viernes, 6 de diciembre de 2019

KAVILA, EL PERRO DE LA INFANCIA


Las memorias infantiles son, siempre, un pozo con fondo. Por más que uno bucee, siempre se llega a las mismas imágenes de la infancia. En la mayoría de las veces, una frontera difusa entre los propios recuerdos, no pocas veces reforzados a través de los fotógrafos ambulantes que aparecían por la aldea algún día de fiesta, y lo que uno, en un intento tan vano como imposible, está plenamente convencido de recordar. 

Así que el primer recuerdo nunca se sabe si procede de un cartoncillo impreso, con los bordes recortados en forma de orla, yo sentado en una alfombra debajo del gran nogal de la casa familiar, o tiene su origen en algún inesperado rasguño de la insondable memoria. La imagen ha pasado por no pocos cajones de cómodas y baúles, recorrido en el cual ha sufrido algún que otro arañazo. Una esquina que empezó doblándose ha terminado por desaparecer. O quizá esa primera imagen de uno mismo es, estrictamente hablando, una difuminada desinencia de la imaginación. Nada que ver con el fotógrafo venido de la capital. Sólo fruto de algún recuerdo vago y etéreo que reside, como residen los vocablos aprendidos al azar, en algún espeso rincón del hipotálamo. 

En realidad, los recuerdos de la aldea son una pacífica oleada de memorias que surgen, misteriosamente, a la misma hora del atardecer. Como surge el cierzo al bajar el sol, cuando llega, en su primera bocanada, la brisa por encima de páramos y robledales. Inconfundible perfume a sal marina, arrastrada a través de montañas y mesetas. Memorias que se hacen rutina en cada nueva avalancha de imágenes infantiles. Perfectamente idénticas.

El discurrir de la primera infancia, cuando ya había comenzado a ir a la escuela de Don Tino, es un trayecto cíclico a través de las estaciones y las cosechas. Es muy posible que el tiempo haya edulcorado las memorias y las preocupaciones, si es que los hubo, tengo mis dudas, hayan quedado sepultadas en la repetición ritual de los quehaceres y de las estaciones. Una vez acabada la escuela, ésta era sagrada para todos los niños del pueblo, cada uno iba a echar una mano, por diminuta que fuera, en las tareas familiares. Las responsabilidades se agrandaban con los años y, dadas las características del trabajo, con la fortaleza física.

No, no había ninguna conciencia de explotación de nuestro trabajo infantil. Al contrario. Cierto orgullo de poder ayudar, por muy modesta que la ayuda fuera, en la raquítica economía familiar. Las tareas podían variar desde vigilar el puchero en la hornacha y llamar a mi madre ocupada en ordeñar las vacas, cuando este comenzaba a hervir, hasta otras más sofisticadas como situarse al lado del motor de riego para avisar a mi padre en el momento que el agua del pozo se agotaba y la cebolla amenazaba con descebarse. Chup, chup. Chup. 

Era una vida infinitamente tranquila. Los únicos cambios consistían en los frutos a recolectar. Con ello llegaban ligeras modificaciones en las tareas que se nos encargaban a los chiguitos, dependiendo de la época del año. Hasta las obligaciones devocionales se repetían de manera rutinaria, misa dominical los domingos, de monaguillos los días de diario, el rosario vespertino, el volteo inconfundible de las campanas, acompañado del estallido de los cohetes, cuetes, en nuestra parla local, la víspera del santo patrón. 

El coche de línea de Cervera que llegaba, minuto arriba, minuto abajo, de lunes a sábado, a las siete y veinte de la tarde. En aquel primer lustro de los años sesenta, ni siquiera había llegado la televisión, así que la comunicación con el exterior se ceñía a la radio “Optimus”, que todavía ocupa una repisa en la cocina. Siempre la sintonía de Radio Cimbalillo cuando pasábamos por casa de la señora Segunda al volver de la escuela, a las dos en punto. Ocasionalmente, en casa de mi tío Lucio, el de mi tía Fili, se podía uno manchar las yemas de los dedos con la tinta negra de los grandes titulares del Diario Palentino. Pero lo que se oía en la radio o pudiera leerse en los papeles no era cosa de niños, estaba reservado para los mayores.

Inmensa era la burbuja, la que cobijaba nuestras vidas infantiles, siempre a salvo de todo aquello que fuera más allá de la asistencia a la escuela y las labores domésticas. Geográficamente limitada por Los Nogales, en la carretera de Arenillas y las primeras plantas, chopos, en dirección a Polvorosa. Entre medias, juegos que variaban considerablemente, según las propuestas e inventiva de unos y otros, la época del año o las urgencias de las labores familiares. Los relacionados con el monte o el río, sobre todo la pesca o buscar nidos, constituían una parte destacada de nuestro recreo casi perpetuo. En realidad, todo era un juego. Fuere apacentar las vacas en los prados de Ambuena, o dar vueltas en la trilla mientras los mayores sesteaban a la sombra de las parvas, formaban parte de una misma diversión. 

Quizá por eso, porque las novedades eran mínimas, los recuerdos se han hecho difusos y están envueltos en una densa neblina. Parecía que nunca sucedía nada. Cierto, había disputas entre vecinos, incluso entre padres de nuestros compañeros de juegos, por un deslinde, por unos bocados de las ovejas en el linar de cebada al atravesar el rebaño la cañada, por un quítame la vez del riego en el cuérnago de la vega. Nimiedades en un devenir sin conmociones. La vida era, sin duda ninguna, un río que discurría apaciblemente. Podríamos habernos hecho viejos en aquellos paisajes, haber envejecido entre chapuzones en las pozas del río, sin jamás haber abandonado aquella mansa burbuja. Indiferentes al mundo exterior. Imposible despertarnos de aquel sueño tan placentero, a caballo de mieses y majadas.

Muchos años después, cuando las noticias del maltrato infantil en el hogar han proliferado o los medios de comunicación narran la explotación de niños en trabajos penosos de empresas deslocalizadas al sudeste asiático, me ha entrado un cierto complejo de culpabilidad. Por no haberme sentido explotado por mis padres, cuando con siete u ocho años ayudaba a recolectar patatas en la huerta, calcar las gavillas a la hora del acarreo, por haberme sentido extremadamente feliz en los meandros de mi vida infantil cuando todavía, ni siquiera, sabía lo que era la felicidad. Porque la felicidad, está claro, era la infancia misma.

No había sobresaltos en el discurrir de los días, no existían las angustias que, aparentemente, desbordaban a las gentes en las grandes ciudades. Todo se resumía, en que por la tarde se ponía el sol por encima del Caserío de Mazuelas y el día siguiente saldría, sin falta, sobre el Turruntero.

Así que quizá por ello, buceando, buceando, siempre llego al mismo recuerdo infantil. El primero. La trágica muerte de Kábila. Fue el primer pequeño gran drama de la infancia. Debería yo andar por los cinco o seis años. Era noviembre, un mes cuando el frío, especialmente de buena tarde, comienza a apretar de lo lindo. Se masca la helada en esos atardeceres serenos que, tras remansar el calor del día, al anochecer, en un último suspiro, lo exhalan por vegas y choperas. 

Las aguas poco profundas del río, o las charcas de las lluvias recientes, comienzan a cubrirse de escarcha. Esas tardes cuando se oye el eco del ladrido de los perros provenientes desde los pueblos vecinos, o los juramentos de Nano que descienden ominosamente desde los quiñones de Santa Marina. Tardes donde la quietud alcanza cotas exasperantes de sosiego. Cada voz, cada ruido, cada pisada, cada aleteo del azor se desdobla en su propio eco.

Sentado encima de los sacos de patatas, el traqueteo del carro resulta ensordecedor. En sentido contrario a la marcha, ya estamos a media cañada, a la altura de los olmos del Ojo de Piedra, como a doscientos metros de casa, las siluetas el Puente Negro, el alto del Campo de la Puente y los montes de pinos comienzan a fundirse con las primeras sombras nocturnas. En circunstancias normales no habríamos regresado por este camino, que nos hace dar una enorme vuelta por el Puerco, desde las huertas del Otro lado del río. Pero el río Negro viene muy crecido con las lluvias de otoño. El riesgo de perder la carga en el vado de Entrerríos con la crecida es grande. Así que me padre, cauto como lo fue de por vida, ha preferido dar la vuelta por el Puerco.

Kávila, el perro lobo de la infancia, sigue el ritmo del carro. A veces se guarece silenciosamente debajo de la caja, a veces pierde el paso para olisquear en los bordes de la cañada. Desde mi atalaya de patatas, puedo observarlo cada vez que se retrasa olfateando no sé qué en las linderas. Mi padre, a pié, unos tres o cuatro metros por delante de la yunta, anima a la Rubia y a la Mora con la vara. Como la carga no es pesada, sólo llevamos de una decena de sacos, la pareja de vacas tampoco necesita demasiados envites. Una sombra ¿otro perro sin amo? aparece ladinamente por el camino del Tresmolino.

Es todo tan rápido que lo siguiente que veo es a un enorme lobo arrastrando por el pescuezo a nuestro Kavila. Eso que éste no es, digamos, ni mucho menos, un caniche. Con todo y con eso, todavía tengo tiempo para gritar, petrificado como estoy: “Papa, papa, ¡el lobo, el lobo!”.

Pero todo es tan raudo que mientras mi padre se percata de la urgencia, habrá pensado, inicialmente, que era una broma, cuando se da la vuelta y echa a correr tras el lobo, éste ya comienza a subir veloz por la cuesta de La Revilla. Los esfuerzos de mi padre no dan ningún resultado y la bestia, con nuestro Kavila entre los dientes, desaparece en la oscuridad del Campo la Puente y unos metros más allá termina tragado por la espesura del monte.

Algunos años después, ya adolescente, rememorando la historia, mientras volvíamos del mismo lugar, de realizar idéntica labor, mi padre me aseguró que, al día siguiente, con las primeras luces, se había acercado hasta el monte por si Kavila hubiera sobrevivido. Apenas adentrado en las primeras hileras de pinos lo único que encontró fue el cuerpo destripado del pobre animal. El lobo se había limitado a matarlo por alguna extraña inquina de la genética cánida atravesando los siglos. Porque para nada le había servido. Un animal matando a otro sin otro propósito que hacer daño.

Durante años, aquella imagen del lobo acelerando por la cuesta y mi padre empuñando la vara de arrear las vacas corriendo tras de él, se fue sedimentando como la memoria primigenia de todas las memorias que después han venido. A veces, de tanto rememorarla he llegado a pensar que nunca existió, que fue una fabricación de mi mente infantil, algún laberíntico recoveco de la infancia para justificar y olvidar que la burbuja acababa de estallar y yo de perder mi inocencia con la muerte inútil y brutal de Kavila. 

Incluso a veces, he visto la escena, como dicen que algunos moribundos ven el más allá para después retomar la vida, cuando se encuentran envueltos en resplandores y visiones luminosas para, finalmente, despertarse en el más acá, abrir los ojos y darse de bruces con el médico. Como algo completamente externo, afirman, mientras la conciencia comienza a desgajarse del propio cuerpo. Así he terminado por adobar yo la escena. La pérdida de la inocencia infantil la contemplé desde el exterior, forastero, como si no fuera conmigo, sentado sobre los sacos de patatas. Algo completamente ajeno al discurrir de la infancia feliz de entonces. Hasta que Kavila pereció a dentelladas, una tarde serena de otoño.

O eso he creído a lo largo de todos estos años. Que el quebranto de la inocencia me era totalmente extraña, que la infancia feliz había sido fruto de mi propia imaginación. Que en realidad no había volado en ese globo de dicha que fue mi niñez.

Hasta que hace unas semanas, revolviendo en las cajas de zapatos donde mis padres solían guardar las pocas fotos que registraron la realidad tal cual fue, me encuentro con una imagen, de mi hermano, Pepito, y yo a la puerta de casa. Aseados, repeinados, preparados para el objetivo del fotógrafo. Pantalones de peto y tirantes nuevos, confeccionados por mi madre. Debe ser invierno, porque los jerséis parecen bien mullidos y calzamos las katiuskas para meternos por los charcos. La pared de adobe, el dintel de roble.

Apenas visible, a la izquierda de la imagen, se percibe una rueda del carro. Recostado cerca de la pared de cantos rodados y adobe que separa nuestra casa de la del señor Isidoro, Kavila. 

Todavía somos niños. Me pregunto cuántos años restan para que estalle la burbuja y se desvanezca el candor. Para que arribe la muerte. En la cañada. Al atardecer. Al amparo de la olmeda desde entonces ya desaparecida.

martes, 22 de octubre de 2019

DON TINO, MI PRIMER MAESTRO


Buceaba en los recovecos de su memoria infantil diseminada. Intentaba revivir las primeras imágenes de la infancia, observando, sin pestañear, la fachada perfectamente simétrica de la escuela infantil. De la mitad para la izquierda, según miraba, el aula de los chavales, de la mitad para la derecha, la de las niñas. La simetría se ampliaba por ambos laterales, en sendos portalillos que cobijaban las respectivas entradas, a donde llegaba corriendo para guarecerse en las mañanas siberianas de invierno, cuando entraba en la escuela con el cabás de madera en la mano helada y el vaho del aliento creando revolutas blanquecinas cada vez que se atrevía a respirar por encima de la chalina. Desde principios de noviembre.

Miraba desde allí, desde aquella corta distancia, apenas unas decenas de metros, donde tantas veces creía –si la memoria, pasados ya los cincuenta, no le engañaba- haber corrido detrás de una pelota de piel recosida decenas de veces por el zapatero del pueblo vecino. Cuero remendado que cumplía, sobradamente, las veces de balón de fútbol reglamentario. Contemplaba devotamente el mismo edificio con perfil de ladrillo rojo y cenefas ocres silueteando las ventanas que, según el señor Abundio, el cantinero y cronista oficioso de la aldea, había sido construido en tiempos de la Segunda República, incluso quizá antes. Por encima del tejado, milagrosamente incólume pese al más de medio siglo transcurrido, aunque unas centenas de metros detrás, se erguía, como lo había hecho siempre, la torre de la iglesia construida en piedra berrocal que al decir de los viejos procedía del antiguo castillo ya desaparecido.

Por más vueltas que diera a las imágenes, que él creía eran las más antiguas que podía palpar, no conseguía pasar de los seis años, más o menos cuando según el cura párroco, se alcanzaba el uso de razón. Siempre las mismas estampas desvaídas, convertido en espectador de su propia y lejana infancia que, en expresión bien gráfica, un antiguo compañero tildaba de “rebabas de la nostalgia”. Revenía, como en un sinfín, idéntica imagen. Casi siempre, como a cámara lenta, los alumnos, uno tras otro, se descolgaban cuidadosamente, algunos eran demasiado pequeños para tocar el suelo a la primera, desde el alféizar de uno de los dos grandes ventanales que se abrían en la fachada hasta que conseguían llegar abajo. Parecían, literalmente, flotar en el aire mientras escapaban sigilosamente del aula en penumbra. 

Siempre pensó que, si alguna vez le sometían a hipnosis para dejar de fumar o acaso para curar alguna ignota dolencia del alma, aquella sería la imagen primigenia, la madre de todas las memorias, que regurgitaría desde el fondo insondable de los tiempos, los suyos, aún antes que las supuestamente generadas en el vientre materno. Aquella estampa de huida escolar, una calurosa tarde de finales de mayo, con el verano en ciernes, era lo último o lo primero, dependía de la perspectiva, que podía entrever por más que rebuscara en los pliegues recónditos del olvido. 

Sin que pudiera, al menos no con certeza, definir si la escena se proyectaba en un gris ceniza o, por el contrario, venía iluminada en vívido tecnicolor. Ese era, aparentemente, un problema irresoluble cuando se mentaban los sesenta, los de su edad y los correspondientes a la época que intentaba rememorar. No había ni modo ni manera de trazar un decorado medianamente plausible de las razones por las cuales aquella precisa secuencia de “Escapada de la escuela infantil en abril” se había transformado en la primera escena grabada de toda una vida. La propia.

La veintena de alumnos fugados se apresuraba a señalar, con un montón de cantos rodados y los jerséis que portaban anudados a la cintura, los dos postes de la meta que desempeñarían, precariamente, las funciones de portería. El partido estaba en marcha. Aquella precisa tarde, sorprendentemente calurosa de abril, dislocada en la geografía áspera de páramos y robledales, anunciando un verano que tardaría, como siempre, en llegar. Si es que llegaba.

A través de la ventana, en la contraluz del espacio recién abandonado por sus pupilos, el sopor había vencido al bueno de Don Tino, el maestro. Toda su cabeza y el poco pelo que en ella quedaba, estaba apoyada, de bruces, en el diario provincial transformado en inesperada, si leve, almohada. Sobre la mismísima portada del periódico, ni tiempo le había dado para pasar a la segunda página. No llegaba a roncar, pero la respiración, a medida que transcurrían los minutos y su sueño se convertía en más profundo, se tornaba más audible.
Desde la era vecina, el grupo de alumnos al completo, la veintena que se habían descolgado por la ventana, comenzaban a olvidar las precauciones del principio. El siseo inicial, con el transcurrir de los minutos, iba dando paso a un alboroto considerable, enmarcado por las disputas deportivas, desde un pásame la pelota, chupón, hasta los cálculos a ojo de buen cubero, en el que todos parecían expertos, sobre si la pelota había traspasado la línea de gol por la parte interior o exterior del poste conformado por morrillos y jerséis. 

Cuando tras más de una treintena de minutos, Don Tino, sobresaltado por el griterío de la era vecina, cabeceó sobre la mesa de chopo repintado, se apercibió, finalmente, que estaba sólo, el aula completamente desertada. Rodeado de los pupitres desocupados, los tinteros quietos, el mapamundi con las cinco razas inamovible en la pared del fondo.  Mientras, los alumnos, ahora ya a grito pelado, se enzarzaban en la enésima disputa sobre si el balón había rebasado, o no, la línea de paja, que marcaba el lateral del campo. Y aquella extraña palabra que usaban para señalar los fuera de banda (“ha sido fao, ha sido fao”), le vino inopinadamente a la cabeza. Después de tantos años... Una muesca más rascada al pozo hondo de la memoria.

Don Tino, de un natural apacible, no se inmutó ni lo más mínimo al percatarse de que sus estudiantes le habían dejado, tan tranquilamente, echarse la siesta. Se estiró para asomar por la ventana medio corpachón, era más bien bajo y regordete, de manera que le oyeran mejor desde el terreno de juego. Les reconvino, como si nada hubiera sucedido, para que retornaran a sus asientos. No les amenazó con ponerles a todos de rodillas al lado de la pizarra, ni siquiera con los brazos en cruz al fondo de la clase. Ni siquiera, hubiera sido lo peor, con decírselo a sus padres. Quienes con toda seguridad les habrían impuesto un duro castigo.

Don Tino era natural de la aldea, así que conocía al dedillo a todos y cada uno de los progenitores de los alumnos, incluso jugaba al mus con algunos de ellos, los domingos a la hora del vermut. Uno de los compañeros de partida dominical incluso le llevaba a medias las pequeñas fincas que había heredado de su padre, también maestro. Rebasados los cincuenta, tras haber trastabillado durante años por otros pueblos de Castilla la Vieja, más o menos distantes, éste era su penúltimo destino profesional. Ganado por la veteranía de lo que en la jerga ministerial denominaban “los puntos”. 

Aunque para enseñar la Enciclopedia Álvarez de 2º Grado, no necesitaba ni de lejos tantos puntos ni tantos conocimientos. Aunque sus levantiscos alumnos lo desconocían, la formación académica de Don Tino no era la del maestro escuela usual de la época. De hecho, algo rarísimo por aquel entonces en un maestro de pueblo, era un experto conocedor de la filosofía, en general, y de la tomista, en particular.

Su padre estuvo durante años empeñado en que tenía vocación de cura de almas y con once años le había enviado a un internado de religiosos. Cuando su padre eufórico le comentaba al párroco que su vástago estaba en un tris de hacerse cantamisano, -incluso estuvo una temporada en las Filipinas, donde los dominicos regentaban la prestigiosa universidad de Santo Tomás- Don Tino decidió colgar los hábitos, y apenas un año antes de ser ordenado, decidió que lo suyo era enseñar más que predicar. Medio en bromas, medio en serio, él contaba que lo había dejado porque, en Ávila, donde estudiaba, hacía tanto frío que estaba permanentemente aterido, y harto, de estudiar la Suma Teológica, con una piel de cordero sobre las rodillas, fuera invierno o verano.

Era un hombre de andar pausado, de conversación fácil, aunque procuraba limitarla a asuntos que a sus convecinos les pudieran resultar de interés, nada de las cinco vías para probar la existencia divina: el tiempo atmosférico más propicio para la sementera, si los nitratos de Chile eran mejor que los abonos naturales y, muy raramente, de política.  De hecho, era el único suscritor del Diario Palentino en el pueblo. Poco importaba que el “papel” llegara con un día de retraso, en la furgoneta del correo que venía de Osorno a media mañana. Los alumnos le recordaban, todas las tardes, al volver del almuerzo, con su periódico bajo el sobaquillo. 

Por la tarde, cuando impartía las clases más llevaderas, digamos historia o geografía, por contraposición a las matemáticas que enseñaba al comenzar la jornada, antes de señalar en qué página debían de abrir los alumnos la enciclopedia, extendía el diario a doble página sobre su mesa, alisando los pliegues de las esquinas cuidadosamente, con mimo, mientras los alumnos contemplaban en silencio aquella ceremonia repetida, casi cinco minutos de preparación, cotidianamente. Esperando ansiosos a que les leyera la crónica de deportes, preferiblemente las de fútbol. Nunca lo hacía. Se trataba de un pequeño juego fútil. 

Una vez que terminaba de colocar el periódico, con la clase expectante, pasaba una de las hojas y señalando con el índice uno de los titulares, sin levantar la vista de la letra impresa, comenzaba la cantinela de “el Ebro nace en Fontibre, provincia de Santandeeeeer; pasa por Logroño y Zaragoooooza y desemboca por Ampooooosta en la provincia de Tarragonaaaa. Sus principales afluentes son: el Jalón por la dereeeeecha, y el Segre, por la izquieeeerda". U otra parecida, sobre las provincias que conformaban Castilla la Nueva o los picos más altos de la península ibérica. El Diario Palentino parecía tener cabida para toda la Geografía de España y la mayor parte de la Historia Universal. A los ojos de los más pequeños, aquel par de hojas desplegadas cada tarde, resultaban mágicas.

Ahora el griterío se invierte, desde lo que en su tiempo fue aula de clase, llegan las discusiones sobre el partido de fútbol, esta tarde serena de verano, retransmitido a través de la pantalla de plasma a todo color. La escuela mixta, después unitaria, fue, hace muchos años, convertida en teleclub. Desapareció el estrado sobre el que se asentaba la mesa de Don Tino, la pizarra fragmentada en las esquinas que ocupaba casi toda la pared, el armario donde con celo guardaba el manoseado volumen de “Corazón”, de Edmundo de Amicis. 

Con él aprendía a escribir, los primeros rudimentos de la gramática, las sencillas operaciones de álgebra y, quizá, más importante que los meros conocimientos, insufló en nuestras mentes infantiles y montaraces, la curiosidad por el mundo y las cosas, más allá de las fronteras reducidas de la aldea. Por saber donde se encontraba el Mont Blanc y sus nieves perpetuas, imbuirnos en las aventuras increíbles del Quijote, desgranar, a golpe de copla, algunas rimas de Gabriel y Galán. Era una pedagogía acorde con la época, mediados de los años sesenta, de memoria y tentetieso, moralizante como el gris que nos envolvía y pese a todo, Don Tino fue un magnífico maestro. Bondadoso y reticente al castigo, pese a que no debía ser fácil que entráramos en vereda, paciente y persistente en las tablas de multiplicar. ¿Por qué resta tan diáfana en la memoria aquella escapada de la primavera en ciernes? Misterios de los remolinos de la memoria.

Retornan las imágenes: Don Tino, una vez más, estira las esquinas del periódico, se oyen, inconfundibles los gritos de fao, fao, el Miño nace en Galicia, provincia de Lugo, afluente el Sil, el Duero nace en los picos de Urbión, provincia de Soria… Dos por una es dos, dos por dos, cuatro, dos por tres, seis, dos por cuatro ocho… Rebabas de la memoria. Cierro los ojos. Y no va más.