domingo, 9 de diciembre de 2012

La Calle Mayor


A las 8 de la mañana no se apercibe ni un alma, ni un cuerpo, a lo largo del kilómetro y pico de empedrado que abarca. No es de extrañar. La niebla y los cinco grados bajo cero que han arropado durante la noche la alargada columnata de los soportales han dejado impresa su trama fina de escarcha en las bases de la piedra tallada, al ras del suelo. Por alguna extraña razón, la acera de la izquierda, según se mira hacia el norte, ha conservado, casi intactos, salvo ciertos tramos próximos a algunas bocacalles, los pilares de doble altura, rectangulares y austeros, libres de todo adorno, engarzados a los capiteles de madera. Mientras que en la parte de la derecha, que en una época no muy lejana también los tuvo, han desaparecido por completo.

En su lugar han aparecido ostentosas fachadas acristaladas de bancos, marquesinas de neón anunciando tiendas de videojuegos, oficinas de inmobiliarias con decenas de carteles solapados ofreciendo gangas. Por su parte, algún diseñador minimalista, como si hubiera uno sólo para todas las cadenas de ropa para adolescentes existentes en la ciudad, ha repetido en los escaparates de las diferentes marcas, o quizá sean las mismas, los aderezos visuales con objetos variados, apenas si hay maniquíes, en repetitivo negro, copiados de alguna tienda norteamericana. De hace alguna temporada. A la capital de provincias, incluso en estos tiempos modernos de Internet, la moda sigue llegando, como lo hizo siempre, con retraso. No con ocho o diez años, como antaño, pero con un mínimo de dos.

Este paralelismo asimétrico de soportales por un lado y su inexistencia por la acera opuesta conforma una extraña percepción visual. Cuesta decidirse ¿sigue siendo la elegante Calle Mayor que fue en otro tiempo o una banal galería de cualquier centro comercial? Hasta el inevitable chino, Gran Bazar Fu San S.L. se ha entrometido para aumentar la confusión de lo que fue y lo que es. Algún peripatético emprendedor de última hora ha dado con un adecuado nombre para un “pub”, aunque acaso no muy original y con una ene menos, Kilkeny. El equilibrio, aunque sea ya por la mera supervivencia –podrán negarlo, pero es una batalla perdida- viene marcado por los comercios tradicionales, con nombres de toda la vida: Pañerías Cebrián, Tejidos San Luis, Zapatos El Toro y Confecciones Olmedo. Un poco más adelante, milagro inaudito de la resistencia cultural, la Librería Merino. A través de su puerta, conformada por pequeñas retículas de cristal esmerilado, se adivina todavía el antiguo mostrador de roble, repintado en un rojo burdeos mate, aunque antes fue verde manzana, azul cielo y una docena de tonos precedentes, cambiados, más o menos, cada diez años. Arrinconada, la librería, casi sólo para libros infantiles, subsiste y persiste, entre dos franquicias de audífonos y aparatos variopintos para la sordera

Resultan chocantes las tiendas especializadas en aparatos para la vista y el oído que se encuentran, últimamente, a uno y otro lado de la Calle Mayor. No menos de una decena de estas franquicias ofrecen servicio, a una clientela previsiblemente abundante. Basta recordar los peatones que ayer colmaban, es un decir, al atardecer, la Calle Mayor. La media de edad de los paseantes rebasaba, con creces, los cincuenta y seis. Es, sin duda, una Calle Mayor para viejos. Algunos caminaban derrengados, preocupados por no tropezar en algún obstáculo inesperado, otros apoyados en el brazo de asistentas con fisonomía sudamericana. Los únicos jóvenes fueron un par de rumanos ensimismados en una vocinglera conversación plena de ademanes y un africano arrastrando una bolsa de deportes demasiado voluminosa incluso para su corpachón de atleta, indumentaria escasa y tiritando de frío. Pese a la festividad, un par de cadenas de perfumería profusamente iluminadas, ¿para quién? permanecían abiertas. Incluso el inmenso escaparate de Zara, más adecuado para algún país del  Golfo Pérsico que para esta llanura esteparia, estaba iluminado como si mañana, hoy, llegara el fin del mundo. Entraron, menos es nada, un par de adolescentes.

La Calle Mayor, en otros tiempos más pujantes, hormigueaba con gentes que acudían de los pueblos para hacer recados tan diversos como cumplir con algún trámite burocrático o arreglar el despertador de cuerda. O simplemente comprar una llave de tuercas inglesa en Maquinaria Urbón. Durante la jornada, hasta que regresaban a los pueblos, la Calle Mayor se convertía en el lugar de tránsito para ir a todos los sitios: desde la consulta al médico especializado en reumatismos a la reparación del calzado en el zapatero remendón. Llegaban a primera hora en el coche de línea, desaparecían a media tarde en los autobuses que salían de la calle Correos. En ese interín, por unas horas, todos los días de la semana, salvo domingos, la Calle Mayor hacia honor a su nombre.

Con el paso del tiempo se ha transformado en un refinado paseo urbano, mayormente vacío, edulcorado con tiendas estériles. En la penúltima bocacalle, al resguardo del cierzo, sobrevive la castañera, (“no las hay mejores de aquí hasta el Bierzo)”, sirviendo un docena, bien calentitas, a un cura ensotanado. Mayor, claro. Una señorona parecida a las de antes, cuando todavía vivían señoras de caciques y terratenientes en la capital, entra emperifollada, con su abrigo de visón en el Casino (150 le contemplan, al Casino), tras descender de un Porsche Cayenne. Un par de viejos, cada uno apoyado en su cachaba, avanzan con tiento, la niebla empieza a descender y humedece el enlosado. “Hoy las tierras no valen nada”, afirma uno de ellos, canoso y con la chaqueta de pana, cerca de los ochenta. Hay cosas que no cambiarán jamás.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Cuento irlandés de medianoche

Abajo, en el fondo del valle salpicado con luces, la oscuridad estaba cayendo, cegando las últimas luces del atardecer, difuminando las frágiles silue­tas de tejados y praderas. Nevaba. Pronto el valle, visto a la luz de la luna, se empezó a cubrir con un velo blanco de nieve y silencio. Los senderos perdían sus tortuosos trazados y las colinas parecían más suaves y lejanas. Las cercas de lastras, que separaban al azar las propiedades, y los arbustos de fucsia, con sus innumerables ramas desnudas apuntando en todas las direcciones, adquirían una presencia esperpéntica y fantasmal.

Solamente el diminuto arroyo que serpenteaba a través de las granjas y laderas parecía li­brarse de los persis­tentes copos de nieve. Era más bien extraño ver caer la nieve sobre aquellas colinas que a poca distancia se agolpaban en torno a escarpados acantilados y se desplomaban en el vacío de un bravo y -generalmente en invierno- rugiente mar. Dos millas en la distancia, a través de la claridad desprendida por la nieve al caer, se podían sentir a las olas, arrojar al viento penachos de espuma. Y más allá el silencio. Nevaba. Toda esta calma era un sueño, un paraíso perdido, un lugar sobre la tierra, quizá el último, viviendo al ritmo y sólo al paso de las estaciones. Nevaba.

Rasgando el silencio de la medianoche la campana de la pequeña iglesia, llamaba a misa. Y a través de los caminos que ascendían a la cima de Brandon Hill, donde la pequeña iglesia resistía tormentas y tempestades, las antorchas y hogueras brillaban como luciérnagas en una noche de estío. Desde Ballyferriter, jus­tamente al otro lado de la bahía de herradura, las luces penetrando la distan­cia recordaban a los héroes de guerra y las mil libertades ganadas con el quejido melancólico de las gaitas. Sin embargo, en esta cruda noche nada disturbaba el tangible silencio.

Las botas de los casacas rojas, hollando los campos, ha­bían desaparecido hacía largo tiempo, los fogonazos sangrientos y el redoblar de los tambores sólo permanecían vivos en la memoria colectiva. Esa noche, las casi invisibles aldeas desparramadas alrededor de las encrucijadas -e incluso el mar- perspira­ban quietud y silencio. Como si el mundo no existiera más allá de la carretera a Dingle, o las luces apenas perceptibles de Tralee parpadeando en la oscuridad vinieran desde alguna galaxia inalcanzable.

Mientras sus padres iban de camino a Brandon Hill, Boru se quedó adormilado al lado de la hornacha. Diez años respirando el aire salado cerca del interminable océano, habían teñido su cabello con una ligera sombra castaña, quizás eco del lejano horizonte, la lejana perspectiva del cielo, fundiéndose con el fin del mar, en aquellas meridianas tardes de verano cuando Boru miraba y miraba, hora tras hora las gaviotas volar a contracorrien­te.

Desde que él aprendió a mirar, la tierra solo tenia dos colores según contemplara las colinas o las olas. Por eso no le gustaba la nieve blanqueando laderas y cimas. Esa nieve que no le había permitido ir arriba -a Brandon Hill- con sus padres. "Quédate aquí, y mañana todos juntos iremos a visitar al abuelo", había dicho su madre. Boru tenía miedo de quedarse solo en casa, porque aquella cortina blanca hacia que cada cosa pareciera como un monstruo de leyenda. Además, Nochebuena tenía para él un mágico senti­miento, allá arriba, cantando villancicos y andando detrás de los Tres Magos, en el pequeño belén colocado en el porche de la iglesia.

Aunque por otra parte Boru sabía de sobra que la visita a su abuelo siempre merecía la pena. ¡Cuántas historias no habría oído reclinado sobre sus rodillas! Reyes poderosos cayendo en la batalla, generosos guerreros venciendo lo invencible ... Verdad o fantasía era algo que no le importaba mucho a Boru. A través de su abuelo, Boru había viajado con los pione­ros americanos, soportado inenarrables peligros al pescar tiburones en las costas de Arán. Historias de mendigos-músicos, gloriosos capitanes, odiosos pira­tas, gente cuerda que se volvía loca, santos predicando a tribus paganas, cuentos sobre olvidados imperios y princesas sufriendo amores lacerantes en castillos en­cantados. Así tardes y más tardes.

Boru se despertó con el crepitar de un tron­co mojado en la chimenea. Leyendas de Navidad … cuen­tos de Navidad. Sí. Recordó uno que había escuchado cuando tenía seis años. "Todos los años, en la medianoche del veinticuatro de Diciembre -dijo su abuelo- cuando en la iglesia las campanas repican a Gloria, allá -y señaló un indefinido lugar en la dirección del océano, sobre la isla de Great Blasket- la luna comienza a danzar". Nadie le replicó porque nadie podía. ¿Quién iba a salir de la iglesia para verlo? El viejo cura, condenaría a cualquiera que lo hiciera al fuego eterno y rechinar de dientes. Y si algu­no desafiaba los terrores divinos se arriesgaría a ser llamado en todo lo ancho y largo del valle: "El loco de la Nochebuena" o "El loco-creyente-en-cada-viejo­idiota-abuelo" o para acabar antes, simplemente: "estúpido". ¿La luna danzando? ¡¡ i La luna danzando! !!. Y el pequeño Boru, sintió valentía de héroes recorrien­do sus venas. ¡Ver la luna bailando!

La nieve le llegaba a las rodillas y la carretera que tantas veces Abia andado Boru, había desaparecido por completo, como tragada por ese blanco y ancho monstruo helado que se esparcía a través de cada rincón del valle. Boru sabía que desde la cumbre de Kerry Hill, en los días claros se podía divisar la Great Blasket, e incluso en días excepcionalmente abiertos también Inishvicklane. El resplandor de la luna venía desde aquel lado, así que Boru subía tan rápidamente como podía.

Una veintena de veces tropezó en la maleza escondida y otras tan­tas reemprendió la marcha con renovada energía. Medio hundido en los campos de nieve la distancia se hacia infinita. Desde Brandon Hill, llegaban los ecos y la melodía del "Señor ten piedad". Boru entendió que sólo tenia una oportunidad de ver la luna danzar, esa noche o nunca. ¡Deprisa! ¡Deprisa!. Repentinamente la nieve cesó de caer, y al alcanzar la cima, la silueta inconfundible de la Great Blas­ket, se recortaba borrosamente contra el oscuro mar. ¡Señor ten piedad! El rumor de los cánticos desde la otra colina se apagaba lentamente. La luna colgaba del cielo, un perfecto globo de luz blanca. ¡Ahora! ¡Tiene que ser ahora! La cam­pana rompió el silencio. ¡Gloria a Dios en las alturas! La luna estática, quieta, un círculo de mármol más inamovible que nunca. Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Nada. ¡Eh!.

 Boru miró arriba una y otra vez, se frotó los ojos y como si fuera un… la luna no estaba allí. La Great Blasket era ahora una sombra negruzca. Boru miró hacia el norte. Si. Allí estaba la luna. ¿Estaba? ¿No estaba? Ahora estaba hacia el sur, justamente en la vertical de Slea Head. En aquel momento la luna se volvió loca. Se dejaba caer sobre la superficie del mar y vertiginosamente ascendía las alturas. Arriba, hacia el cielo. Boru, levantó su brazo derecho y la luna fue rauda hacia la izquierda, el izquierdo y la luna a la derecha.

El corazón de Boru palpitaba salvajemente. La luna había impregnado el espacio con una multitud de relampagueantes estelas. Y seguía. Boru empezó a danzar alborozado, rebosante de felicidad, y cuanto más bailaba más se hundía en la nieve. Aquello era un hechizo reflejado en un inconmensurable espe­jo. El cielo parecía acoger mil lunas. Desde Brandon Hill, las últimas notas del "Gloria" resonaban nítidamente. Amén. Y un poderoso martillo clavó la luna en el cielo para siempre. Y el cielo, el mar recobraron sus oscuros horizontes de la medianoche. La luna se volvió quieta y seria. Como tú la puedes ver cada anochecer. Surcando el silencio de los espacios no habitados (Cork, 1982).

domingo, 25 de noviembre de 2012

Mi padre en París (2 de 2)

Que mi padre, tan poco dado a ir más allá de la capital de provincias, de un día para otro se decidiera a ir, como quien dice, al otro extremo del mundo, incluso pasando la raya de Francia para ganar el jornal, resultaba cuando menos sorprendente. Con el paso de los años llegué al convencimiento de que si ganarse unos francos en medio de aquella economía de supervivencia, cuando faltaban todavía algunos años para que el desarrollismo franquista se notara en el pueblo, le resultaba atractivo, aún lo era más el aura de que en Francia, más cerca o más lejos de la frontera, estaba la Torre Eifiel.

Dudo mucho que mi padre se hubiera lanzado a la aventura sólo por salarios de emigrantes desarrapados que acarreaban, en no pocas ocasiones, desgracias mortales. Maurino, el hijo del señor Maurino, el vecino, había fallecido en el acto, según contaba el padre, golpeado por un cable desprendido accidentalmente de una vagoneta en una oscura mina de carbón en las cercanías de Lieja. Y Ceferino, que ahora ejercía de alcalde, se las veía y deseaba para poder respirar mientras uncía, esfuerzo más bien insulso,  las vacas al yugo. Los años que había pasado en una fábrica de pinturas en Dusseldorf no le habían hecho nada bueno a sus pulmones. Previsiblemente, entresacar remolacha resultaría menos peligroso que pasar de labrador a minero o convertirse en envasador de esmaltes. Previsiblemente…

 Cómo llegaron a las extensas fincas de remolacha azucarera, en pleno corazón de las landas francesas, emboscadas a su vez en interminables pinares, nunca lo contaron, salvo que pasaron cuatro días, con sus noches, de estaciones en andenes, pernoctando en los bancos de las salas de espera. Aunque la fecha de salida, 24 de abril de 1964, así como la estación de llegada, Mimizan, quedaron bien grabadas, al resguardo de su boinas nuevas, las que usaban únicamente para ir al bar, a jugar la partida de subastao los domingos por la tarde. Comparados con los minifundios que cultivaban en su comarca de media montaña, las hileras de remolacha azucarera que se perdían en el horizonte, hasta donde comenzaba el siguiente pinar o las dunas costeras del Atlántico, les parecieron interminables. 

Ambos, con otras cuadrillas de compatriotas, fueron alojados en las caballerizas que el propietario poseía, como anexo, en un lateral de la vivienda principal. No muy alejados del mar, en una zona indeterminada al sureste de Burdeos, la niebla hacía que cada mañana, al alba, cuando comenzaba el trabajo de coger un surco para iniciar la labor de entresacado, el final del mismo, apenas era visible a más de un kilómetro y medio. Una distancia que contada en plantones de remolacha, separadas por milímetros, les parecía infinita. “Ostia puta -murmuraba el señor Pablo, poco dado a jurar pero a quien las hileras interminables para entresacar le sacaban de sus templadas casillas- esto es como si empezáramos la hilera en el Turruntero (uno de los pagos del pueblo) y termináramos más allá de Polvorosa”, el pueblo vecino que, efectivamente, estaba situado a un kilómetro y medio.

Ambos conformaban un equipo de dos, lo que les servía para consolarse mientras calculaban que labores podrían estar haciendo, ya casi principios de mayo, en la aldea, si no se hubiera movido de ella. Casi con toda seguridad, gradear los diminutos terrenos de regadío, entre los dos ríos que abrazaban la vega, a fin de prepararlos para la siembra de las patatas tempranas. El grupo de andaluces que compartían rancho y posada, aparentemente más experimentados en la labor o quizá menos concienzudos con ella, pronto les cogían la delantera en los surcos. Según ellos, la ventaja de los andaluces era tramposa, la inusitada celeridad sólo era resultado del poco cuidado que ponían en hacer la labor como Dios manda o el terrateniente ordenaba. De manera que cuando ellos apenas habían llegado a la mitad del par de surcos que llevaban “con el espinazo bien doblado, como hay que entresacar”, al decir del señor Pablo, los compatriotas del sur ya venían de vuelta por la siguiente hilera.

“Aquello me llevaban los demonios”, contaba más tarde. No porque creyera perder una competición inexistente aunque real –les pagaban por surcos entresacados- sino porque quisquilloso como era para todo, incluido para el entresacado de la remolacha, le parecía de muy mal gusto que las remolachas se quedaran a distancias irregulares, como si hubieran sido plantadas al albur, algo de lo que los andaluces, evidentemente, se mofaban. Lo peor, en todo caso, con diferencia era la comida que les echaban. Según mi padre, en el caldero del rancho la criada de los amos se limitaba a echar tocino y patatas, sin ningún tipo de condimento, ni siquiera sal,  “ni la Eufrosina da de comer así a los gochos”. Fuera el enfado de ver como los andaluces les sacaban ya una delantera enorme todos los días a media mañana, fuera la comida “de tocino crudo y patatas de cochino”, y sobre todo la añoranza del terruño, no aguantando más aquella brevísima experiencia de emigrantes fallidos, una noche al amparo de la oscuridad y de la pertinaz niebla, campo a través de los campos de remolacha, los entresacados y los que faltaban por entresacar, y de los viñedos, pusieron pies en polvorosa, sin saber muy bien dónde estaba polvorosa. Sólo tenían una noción geográfica aproximada del sitio donde se encontraban.

Su mejor esperanza consistía en toparse con cualquier vía de tren y seguirla hasta dar con alguna estación.  Al alba dieron con una granja. Preguntaron, en español, claro, a la dueña por el camino de vuelta. A España. Suponían, con lógica aplastante, que la buena señora empeñada en la guía de una manada de ocas, difícilmente habría oído hablar de su capital de provincia, menos aún de la aldea.  Ella, en francés, claro, señaló vagamente hacia lo que parecía el sur, por la postura del sol, en dirección a la madre patria. Finalmente dieron con una estación de tren. Pero como habían desertado de las caballerizas sin avisar y con nocturnidad, no habían cobrado el salario de la escasa semana trabajada, por lo que no disponían de dinero suficiente para adquirir los billetes.  

El señor Pablo confiesa sin ambages que, en aquel preciso momento, ya no pudo más y rompió a llorar como una magdalena, con sus treinta y dos añazos casi recién cumplidos. Una joven que les vio en semejante estado de tribulación se acercó a ellos, y en impecable cristiano, se ofreció a pagarles los billetes. Pese a que le pidieron las señas para reenviarle el dinero en cuanto llegaran al pueblo, ella se negó en redondo. Este gesto de solidaridad lo suelen recordar ambos con infinito agradecimiento, pese a los años transcurridos, y el señor Pablo, ligeramente dado a fantasear, asegura que se acuerda perfectamente de su tez morena, de su sonrisa tímida, para añadir que, con toda certeza, era hija de refugiados, y que portaba, por más señas, un vestido estampado en vivos colores. Tanto detalle, no me extrañaría, podría ser fruto de su imaginación. Mi padre, lo único que dice recordar es el plato de lentejas que devoró, cual hijo pródigo, una vez de vuelta en el hogar.

Así que los inconfesados deseos de mi padre por admirar de cerca la Torre Eiffel, que desde pequeño conocía en la miniatura procedente de la casa de su madre adoptiva, terminaron un día de mediados de mayo cuando el tren atravesó  Hendaya, la línea divisoria que les separaba de la tierra prometida que pudo ser y nunca fue. Regresaron unas cuantas pesetas más pobres que cuando salieron, levemente humillados por el fracaso sufrido a manos de andaluces y, más hambrientos, gracias a las patatas para los cochinos. Durante una temporada, mi padre escondió la torre Eiffel en un cajón de la cómoda, en la habitación de la entresala de la segunda planta, quizá con intuición metafórica, en la mismísima caja de zapatos donde mi madre guardaba los recordatorios de los difuntos que los vecinos repartían unas semanas después de haber enterrado a un ser querido en el camposanto que había en una extremidad del pueblo, al resguardo de una alameda, en la curva que formaba el río pequeño antes de desembocar en el grande.

Al otro lado del río, en la vega, mi padre siguió entresacando remolachas durante decenios, pero ahora ya para su propio beneficio de labrador minifundista, sin surcos infinitos, ni tocino crudo, ni andaluces acelerados. Durante todos esos años, la torre Eiffel siguió escondida en la caja de cartón de los recordatorios de los difuntos de la aldea, cada año más abundantes, aunque probablemente nunca llegó a olvidarla del todo. Unos treinta años después, mediados de los noventa, mi padre continuaba, aunque con menos vigor y entereza, realizando a mediados de verano las mismas tareas que había realizado durante aquel aciago viaje a Francia. La obra de Eiffel convertida ya en un espejismo yaciente entre el olor a naftalina que mi madre repartía abundantemente contra la polilla por armarios y cómodas.

Gran aficionado al ciclismo, seguía el Tour de Francia, siempre que sus labores se lo permitían con asiduidad. Incluso llegaba a sacrificar la sacrosanta siesta con tal de ver los míticos finales de carrera en los míticos puertos de los Alpes o los Pirineos. Pero con la etapa con la que más disfrutaba era la del último día, cuando los ciclistas ya relajados, o como él decía “con toda la cebada vendida”, se dedicaban a dar vuelta tras vuelta, pavoneándose, mayormente, al circuito de los Campos Elíseos, mientras las cámaras de televisión se regodeaban en las tomas aéreas del Arco del Triunfo o el obelisco de la plaza de la Concordia. Mi padre, que como dije era poco propenso a exhibir emociones, terminaba por cambiar de postura en el tresillo, adelantando su cuerpo como para aproximarse a la pantalla, ya en color, cada vez que el helicóptero daba otra pasada y enfocaba desde la explanada de Trocadero la inconfundible silueta de hierro forjado, al otro lado del Sena.

“El próximo año nos vamos a ver a Induráin, a por el sexto Tour”, le dije. “Quiá, quiá, que mejor que aquí”, contestó. Exactamente la misma expresión que usaba para rechazar cualquier invitación de viaje ocioso, por corto o largo que fuera. Y pensando que no le había oído, volvió a repetirlo: “Quiá, quiá, que mejor que aquí”. A la mañana siguiente, por arte de magia, la Torre Eiffel que se nevaba al darla la vuelta, que había decorado la Optimus de la señora Eudovigis, la Telefunken donde a principios de los setenta escuchábamos Radio Andorra, campeaba sobre la Phillips en color, de mediados de los noventa, donde habíamos admirado a Miguelón en la bajada de Luz Ardiden.

Aún con la desilusión por el desfallecimiento de Induráin en la subida a Les Arcs, fue su último Tour y sólo ocupó la undécima plaza, nosotros aquella tarde del 21 de julio de 1996 disfrutamos de lo lindo viendo a los ciclistas una y otra vez pasar delante de nuestras mismas narices. Habíamos ido con tiempo suficiente hasta el metro de Madeleine y nos habíamos apostado en una curva de la plaza de Concordia que, los ciclistas por precaución, además había lloviznado por la mañana, tenían que tomar a velocidad reducida. Este insignificante ardid nos permitió observar al mismísimo Induráin, en una de las vueltas en que se abrió hacia el exterior, pedalear a no más de dos metros de donde estábamos situados. Fue un momento emocionante y único para mi padre.

Volvimos a casa en medio de un gentío inmenso, mi padre, por temor a perderse, me había agarrado del jersey desde que salíamos de la boca de Madeleine y no me soltó –salvo para aplaudir a Induráin, la vez que tan cerca pasó de nosotros- hasta llegar a la puerta de casa, en los suburbios parisinos. A esas alturas, el jersey ya había crecido un par de tallas.

Pero lo mejor estaba por llegar. Al día siguiente, apenas amanecido, aprovechando que era festivo y el tráfico escaso, nos propusimos hacer, en bicicletas de paseo, el mismo recorrido que los ciclistas profesionales. Parte de las vallas estaban sin quitar y todavía quedaban algunas cintas de la protección civil atadas a los árboles. Mi padre, fuera para ir a París o la fiesta del pueblo de al lado, se había atado los pantalones, como había hecho siempre,  con un par de pinzas de madera para tender la ropa, con la parte inferior del pantalón recogida a medias dentro de los calcetines. Y naturalmente con los zapatos acharolados, de puntera, bien abrillantados.

Dimos la vuelta completa al circuito urbano, igual que el mismísimo Induráin. Salvamos un momento de pánico en Concordia, al abrirse un semáforo antes de tiempo y aparecer, pese a ser festivo, una riada de turismos procedentes de la margen izquierda del Sena, enfilamos los Campos Elíseos, nos dimos el gusto de pedalear por debajo del Arco del Triunfo y terminamos por girar hacia Trocadero, cruzamos el río, ya fuera del circuito oficial, para llegar, por fin, a la mismísima torre Eiffel, a la hora que empezaban a llegar las primeras hordas de turistas. Que mi padre no imaginaba tan alta y en torno a la cual, tras dejar apoyado el manillar de su bicicleta en uno de los pilares, dio no menos de diez vueltas, una detrás de otra, mirando atentamente hacia arriba, absorto en la estructura trenzada con millones de remaches y hierro ensamblado.

Aquella bicicleta, que había recorrido los Campos Elíseos y se había apoyado en la mítica torre de la infancia, terminó en el pueblo. Todavía es usada por mi padre, capaz de pedalear, con 88 años, hasta el Puente de Piedra para pasar parte de la mañana sentado en el pretil –dicen que construido con las tallas del desaparecido castillo- mientras observa los vehículos que, de ciento en viento, circulan por la carretera provincial. Entretenido en predecir si la puesta del sol, entre nubes grises, que viene acompañada del cierzo gélido, acarreará lluvias para la sementera que ya nunca volverá a labrar. Apoyada contra un chopo ajado de la ribera, la bicicleta de color azul que dio la vuelta a los Campos Elíseos y se apoyó en el pilar izquierdo de la torre Eiffel espera. No me cabe duda de que mi padre cuando la mira, acaso no siempre, pero de vez en cuando, rememora la torre Eiffel. No la de verdad, sino la que imaginó al contemplar por primera vez la que estaba en la “gloria”, en casa de su madre adoptiva.

lunes, 29 de octubre de 2012

Mi padre en París (1 de 2)


Mi padre tenía apenas medio año la primera vez que vió la Torre Eiffel. Él, claro está, con esa edad no tenía la menor noción de que aquel extraño armazón de hierros remachados estuviera en la capital francesa y, menos aún, de que fuera el símbolo por excelencia de la Ciudad de la Luz. Para él, era sólo un objeto más en la “gloria”, el espacio que, calentado por debajo del mosaico, la lumbre en el exterior de la casa, en la más pura tradición de las termas romanas, servía de salón de estar. La “gloria”, pocas veces un nombre define tan bien un espacio, resultaba confortablemente acogedora en lo más crudo del invierno castellano por el calor que despedía el suelo. El par de barrocas vitrinas, en nogal oscuro, y el tresillo, como entonces se llamaba al juego de sofá y dos sillones, hacía que, pomposamente, para muchas familias tuviera la categoría de salón de estar.

En realidad, debido al reducido espacio que quedaba libre entre el aparatoso mobiliario, aquel cuarto, en el lenguaje familiar, se llamaba cuartín. Fuera de los meses más fríos, apenas se usaba, salvo el día de la fiesta del santo patrón, cuando la mesa extensible, con el tablero de cerezo, acogía a algunos parientes de los pueblos vecinos que, por una y sóla vez en todo el año, se sentaban en torno a ella, encorbatados, mientras discutían de la próxima cosecha (“no vamos a recoger ni pa’ la sembradura”, era el sentir común, inevitable, año tras año) y daban buena cuenta del lechazo churruscado en el horno de leña.

La Torre Eiffel de mi padre era un artilugio decorativo, colocado dentro de una bola ovalada de plástico transparente. Al darlo la vuelta envolvía toda la estructura en copos de nieve que, pausadamente, descendían hasta la cúspide. El mecanismo de aquel adorno era una pura contradicción con las leyes de la naturaleza: para que nevara, había que ponerlo boca abajo. La abuela Eudovigis mantenía el artefacto impecablemente limpio sobre un mantelito de puntilla, colocado encima del aparato de radio de la marca “Optimus”, el cual, a su vez, estaba situado en la repisa de una pequeña ventana que daba a la portada. Sólo ella podía tocar aquella Torre Eiffel de mentirijillas, algo que, a modo de ritual, hacía cada sábado del año, aunque cayera en fiesta de guardar, para quitar el polvo. Siempre entre el primer y segundo toque de la campana que llamaba a los fieles para el rezo del rosario vespertino.

Cómo la torre de pega había llegado a aquel pueblo perdido en medio de robledales y páramos del norte de la meseta era un piadoso secreto conocido por todos. Eso sí, sólo murmurado cuando llegaba, de ciento en viento, alguna carta con ribetes azules y rojos, del extranjero, con sellos exóticos representando los castillos del valle del Loira. A Fructuoso, el primogénito, le había pillado el fatídico julio de 1936 viniendo de la feria de ganado de Potes, a donde había acudido para vender un par de terneros, jatos, en su parla local, con motivo de la feria del Carmen. No sólo no pudo pasar a la vuelta el puerto que limitaba la meseta con los valles cántabros, sino que se vió obligado –en el pueblo decían que de “rojo” tenía lo mismo que una castaña pilonga- a combatir al lado de los mineros republicanos en las trincheras infranqueables de la montaña.

Inamovibles hasta que en agosto del ’37 cayó el frente del norte en manos de los franquistas. De Fructuoso no se supo nada durante meses, su madre temió lo peor, hasta que bien avanzado 1939 llegó un envoltorio con la Torre Eiffel y una nota, tan salvífica como corta: “Estoy bien, madre, dé razón a padre”. Y como una profecía cumplida ya en el pasado se despedía con un triple énfasis: “Adiós, adiós, adiós para siempre”. No es de extrañar que la señora Eudovigis mantuviera aquel artefacto decorativo, en aquella hornacina laica formada por la Optimus y el marco de la ventana,  con tanto o más cariño que el armarito con la escultura en escayola de la Virgen de Fátima que peregrinaba de familia en familia durante el mes de octubre.

En realidad, la señora Eudovigis no era la madre de mi padre, sino su ama de cría. Su madre, y la de otros 16 hermanos, habitaban otra pequeña aldea situada a unos 24 kilómetros. Como era costumbre en la época, los pobres ayudaban a los más miserables y viceversa, porque en este intercambio solidario por la supervivencia recíproca no se sabe bien quien entraba en una categoría o la otra. Se supone que la familia de mi padre, en posesión de un diminuto, casi insignificante, minifundio, compuesto de un rompecabezas de  tierras de labrantío heredadas de un par de tíos solterones, sin descendencia, era relativamente pudientes. Esas preciadas posesiones, no más extensas que las de la gran mayoría del resto de vecinos, adobadas con un terreno de regadío, les permitían, pese a la abundante prole, incluso para las costumbres de la época, “tirar p’alante”, como el señor Alejandro, el padre real, afirmaba.

O, cuando menos, y no es poco, la dignidad del linaje se mantenía a salvo. Porque los que nada poseían, ésos se encontraban en la parte más baja de la hipotética estructura social de la aldea. Labrando sus propias tierras, el señor Alejandro evitaba que alguno de los hijos terminara pastoreando, a sueldo, las ovejas por las majadas, ignominia grave, o peor aún, que tuviera que ajustarse como agostero, en la feria de San Pedro, poniéndose así al servicio del ordeno y mando de algún otro propietario, no mucho mayor que él, pero que en todo caso, por el hecho de la mera contratación de un criado para la trilla, demostraba tener mayor alcurnia.

Sea como fuere, mi padre fue entregado, con pocas semanas, a la señora Eudovigis en su calidad de nodriza. A cambio de amamantar, literalmente, a mi padre, el suyo, salvaba su honorabilidad, incluso cumplía con un acto de caridad, pues la señora Eudovigis –recuérdese el ya mencionado paralelismo entre pobre y miserable- recibía un pago en especies, efectivo apenas había, que le servía para alimentar a sus propios hijos necesitados. El pago variaba ligeramente de un año para otro y estaba constituido por unas fanegas de trigo,  preferible al centeno o la cebada que, generalmente, se entregaban en septiembre y un par de corderos destetados,  al terminar la primavera.

Por lo tanto mi padre disfrutó de la primera panorámica de la Torre Eiffel y, por añadidura, de París, en el cuarto de estar de su ama de cría, la señora Eudovigis. Con ella pasó una decena de años, hasta que tuvo edad suficiente para desempeñar pequeñas tareas domésticas en su propia casa -llevar el ganado familiar a los prados del monte,  las tardes de verano, echar el agua por los surcos de patatas tempranas en la vega- en cuyo momento su verdadero padre lo reclamó. Durante la decena de años que vivió con su nodriza, aparte de las habilidades innatas que solían adquirir los niños en los pueblos -desde las más prácticas a las más crueles, desde cómo quitar las piedrecitas de los garbanzos antes de echarlos a remojo hasta cómo encontrar los nidos de palomas torcaces en las choperas- tuvo la inmensa fortuna, en aquella época un auténtico lujo, de aprender a montar en bicicleta usando la de un vecino acomodado de la señora Eudovigis.

Mi padre aprendió a montar en bicicleta con un método tan resolutivo como auto formativo. El manual de instrucciones, en todo caso, no explicaba lo que había que hacer para tirarse cuesta abajo, literalmente sin frenos, porque la bicicleta no los tenía, por una pequeña hondonada que había a la salida del pueblo. La bicicleta, que había pasado por mejores tiempos, era de piñón fijo, así que una vez que tomaba velocidad, lo más conveniente era levantar los pies de los pedales. Desgraciadamente, la cuesta terminaba en una laguna donde se remansaba el agua de las lluvias hasta bien avanzado el verano. La única manera de no precipitarse en el agua fangosa consistía en tirarse de la bicicleta cuando quedaba una decena de metros para el charco. De esta manera tan expedita, mi padre y su velocípedo prestado terminaban por frenar a dos metros escasos del agua. Las más de las veces.

Cuando mi padre volvió a su pueblo, la bicicleta se quedó con su legítimo propietario, pero la señora Eudovigis que conocía de sobra el aprecio que mi padre había cobrado por la Torre Eiffel (él decía, la torre Eifiel), sobre todo cuando la hacia nevar poniéndola boca abajo, le regaló, casi  a escondidas y no sin gran pesar, el artilugio que le recordaba a su primogénito y el supuesto paraíso, al decir de los otros convecinos, que habitaba en las riberas del Loira. Que Tours distara más de doscientos kilómetros del Sena no era óbice para que la señora Eudovigis afirmara con rotundidad, no exenta de tozudez maternal, que su hijo vivía en París. La Torre Eiffel no había sido enviada en vano.

En parte por el valor sentimental del regalo y en parte porque diez años en la existencia de un niño son toda una vida, mi padre siempre mostró un gran aprecio a la torre Eiffel, pero sobre todo un cariño inconmensurable para con la buena de la señora Eudovigis. No que mi padre, poco dado, si algo, a las efusiones afectivas lo exhibiera. Pero lo cierto es que bastantes años después, cuando ya la señora Eudovigis se plegaba bajo los achaques del reuma, aunque seguía teniendo una excelente memoria, le recordaba a mi padre cómo aprendió a montar en bicicleta (“ay hijo, hijo, no sé ni cómo no te mataste en la cuesta de la laguna”), mi padre agarraba su mano huesuda, casi descarnada y, en un gesto apenas perceptible, la apretaba hasta anudar su muñeca entre su índice y su pulgar, mientras sus ojos se empañaban de lágrimas. No llegaba a llorar, claro está, su austeridad y reciedumbre nunca se lo hubieran permitido, menos aún manifestarlo (“en boca cerrada no entran moscas”, solía decir), aunque en cualquier caso esa ha sido la única exhibición de afecto que le he visto mostrar a lo largo del tiempo. Cada verano, cuando yo por cortesía y el por inagotable cariño, visitábamos a su madre de cría.

Algo más de una década después de volver al pueblo, con las primeras tandas de emigraciones hacia las industrias de las Vascongadas o a Cataluña, la aportación laboral de mi padre a la familia paterna se hizo indispensable. Sobre todo cuando uno de sus hermanos fue a Rentería, en parte motivado por algún escabroso asunto de faldas, y otros se dispersaron por los suburbios de Madrid y Barcelona. Quizá porque era el pequeño de los supervivientes, otros cuatro se habían muerto en el parto o a temprana edad, siguió en la casa familiar, incluso ayudando después de casado. Haciendo sus propias labores, en terruños arrendados, a la vez que ayudaba a su padre en períodos de mayores ocupaciones, en época de siega o sementera.

No obstante, en un otoño de finales de los cincuenta, cuando las faenas del campo escaseaban, a la espera de las primeras lluvias y así poder binar los ásperos barbechos, algunos mozos más envalentonados, solteros o casados, con ciertas ganas de aventura y abundante necesidad, decidieron probar suerte  en lugares tan raros y pintorescos como la Francia o la Alemania. Azuzados por las maravillosas noticias de algún osado paisano que había cruzado la frontera (“el Miguel, el hijo del molinero ha traído una tele para su padre de la Alemania”), puntualmente desmentidas por los hechos tercos (Miguel volvió al molino con su padre) y, siempre, por el señor Evilasio que escéptico en la vida civil como en la religiosa no creía en en Dios, ni en que por un marco te dieran 50 pesetas (“coñe con el Miguel, le preguntaba a sabiendas de que había vuelto hacía semanas con el rabo entre las piernas, ¿en el franfur ése atan los perros con longaniza?”).

Mi padre nunca fue un aventurero. La luna de miel la paso en un pueblo a 30 kilómetros, yendo y volviendo con el carro en la misma jornada. Algo incluso timorato para la época, ya que los recién casados solían viajar en el autobús de línea para ver la capital, alojados, un par de noches, en casa de algún familiar. Así que irse por una temporada larga al Bajo Llobregat o a Carabanchel Alto, ciertamente no entraba en sus planes, incluso aunque ataran los perros con longaniza. Así que fue toda una sorpresa cuando un día de finales de septiembre se presentó en casa afirmando que con el señor Pablo se irían la mañana siguiente a recoger remolacha cerca de Burdeos. Calculaban que no estaba muy lejos de San Sebastíán y como el contrato apalabrado era para un mes y medio, los riesgos no parecían exagerados.

Además, de entresacar remolacha, él, como el señor Pablo entendían un montón. No en vano, desde no hacía mucho, gran parte de los cultivos de patatas de la vega se habían tornado en remolacha que un importador alemán pagaba a buen precio. Tan alto que el señor Evilasio afirmaba que la usaban para fabricar la bomba atómica de la que hablaban y no paraban en los “papeles”. (“Coñe, coñe, cualquier día estos alemanes nos van a comprar hasta la pila bautismal”)

lunes, 22 de octubre de 2012

El pendón morado


El señor Próspero, boina calada sempiternamente, ligeramente rechoncho, cuya apariencia se acrecentaba por su estatura más bien baja, algo patizambo y cabello entrecano, era tan devoto como el que más. Mientras que algunos de los miembros de la Cofradía de la Santa y Vera Cruz se hacían los remolones para entrar en la iglesia a recitar el Confiteor y preferían esperar en la plaza a que saliera la procesión, él se ofrecía voluntario, cualesquiera fuera la festividad o devoción, para encabezarla portando el pesado pendón procesional.  Daba lo mismo que fuera el santo patrón, en aquellos años se celebraba al día siguiente de Navidad, la Procesión del Encuentro por Pascua Florida o la de la ermita de Santa Marina, en plena siega de julio. El pendón era una exclusiva, intocable, por lo demás, del señor Próspero.

Nada más salir del templo, con una maestría simpar, desenrollaba su tela de terciopelo morado, lisa, sin emblemas, sólo un ligero bordado con hilo de plata en el vértice, apenas visible cuando el viento lo hacía ondear. Con una mano a la altura de sus partes pudendas y la otra por el pecho, agarraba el palo de chopo acanalado, barnizado todos los años por la señora Eustorgia antes de la Virgen de julio, con la misma fiereza con la que agarraba los cornejales de los sacos de harina o la azada para excavar su huerta.

Dos monaguillos, a modo de soporte volante, tiraban de los dos remos, las dos sogas que, terminadas en sendas borlas, pendían de lo alto del mástil, con el fin de ayudar al señor Próspero a mejor sortear los obstáculos del itinerario procesional. Sobre todo al dar la vuelta en las esquinas o, más complicado aún, cuando el tío Candiles empezó a tirar el tendido eléctrico, para evitar “los alambres de la luz”. La poderosa musculatura del señor Próspero, desarrollada a fuerza de cargar y descargar sacos de avena tardía y cebada temprana en su molino, allende el río, tenía que emplearse a fondo para colocar el estandarte casi en paralelo al suelo, pasar por debajo de los cables y enderezarlo otra vez, raudo, para que el peso no terminara por vencerle. Lo que le hubiera convertido, sin duda, en el hazmerreír de la taberna y comidilla de las beatas al salir de la recitación vespertina del rosario.

Los dos monaguillos que, supuestamente, le ayudaban con los remos eran de escaso apoyo. Bien no tiraban cuando debían, peor aún, lo hacían en direcciones opuestas, con lo cual el bueno del señor Próspero tenía que luchar a brazo partido, literalmente, con el peso del pendón, las alambres del tío Candiles y hasta con los dos monaguillos. En algunos casos extremos, especialmente cuando la procesión nocturna del Viernes Santo caía en pleno marzo ventoso, algo que ocurría con demasiada frecuencia, el señor Próspero, poco dado a los aspavientos, empezaba  a echar sapos por la lengua, primero en voz baja, “coñe de chavales”, después elevando el tono, el cortejo del cura estaba lejos, así que no podía oírle, “rediós con los chiguitos”. Jurar no juraba, eso si. Después de todo, solía ser de comunión dominical.

En la última parte del recorrido, cuando desde la mitad de la calle Real, libre ya de obstáculos, se entreveía la portada de la iglesia, fuera por cansancio, fuera por costumbre, el molinero -convertido momentáneamente en portaestandarte- aceleraba el paso, hasta casi ponerse al trotecillo. De manera que llegaba a la iglesia, sin cura, sin santos ni beatas. Poco le importaba que los monaguillos, azuzados por los más viejos, que por riguroso orden de edad, lideraban las dos filas de la procesión detrás de los ciriales, le sisearan para que aflojara el paso. En parte porque era algo duro de oído, en parte porque llevaba a gala su fama de cabezón, el pendón de la Santa Cofradía se recogía cuando aún los cánticos procesionales no habían llegado a la tercera y definitiva estrofa. Dios te saaaaalve, saaaaalve Maríiiia….

No todos los párrocos que tuvieron a su cargo la cura de almas en la aldea aceptaron de buen grado las prisas procesionales del señor Próspero. Don Maximiano, tan buen predicador como poseedor de un carácter notablemente volátil, ambivalente, dado a la generosidad extrema y con escaso amor por la virtud de la templanza, un día, sin citarlo por el nombre, le llamó la atención desde el mismísimo presbiterio, con toda la feligresía de rodillas, antes del Ita missa est. En el momento que anunciaba las rogativas para implorar el auxilio de Santa Bárbara, con sus truenos y sus lluvias, a fin de aliviar la pertinaz sequía, la voz hosca de don Maximiano proclamó que “procesionar no significa que cada uno vayamos a nuestro aire, antes bien, significa que caminemos sagradamente acompasados”. Lo de “sagradamente”, dado el contexto, parecía una hipérbole innecesaria. El caso es que nadie se volvió para mirar al señor Próspero que, junto con el resto de hombres y mozos, como era costumbre, se arremolinaban en el coro, mientras las mujeres ocupaban los bancos delanteros. Pero todos sabían de sobra que lo decía por él. Durante el resto de la tenencia de don Maximiano como cura-párroco, fue la única época en que el señor Próspero, muy a su pesar, dejó de portar el enorme pendón morado.

Cuando a los dos años le sustituyó Don Teótimo, más anciano pero menos irascible, el señor Próspero volvió para retomar, como si nada hubiera pasado, la inalcanzable delantera de las procesiones. Lo que a don Maximiano le parecía criticable, a don Teótimo le hacía gracia. Y aunque no desde el púlpito, don Teótimo le solía tomar el pelo cuando entraba en la iglesia. El señor Próspero, esta era otra de sus manías inveteradas, solía esperar a que repicasen las tres, sentado en el quicio de la puerta de subida a la torre, así que, invariablemente, el señor cura tenía que cruzarse con él, cuando se encaminaba a la iglesia. “Próspero -le decía, mientras sacaba, el reloj de bolsillo por una abertura en la costura derecha de la sotana, como para acentuar la guasa- ¿cuántos minutos me vas a sacar hoy? Déjame al menos que termine de cantar la salve”.

Próspero, que se sentía honrado porque el cura párroco le gastara estas bromas sobre récords procesionales, para nada se callaba. Antes bien, le solía responder, no importaba que la conversación se repitiera casi todos los domingos: “¿Qué, al tajo otra vez?”. Con el mismo tono que hacía idéntica pregunta al alguacil, el señor Urcisino, cuando éste, iba a acarrear la miés del campo, una tarea más banal que celebrar el santo sacrificio de la misa. Y es que el señor Próspero tenía un concepto muy peculiar del tajo que desempeñaba el cura párroco. A él, acostumbrado a levantarse todos los días al alba, menos las fiestas y días de guardar,  para colocar el tablón que desviaba el agua del cuérnago hacia el cauce de su molino, le resultaba chocante que el cura comenzara a trabajar a media mañana. “Rediós -sus aseveraciones siempre comenzaban por la misma coletilla, incluso cuando se dirigía al representante de la santa madre iglesia- don Teótimo,  que ud. sólo trabaja media hora los domingos, a la sombra y con vino”.

Esto, claro está no era cierto. O no del todo exacto. Por aquel entonces, el sacerdote local respondía de la cura de almas de cinco pueblos, así que los domingos, entre misas, confesiones y devociones trabajaba, como quien dice, de sol a sol. Durante la semana, pese a las bromas del molinero, y aunque no tuviera los horarios tan apretados, don Teótimo también tenía que andar de la ceca a la meca, de pueblo en pueblo, de iglesia en ermita. Cuando no un funeral, tocaba un bautizo, a veces la extremaunción (“¿Qué, a otro gori gori, don Teótimo?) y en días señalados el santo sacramento del matrimonio.

Los viejos, que en los días de invierno se sentaban al sol delante de la fragua, afirmaban que el tono mordaz del señor Próspero hacia el representante del clero le venía de familia. O como ellos decían, “de casta le viene al galgo”. Algunos de ellos recordaban al señor Arquímedes, su progenitor, fallecido hacía media docena de años, ahogado en una riada, cuando ya había perdido completamente la cabeza. Al decir de los ancianos el señor Arquímedes, ya de joven, en los años previos a la guerra civil, casi nada más proclamarse la II República, sin razones precisas, de la noche a la mañana, había pasado de, sí, también él solía portar el pendón morado, de adalid en las procesiones a bocazas comecuras. Conviene señalar que en un pueblo perdido, exageradamente conservador y religioso, en medio de la meseta norte, la exhibición de anticlericalismo representaba una chocante osadía, incluso en aquellos tiempos revueltos, necesitada de no poca valentía.

El señor Arquímedes, a quien acaso ya le asomaban los retazos de pérdida de cabeza que con tanta nitidez se mostraron en su edad postrera, afirmaba que su republicanismo –no hacía muchos distingos entre éso y el anticlericalismo- procedía de las conversaciones que mantenía con don Audaz, el médico. Curiosamente, republicano o no, el tal don Audaz era de comunión diaria, así que las afirmaciones del señor Arquímedes eran, cuando menos, inexactas. Lo más probable es que aquella empanada ideológica del señor Arquímedes tuviera su origen en los inviernos que, para dar de comer a los catorce hijos que había engendrado, tenía que desplazarse a trabajar en las minas de carbón de la montaña, unos treinta kilómetros al norte, en las estribaciones de los Picos de Europa.

Allí vivió la Revolución de 1934 y, casi con toda seguridad, las arengas y proclamas mineras le tornaron de fiel parroquiano en desaforado pagano. Y el que antes llevaba el pendón en las procesiones, ahora, ni corto ni perezoso –algunos estaban convencidos de que estaba ido de la chaveta- se plantaba al lado del cura y en el corto camino que iba de la iglesia a la casa parroquial, al modo de los titiriteros, bailaba delante de don Servando, el cura de la época, mientras cantaba coplillas no sólo poéticamente insultantes (el cura de mi lugar / tiene la sotana rota/ se le ha roto por correr/ de una zarza a una rosa), sino incluso procazmante obscenas: “me dijiste que era un gato / lo que había en tu ventana / en mi vida he visto yo / gato negro y con sotana”. Y aún peores.

Don Servando, que al decir de los feligreses de la época, era la bondad personificada, no hacía mucho caso de estas burlas y oprobios, en parte porque, como una mayoría de sus fieles consideraba que, efectivamente, el señor Arquímedes estaba como una tronera, en parte porque asemejaba estas chanzas y rechiflas al azotamiento de Nuestro Señor atado a la columna de la fortaleza Antonia en Jerusalén.

Llegó el verano del 36. Las escaramuzas de dos años antes en la zona minera del norte se convirtieron en una áspera batalla de trincheras. Hacía allá subían camionetas con falangistas venidos del sur, la aldea quedó en zona sublevada por pocos kilómetros, que, ocasionalmente, dada la cercanía del frente, pernoctaban en los soportales del ayuntamiento o en casa de un par de pudientes, los mandos. Como para entretenerse, las primeras semanas recorrían los pueblos vecinos para “cazar rojos”, incluidos los de la misma aldea. Los que se habían “significado” en la parla de la época. 

Algunos terminaron en la tapia del cementerio del pueblo vecino, otros, más sagaces o afortunados, al caer de la tarde, como mi abuelo, iban a esconderse en los robledales del monte cercano. Una tarde en que una camioneta de camisas azules llegó antes de lo previsto, en plena siesta, por la cañada del monte, sabedores de las tretas locales, el camino de escape cortado. El señor Arquímedes, a quien ya habían buscado sin éxito en su casa en un par de ocasiones, creyó que ya no tenía escapatoria posible, su última hora estaba al caer.

Pero hete aquí, que por la puerta trasera de su casa, la que daba a la errén, apareció don Servando, con casulla de gala,  a lomos de la mula que usaba para los desplazamientos a las parroquias vecinas, enjaezada como si fuera un día de fiesta. Lo primero que le vino al pensamiento al señor Arquímedes es que aquel sería su transporte de lujo hasta la camioneta Ford aparcada a la salida del pueblo. Pero no, lo que pretendía el bueno de don Servando es que con todo el oropel de la capa pluvial, y unas desmesuradas alforjas de estera, transportar al aterrorizado señor Arquímedes a la casa parroquial. 

Don Servando había hecho el cálculo de que con la indumentaria litúrgica de los grandes días de fiesta los falangistas no prestarían mucha atención al amontonamiento de, aparentes, objetos sagrados que portaba a la grupa y bajo los cuales se ocultaba, temblando, el señor Arquímedes. Y así fue. A plena luz del día, el otrora republicano y anticlerical, se encontró al resguardo de la casa parroquial. Lo que peor llevó, o al menos eso contaba él después, es que por precaución, los tiempos así lo exigían, fué que don Servando insistió en que pasara la noche acurrucado en la chimenea del despacho parroquial. Disimulado, una vez más, entre los sagrados objetos del culto. “Rediós, previsiblemente el hijo heredó la coletilla, no pegué ojo”.

Al día siguiente, idos los falangistas a balacearse en la montaña, el señor Arquímedes volvió a sus ocupaciones diarias en el molino. Nunca volvió a cantar coplilla alguna. Menos aún las escabrosas hacia las que había sido tan aficionado en tiempos recientes.  Aunque nunca lo manifestó públicamente, dicen que hizo un voto a San Roque, cuya imagen con el perrito se veneraba en una de las capillas laterales del templo parroquial, por el cual él y sus hijos portarían el pendón procesional de por vida. 

lunes, 15 de octubre de 2012

Una tarde romana


En los días cortos y templados de principios de marzo, cuando la luz del sol desciende en diagonal, ligeramente elevada por encima de la colina del Gianícolo, desde el oeste, los aleros de los palacios renacentistas, las portadas recargadas de las iglesias barrocas, las etéreas siluetas de las copas de los pinos alargan, mágicamente, sus sombras en la cálida contraluz de la letárgica tarde primaveral. Desde el belvedere del Pincio, hacia el norte, el parque que domina las alturas de Trinitá dei Monti y, por lo tanto, la majestuosa curvatura de la escalinata de la Plaza España, casi se puede palpar la ligera bruma que serpentea sobre el curso del Tíber, con su frondosa ribera de plataneros amarillentos. La neblina flota misteriosamente sobre el Estadio Olímpico, todavía más al norte, casi desaparece a la altura del Palacio de Justicia, ya en la vecindad del Vaticano, para reaparecer, aparentemente más densa, cuando el milenario río lame la falda de la colina del Aventino y se pierde en los oscuros suburbios que bordean la carretera hasta el aeropuerto de Fiumicino.

En medio del habitual caos circulatorio, en torno al obelisco de la Piazza del Popolo, justamente aquí debajo, un Fiat negro ha tomado la determinación de salirse del sentido obligado de la circulación para, ni corto ni perezoso, meterse en una bocacalle que, si mal no recuerdo, es peatonal. Como de la nada, se elevan hasta la balconada una oleada de pitidos e improperios que no parecen atorar, en lo más mínimo, al osado conductor. A mi lado, un relamido nativo, inconfundible en su porte y por la forma que se atusa el cabello, los turistas, numerosos, son fácilmente distinguibles, ha observado el mismo dislate y como si le fuera la vida en ello, agita las manos al aire tranquilo del ocaso y grita, insulta: “¡Ma ché cazzo¡”.

El parque del Pincio es un verdadero remanso de paz, una nube de tranquilidad, elevada por encima de todo  el tohu babohu de la Ciudad Eterna. A medida que se accede a él, desde la escalinata de la Piazza Spagna, el fragor de la ciudad, en batalla permanente con su ensordecedor ruido, se va diluyendo, aplanando, como si entrara en estado comatoso. Termina por desaparecer, salvo un ligerísimo murmullo, apenas audible, de pitidos lejanos. Y eso sólo si se aguza el oido. Cuando llego al paseo interno llamado Adam Mickievicz ¿ “¡Ma ché cazzo é questo eroe¡”.?, perfilado entre una hilera de pinos, justamente al lado de la Academia de Francia, el ruido, milagrosamente, termina por desvanecerse. Hora de retornar a las desinencias verbales del aoristo griego, el tiempo más perfecto, al menos en mi opinión, que jamás haya alcanzado una gramática. Y con el aoristo, a los primeros siete versículos del capítulo 14 de los Hechos de los Apóstoles. Pablo y Bernabé en Licaonia.

Llevo subiendo la escalinata y adentrándome en el Pincio, vía Adam Mickievicz, quien quiere o quiera que fuera o fuese, desde hace tres años, al menos tres días por semana, infalible los miércoles, día de holganza académica por alguna antigua tradición eclesial decimonónica, bien implantada, dónde si no, en Roma. Resulta una forma rara de memorizar el griego de la Koiné, la “lengua franca” del imperio, también en Listra de Licaonia, de donde Pablo y Bernabé tuvieron que salir a la carrera, así como entre las élites patricias y senatoriales que imponían su dominio desde estas mismas colinas y foros. El Campo de Marte, el temible campamento de las invencibles legiones, a un tiro de piedra. Pero por alguna extraña razón, indescifrable (“Varones, ¿por qué hacéis esto?, nosotros también somos hombres semejantes a vosotros”), las palabras de Pablo en la lejana Anatolia, pero decapitado en el 67, a menos de dos kilómetros de aquí, parece que se memorizan mucho mejor sentado en un banco al lado del hidrocronómetro o recorriendo los espacios ajardinados de la elegantísima Villa Borghese.

Más hacia el interior del parque, en la bajada hasta el museo etrusco de Villa Giulia, la tranquilidad es absoluta (“que os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay”). Ni una sóla distracción para los deberes escolares si se evitan las miradas furtivas, quizá envidiosas, hacia las numerosas parejas que, aprovechando la temperatura al alza y los prados que ocasionalmente sirven de hipódromo para exhibiciones hípicas, retozan sobre el césped amalgamados en una extraña mezcolanza de amores, quizá prohibidos y, casi con toda seguridad, pecaminosos. Al menos, en este parque, otrora preciada posesión de cardenales y, para más inri a la sombra del Cupolone del Vaticano, claramente visible en la distancia. Aunque a igual distancia, de hecho una de las salidas del parque es por Vía Venetto, se podría uno topar con la Dolce Vita de Fellini, Anita Ekberg, Marcello y tantos neorrealistas y asimilados que han convertido la urbe en eterna. Aunque otros, por diversas y variadas razones, principalmente religiosas, no han dudado en equipararla, ahí es nada, con la Gran Ramera del Apocalipsis.  Un largo trecho desde lo de Caput Mundi. Efectivamente, todos los caminos, los de la perdición y los de la salvación llevan a Roma.

En cualquier caso, no hay otro lugar en el mundo, donde lo mejor de lo terreno y lo peor de lo celestial se haya concentrado en tan reducido espacio. Ni con tanta intensidad. En cada piazza, en cada via, en cada callejón, en cada esquina, santos y demonios, no necesariamente categorizados por su formación moral o honorabilidad eclesiástica. "Dios nos ha dado el pontificado. Gocémoslo", declaró León X, dueño de un elefante manso y vendedor de muebles, joyas y vajillas del Vaticano al mejor postor. Parece pues inevitable que este intenso revuelto de lo más sagrado y lo más profano, produzca entre los propios romanos los fieles más fervorosos y los anticlericales más recalcitrantes. No es casualidad que la primera inscripción en italiano vernáculo se encuentre en Roma y rece (disculpas por el juego de palabras): “Hijo de puta”. Referido, claro está, al clero.

Desgraciadamente, los domingos por la tarde, la práctica de la memorización del griego común del imperio en tiempos de Augusto me resulta imposible. Aunque es el único momento donde la terraza del Pincio y el atajo que desciende a la Piazza del Popolo se vacía de turistas, los cambios de huéspedes semanales en los hoteles se suelen producir el Día del Señor, numerosas familias romanas suben desde el ruidoso asfalto a estas alturas para pasear con la prole, patinar, andar en bicicleta o, simplemente, pegar la oreja al transistor para seguir, emocionadamente, las vicisitudes del partido de la Lazio. Así que no es raro, la curiosa estampa de dos hombres hechos y derechos –ambos alisándose el cuello de la camisa-, uno con la radio en la mano, a la altura del hombro, el otro inclinando la cabeza hacia el aparato para mejor escuchar si Maradona, ahora en el Napoli, ha batido o no a Massimo Cacciatori, el guardameta local. Algo previsible, dado que este año acabarán penúltimos con 15 miserables puntos.

Parece evidente que con tanto tifosi merodeando por entre los bustos de los artístas clásicos que salpican las alamedas del parque no podré concentrarme en memorizar lo de “κα λέγοντες· νδρες, τί τατα ποιετε; κα μες μοιοπαθες σμεν μν νθρωποι, etc”. así que mejor aprovechar esta hora mágica de la tarde, del “tramonto”, como dicen ellos. Comienza a iluminarse la interminable hilera de escaparates de Vía del Corso y, un poco más lejos, un halo (literalmente) amarillento resplandece sobre la cúpula de Miguel Ángel, al otro lado del Tíber. Con un insignificante desvío, me acerco, por enésima vez, a uno de mis sitios preferidos en la ciudad: San Luigi dei Francesi, al lado de la plaza Navonna, antes de que el sacristán -con quien ya he tenido que negociar en dos ocasiones previas para que flexibilizara un par de minutos su riguroso horario- me de con la puerta en las narices a las siete en punto. Llego a tiempo, tras acelerar el paso por via della Scrofa.

La iglesia en sí, al menos en Roma, no es una cosa del otro mundo, hay otras 262 entre las que elegir, aunque no le faltan un puñado de valiosas notas artísticas del barroco tardío. Aunque a mí, lo que me interesa, única y exclusivamente, es una pintura situada en la primera capilla lateral de la izquierda. Cada cual tiene sus imágenes favoritas, la mía, indescriptible, por extraordinaria, una obsesión casi fetichista, es ésta: “La vocación de San Mateo” del pendenciero Caravaggio.

Hace muchos años, cuando por primera vez la contemplé, tras una excursión de once días en autocar -entonces no había viajes low cost, ni cruceros por el Mediterráneo, como viaje fin de curso- tras finalizar la reválida de sexto, ya me resultó apabullante. Estremecedora. Cierto que tenía dieciséis años y cierto que mi profesor de Historia de Arte y Cultura, además de tifoso empedernido de Karl Hauser, era un forofo del pintor milanés. Algo que, tengo cierta intuición, en el caso de Michelangelo Merissi de Caravaggio, pintor casi exclusivo de santos y mártires, parece contradecirse (o no). ¿Cómo era aquello de que “los fenómenos artísticos viven en estrecha relación con su contexto histórico y social, producto de los fenómenos socioeconómicos”?

Pero desde entonces y, aún hoy, si tuviera que ir a una isla y me dejaran llevar un cuadro, éste, sin ningún género de dudas, sería el mío. Aparte del exquisito detalle de los refinados ropajes, de la curiosa ventana opaca, de la misteriosa luz que atraviesa la escena, del dedo del Maestro, aparentemente, sólo aparentemente, señalando a Mateo, el mismo evangelista sorprendido, señalándose a sí mismo, o quizás no, de Levi el cambista y tasador de impuestos, a lo suyo, a sus monedas, lo que entonces y ahora me sigue llamando la atención, es la expresión del joven, casi en el centro geométrico de la composición, acaso el protagonista ignorado de la misma, cara de entre sorprendido, ignorado y aludido. Como echando de menos que el dedo no le hubiera señalado a él, pero, por otra parte, satisfecho de que no lo haya hecho. Acaba de evitar, quizá por su excesiva juventud, que alguien le haya llamado a desempeñar tareas más importantes que la de mero espectador. Y sin embargo…

Parece que está a punto de decirle, inquieto, al mismo Jesús: “¿Y yo qué?”. O acaso, para sus adentros esté pensando: “Esto no va conmigo. Menos mal”. El momento exacto en que puede asumir una responsabilidad inalienable de por vida o, con comodidad, dejarse llevar por lo que ocurra a su alrededor. Seguir el curso de los acontecimientos. Sin más. Sin compromiso. Lo que la vida le acarree. Tantas veces en la otra vida, me sentí plenamente reconocido en su mirada a veces inquisitiva, a veces relajada, otras sorprendida. A medias entre la certeza de la esperanza y la inconsistencia de la duda. La misma que ahora hace que, una vez más, en esta tarde romana, me encuentre otra vez contemplándolo absorto. ¿Y yo qué?

El último segundo, de la última moneda, del último visitante toca a su fin. Se apagan las luces. El rostro, después de todo, inescrutable del joven pintado por Caravaggio se funde con la penumbra. Afuera redobla el ensordecedor ajetreo de mercaderes, camareros, saltimbanquis, cantautores y turistas de la vecina Piazza Navona.

lunes, 8 de octubre de 2012

La fragua de la escuela


Al señor Agapito, aparte de magnífica persona, le concebíamos la chiquillería de la vecina escuela como un mago, un mago no como los de la incipiente televisión en blanco y negro, en donde por más que observáramos no alcanzábamos a adivinar los trucos de “Barbaché y el hombre foca”, sino como un prestidigitador que nos permitia visualizar con toda transparencia y nitidez, en plena luz del día, su magia con la garlopa y las bigornias. Como la escuela mixta daba, como  si dijéramos, puerta con puerta con la fragua, resultaba inevitable que día tras día nos acercáramos a ver “lo que pasaba” alrededor del yunque y del fuelle. Con toda seguridad éramos una molestia para el oficio, a medias carpintero, a medias herrero, del señor Agapito. Sin mencionar la flagrante infracción a todas las normas de seguridad laboral  –aunque en aquella época tal concepto era absolutamente inexistente- cada vez que media docena de los alumnos de Don Tino, el único maestro de la escuela, merodeábamos por la vecindad. Es decir, todos los días.

Pero el señor Agapito nunca se enfurruñaba, a diferencia de algunos otros viejos cascarrabias de la aldea, nunca salía una palabra más fuerte de la otra de su boca, ni nos espantaba como hacían otros adultos con palabras malsonantes o a voz en grito cuando curioseábamos en sus labores de trilla o de albañilería. Si acaso, cuando alguno de nosotros, acuciados por la curiosidad, nos inclinábamos desmesuradamente sobre el chisporroteo que surgía del carbón atizado por el fuelle, nos instaba a apartarnos ligeramente: “Pablito, tira p’atrás, no sea que te chamusques el hocico”. Lo que más llamaba nuestra atención era ver como el extremo del hierro, que sostenía con una inmensa tenaza, y metía en el rescoldo del carbón enrojecido, iba cambiando del tornasolado inicial a un rojo tan intenso que, ante nuestros ojos atónitos, nos parecía que de un momento a otro se iba a derretir y fundir con el propio carbón.

Pero esto nunca ocurría, en un momento determinado, cuya exactitud sólo el señor Agapito conocía (“lo va a sacar, lo va sacar”, nos decíamos en un susurro los niños, sin que nunca acertáramos) dejaba de agitar el fuelle con la mano izquierda y, sin pestañear, a la vez que agarraba con la derecha un martillo con el mango de roble ennegrecido, retomaba la tenaza y el hierro ardiente con la serenidad que le daba la experiencia y el peritaje de su oficio, aunque con cierta premura, hasta colocarlo con firmeza encima de una de las orejas del yunque. Ni un solo martillazo se le escapaba. En una decena de golpes, moldeaba, en una ligera curva, la extremidad del hierro hasta adaptarlo a la forma que requería.

A veces era tomar la forma de un sencillo enganche para las caballerías, en ocasiones la faena se complicaba, como cuando tenía que crear la circunferencia completa, a modo de llanta metálica, de la rueda de los carros. A medida que el hierro se enfriaba en el yunque, un par de minutos, y los martillazos parecían tener un efecto menor, nuestra atención se disgregaba por la infinidad de cachivaches y extrañas herramientas que la fragua atesoraba. Algunas parecía que nunca eran utilizadas, ocupaban siempre el mismo espacio polvoriento en las repisas, o se amontonaban en el sólido tablero de roble, las planchas ligeramente desiguales, que conformaba la mesa que usaba para las labores de carpintería.

Llegaba entonces el momento más emocionante. Una vez conseguida la curvatura deseada, a veces tenía que repetir la operación de calentado del hierro y golpeo en el yunque hasta media docena de veces, siempre con la poderosa tenaza en la mano, se dirigía a una esquina de la fragua. Allí en un recipiente de piedra, similar a una pequeña bañera, colmado de agua irisada por grasas y aceites previos, introducía la punta de hierro. El ruidoso fragor del agua al envolver el hierro, ahora apenas rojo, pero ciertamente quemando, hacía saltar, durante unos misteriosos instantes,  aparatosas burbujas sobre la superficie, tan rápidas en aparecer como en desintegrarse. Nosotros mirábamos boquiabiertos aquel pequeño misterio de las leyes de la termodinánmica, con mucho más interés que las explicaciones de Don Tino sobre las argucias que tenía el Guadiana para desaparecer –y reaparecer- en las lagunas de Ruidera, provincia de Ciudad Real (y Albacete).

Nosotros, éramos meros, generalmente silenciosos, observadores infantiles. A veces, en invierno cuando la helada apretaba fuera, pegados lo más posible a la pequeña montaña de carbón de piedra que, incluso aunque no estuviera moldeando, el señor Agapito siempre tenía caldeada. Nos parecía, de alguna manera, el fuego eterno de la aldea, que nosotros equiparábamos a alguna leyenda que Don Tino, en las raras ocasiones que dejaba al margen la Enciclopedia Álvarez de Segundo Grado, se perdía en los vericuetos de alguna epopeya griega. A partir de mayo, ya casi coincidiendo con los días más largos y la aplastante calorina de los primeros días de junio, mirábamos desde fuera, desde detrás de las ventanas de madera que el señor Agapito pintaba de verde en septiembre, aprovechando los resquicios, permanentemente rotos, de los cuadraditos de cristal rotos por las esquinas.

En ocasiones muy contadas, cuando las personas mayores no rondaban por allí, accedía, como siempre, de buenta talante, a que colaboráramos en la única tarea que nos era permitida y que realizábamos con unción y solemnidad, casi la misma que empleábamos en tocar las campanillas (nosotros las denominábamos esquilas, por asimilación a las que portaban las ovejas), en nuestro desempeño de monaguillos, durante la consagración en la misa.

El fuelle que alimentaba la fragua colgaba de un soporte de madera, engarzado al techo, como a un metro y medio de altura. Para moverlo no se necesitaba una fuerza extraordinaria, bastaba tirar de una soga, que ni qué decir tiene, estaba ennegrecida por el polvillo de carbón. Así que nos resultaba de lo más curioso cuando el señor Agapito, antes de decirnos a que altura teníamos que coger la soga y de marcarnos el ritmo con el que teníamos que tirar de ella, se limpiaba con extrema precaución las manos, que habían estado echando más carbón en la hornacha, en una especie de delantal (nosotros lo denominábamos mandil) que, hecho de hule casi rígido, siempre mantenía su aspecto tieso y firme, aunque también ennegrecido, sobre el pecho del herrero-carpintero.

La fragua, aparte de carpintería, cumplía las funciones de ágora en las horas laborables del día, sobre todo cuando los agricultores, la práctica totalidad de las personas mayores lo eran, andaban escasos de labores en el campo. A media mañana, en un rito similar que se repetía tras la siesta, se congregaba una buena parte de los adultos para discutir, entre múltiples asuntos, sobre si convenía empezar ya la sementera, si la China era lo mismo que el Japón o sobre si la llegada del hombre a la luna era una mentira de los americanos. Eso sí, era un club reservado en exclusiva a los hombres. Si aparecía alguna mujer era para echar la regañina al marido, que distraído con las múltiples conversaciones, había olvidado tirar la paja en la tinada.

Los corrillos en la plaza de la iglesia estaban reservados para los domingos, los puntuales de las mujeres se celebraban delante del pescatero o la camioneta de ultramarinos que venía los jueves por la tarde de Herrera, pero allí en los ásperos bancos de roble, uno a cada lado de la puerta del taller, las conversaciones y debates eran interminables, hasta se prolongaban durante días. Cuando alguien se marchaba, otro paisano aparecía para discutir de los arreboles de la puesta del sol, o del cerco de la luna, anunciando lluvia, en la última noche. No había asunto en la aldea, de los reservados a los hombres, que no se discutiera allí. Menos dados a la temática sentimental, a diferencia de las mujeres, raramente discutían de la enfermedad que padecía la señora Engracia o de si la herencia de don Domitilo sería distribuida igualmente entre todos los hijos, incluido el que de joven había emigrado (¿huido?) a Barcelona. La fragua y las discusiones a su alrededor, como el anuncio del brandy, eran sólo cosa de hombres.

Cosa rara también, muy dados en general, especialmente algunos agoreros y sabihondos a disertar de todo, habilidosos para dictar lecciones sobre cualquier cosa a sus paisanos, fueran albañiles (“Indalecio, la plomada no está derecha”, decían al Indalecio que llevaba la friolera de 35 años colocando tiesa la plomada), zapateros remendones y, por supuesto, a otros labradores, incluso al cura (aunque a hurtadillas), sin embargo, nunca osaban levantar la voz, ni emitir la mínima recomendación sobre la forma de trabajar del propio señor Agapito. Fuera por respeto o admiración, ni siquiera el molinero, el señor Honorino, aficionado a dar consejos a diestro y siniestro era capaz de decirle. “Agapito, Agapito, que tienes que quitar más la rebaba con el garlopín”.
Así que mientras unos y otros, los veteranos y los recién llegados, comentaban si binar con la grada era conveniente al llegar las primeras lluvias otoñales, Agapito, el señor Agapito, iba y venía entre sus tareas, sin apenas entrometerse en las conversaciones que a la puerta de su fragua no cesaban. Tan pronto ajustando la maza del carro del señor Maurino, como reponiendo la reja del arado de Urcisinio, el alguacil. “Ya me lo pagarás, ya me lo pagarás”, decía el herrero cuando el alguacil, cuyos emolumentos eran abonados por la alcaldía en especies, comentaba avergonzado –lo cual era absolutamente cierto- que del “parné” no había nada que hacer después de San Andrés. Cuando el ayuntamiento le entregaba los cuartos de cebada tardía por anunciar edictos y repicar a difuntos.

Además de la admiración, emanada de las entrañas de la fragua, nuestro vecino el herrero, tenía una posesión que nos resultaba, incluso más atractiva que el trajín que observábamos cada día durante el recreo. En una pequeña errén, vecina a su casa, protegida por una tapia semicaída, crecía el regaliz de forma natural. Algo que para nosotros significaba un manjar delicioso. Además, a diferencia del puñado de cacahuetes en el bar o las golosinas el día de la fiesta, no nos costaba una perra. Bastaba con pedirle al señor Agapito permiso para acceder tras la tapia de adobe a medias derruida. Así que cuando nos aburríamos de observar su monótono achaflanado para ensamblar las puertas de madera de un corral, o lijar los extremos de la viga de un carro, tareas que parecían durar días enteros, le suplicábamos que nos dejara ir a extraer el regaliz, literalmente, pues las raices estaban entrelazadas con los cantos que soportaban la tapia del diminuto terreno. “Id, hijos, id, pero tened cuidado”.

En algún momento, poco antes de que me enviaran al internado, quizá porque intuía que a la profesión de herrero se asociaba indefectiblemente la posesión de un campo de regaliz, quizá  porque algunas noches me dormía iluminado por las chispas que la fragua crepitaba, hice el firme propósito de convertirme en herrero cuando fuera mayor. Como el señor Agapito, que en gloria esté.