razón por el contexto donde se producían.
Además, para nosotros aplicados en alma, algunos
también en cuerpo, al ascetismo y la mística, aquel hermano nos descolocaba por
completo. Para empezar, había sido republicano por lo que había abandonado
España tras la Guerra Civil, cuando a Franco le quedaban todavía un par de años
para espicharla, aquellas historias que narraba nos parecían tan misteriosas
como atractivas. No sólo las contaba, además las escribía. Tenía publicados
varios libros, alguno de los cuales conservo, y no, precisamente, de temas
teológicos o espirituales como los que editaban nuestros profesores. Para
rematar la faena, era viudo, algo que tras recién ser administrados con los
votos de pobreza, obediencia y castidad, no encajaba, ni a duras penas, con las
estructuras mentales con las que intentaba moldearnos el P. Fueyo.
Si de eficiencia y eficacia hablamos, no podemos olvidarnos
de Fr. Paulino, fallecido hace unos días, administrador del convento romano de
Vía Condotti, donde tenía que pelearse con los sagaces y astutos comerciantes
romanos a quienes se alquilaba los bajos del edificio. Incluso Fr. Orencio, más
concentrado en asuntos logísticos de cocina y sacristía, también en la céntrica
calle romana, era muy espabilado para atrapar a los listillos, había una buena
caterva, que un día sí y otro también, usaban sofisticados métodos para la mano
en los cepillos que las devotas matronas rellenaban con liras en los
atardeceres romanos.
Creo que al primer lego que conocí, fue a los once
años, a Fr. Gerardo, que se encargaba de recoger a los internos que llegábamos en
tren, despistados y temerosos, a la estación pucelana de Campo Grande. En su
furgoneta de la época, transportaba a la muchachada venida, mediados de los
sesenta, de remotas aldeas de Castilla la Vieja, León o Asturias. De alguna
manera, Fr. Gerardo, que además era el cordón umbilical con nuestras familias,
puesto que cada día se encargaba de llevar y traer las cartas de nuestros
progenitores a la capital, era, inevitablemente, el primer religioso, tras el
reclutador que pasaba por los pueblos, con el que entrábamos en contacto.
El segundo hermano, para los que estuvimos internos
en Arcas Reales, era Fr. Emeterio, todo un personaje. Discreto, agarrado
permanentemente a su cigarrillo, con el escapulario, la parte delantera del hábito
llena de lamparones. Con él, muchos de nosotros nos identificábamos de manera
notable puesto que era el encargado de la huerta, donde se pasaba las horas
muertas y, por lo tanto, no era complicado para la mayoría de nosotros, asemejarlo,
en las formas de ser y en la actividad que desarrollaba, a nuestros padres,
labradores de valles y páramos.
En Alcobendas, ya estudiante de filosofía y
teología, Fr. Aderito era el hermano dispuesto a cualquier servicio, sobre todo
en sus tareas de sacristán que durante tantos años desempeñó con discreción máxima,
pero también en la portería, además de exhibir, con ocasión de las fiestas
navideñas, una relevante faceta artística en los belenes que, con apoyo de los
estudiantes, montaba, con figuras de tamaño natural, por el Jardín Japonés,
hasta desbordar por entre los plataneros que bordeaban la cancha de baloncesto.
Más pintoresco, en Alcobendas, lo era Fr. Germánico,
toda una institución entre los jóvenes estudiantes de filosofía y teología, con
quienes echaba parrafadas interminables y destacado cancerbero, portero durante
tantos años, en la puerta de entrada al establecimiento. Desde tenía un
observatorio privilegiado para visualizar nuestras entradas y salidas, además
de la torre cuadrangular con su maraña de cables espinados y rematados por una
cruz, adosada a la iglesia y a quien con toda justicia dedicó un notable poema
con el apropiado título de La Despeinada. Vocabulario crismal con el que la
torre se quedó para la historia.
Con Fr. Pablo, ejemplo extremo de humildad y piedad,
conviví un año con él en Ocaña. Si no me equivoco, ya entrado en años, tuvo el
coraje y la valentía, está claro que estas virtudes no proceden de la intelectualidad,
de desplazarse a zonas remotas de Venezuela donde estuvo trabajando, durante
años, haciendo un poco mejor la difícil vida de tribus perdidas de la mano de
Dios en la sabana sudamericana, sobre todo prodigando cuidados médicos y de
enfermería. Su colega de profesión, Fr. Ángel, formó parte de una
inolvidable, mi primera visita, excursión a Tierra Santa, donde recorrimos los
lugares y espacios más emblemáticos de la Tierra Prometida.
En Ocaña estaba también Fr. Manolín, una de las personas más serviciales que he conocido en mi vida. Además de excelente cocinero, era un gran escuchante, enfermero y sacristán. Todo en uno. Mientras que en Alcobendas volvimos a compartir plegarias y actividades con otros dos hermanos en desempeños bien diversos y cuanto menos pintorescos. Estaba Fr. Mariano que entre otras tareas era el encargado de un bar, sí, un bar, cuyas circustancias de apertura se han perdido en la memoria ajada, desde donde servía cervezas a los numerosos espectadores que presenciaban los campeonatos de fútbol que tenían lugar en los campos de deportes, en la parte trasera de las instalaciones religiosas. Lugar donde también ejercitaba sus trabajos de vaquero Fr. Teodoro. Ahora puede parecer sorprendente, porque el barrio de Sanchinarro ha engullido unas cuantas hectáreas de la zona este, pero entonces, mediados de los setenta, la religiosa, en el sentido de cotidiana, tarea de Fr. Mariano y Fr. Teodoro, servía para dispensarnos leche fresca y cerveza helada.
En Ocaña estaba también Fr. Manolín, una de las personas más serviciales que he conocido en mi vida. Además de excelente cocinero, era un gran escuchante, enfermero y sacristán. Todo en uno. Mientras que en Alcobendas volvimos a compartir plegarias y actividades con otros dos hermanos en desempeños bien diversos y cuanto menos pintorescos. Estaba Fr. Mariano que entre otras tareas era el encargado de un bar, sí, un bar, cuyas circustancias de apertura se han perdido en la memoria ajada, desde donde servía cervezas a los numerosos espectadores que presenciaban los campeonatos de fútbol que tenían lugar en los campos de deportes, en la parte trasera de las instalaciones religiosas. Lugar donde también ejercitaba sus trabajos de vaquero Fr. Teodoro. Ahora puede parecer sorprendente, porque el barrio de Sanchinarro ha engullido unas cuantas hectáreas de la zona este, pero entonces, mediados de los setenta, la religiosa, en el sentido de cotidiana, tarea de Fr. Mariano y Fr. Teodoro, servía para dispensarnos leche fresca y cerveza helada.
Valga este ramillete, selectivo, de los legos con
los que he tenido el privilegio de compartir devociones, conversaciones, tareas
y viajes. De ser un privilegiado por disfrutar de sus servicios y de sus
conocimientos, sí, conocimientos y experiencia, en los asuntos que eran de su
competencia.
Como dije antes, algunos de los que he citado siguen
cumpliendo con sus tareas como lo han hecho durante lustros, ahí está el caso
de Fr. Antonio, de otros me queda la memoria, desafortunadamente, algo difusa
por el paso de los años. En el año 1980, en la demarcación religiosa de la que
hablo (Provincia del Santo Rosario, por usar su terminología), había 40 hermanos
cooperadores y 357 frailes, de los que podían dar la misa. Con el cambio de
siglo, estos últimos se habían reducido a 235, mientras los cooperadores eran
tan sólo 22. Desconozco ahora el número exacto, pero con toda seguridad no
llegarán a la decena.
Volviendo a Fr. Antonio, “manitas de oro”,
como le califica mi compañero Agustín. Como pueden dar fe de ello muchas de las
estructuras en madera del edificio en el que habitó durante cerca de setenta
años. Especialmente el maravilloso coro, en madera maciza, perfectamente acoplado
en sus formas, suavemente curvas, a la maravillosa obra arquitectónica que
representa la Iglesia de los Dominicos de Alcobendas. Quien tenga la oportunidad
de visitarlo, que no deje de pasar la mano por las filas de asientos. Parte de
la sillería, porta la huella, invisible, como todo buen ebanista que se precie,
de la garlopa y el cepillo de Fr. Antonio.
Y citando a mi colega, Faustino: “Además de
servir con humildad trabajando la madera, Fry Antonio ha tenido en su última
época una creatividad musical con letras y música creadas por él y editadas que
se pueden adquirir en cualquier librería diocesana. Sus letras son un regalo de
espiritualidad, lo que él vivía y que completaba con su música, otras personas
se las pasaban al pentagrama y se las armonizaban”.
Mi agradecimiento para todos los legos, hermanos
cooperadores o como se les quiera llamar. Lo importante no es la denominación.
Lo esencial es invisible a los ojos y todos los citados y algunos más, cuya memoria
se ha fundido con el paso de los años, propiciaron, así como a mis compañeros, que
nuestra vida fuera un río mucho más tranquilo y plácido en aquellos años de la
dulce juventud. Y a Fr. Antonio, dondequiera que esté, alabado sea quien con humildad
y cariño, sin esperar nada a cambio, sirve a los demás. En puridad, lo de dar
misa, siendo así, parece irrelevante ¡Descansa en paz, hermano!
SIT TIBI TERRA LEVIS
Gracias por traer a mi mente sesagenaria los recuerdos de los pocos años que compartí como novicio aspirante a lego con todos los hermanos que recuerdas y especialmente durante un año completo en Alcovendas con FRAY ANTONIO en la carpintería... Ahí se terminó mi periplo vocacional inolvidable y del que nunca me olvidaré. Ahún me viene a la mente los ave marías que rezaba os antes y después de cada jornada en la carpintería. DESCANSA EN PAZ Y GRACIA DE DIOS "HERMANO".
ResponderEliminarEs la noticia más triste que he recibido en muchos años sobre la muerte del hermano Antonio del que guardo buenos recuerdos. Su sencillez, amabilidad y una sonrisa en su cara que nos acercaba a todos los estudiantes de filosofía en el convento de la carretera de Alcobendas. Descanse en paz y de la gloria que seguro está celebrando ya. Fray Antonio has dejado huella en nuestros corazones.
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