Tengo una enorme debilidad por todo lo que tenga que
ver con el mundo judío, tanto el israelí como el israelita. Algo menos por el
israelí si se puede decir sin herir sensibilidades políticas. Aunque reconozco
que he pasado por diversas etapas en este último apartado. Incluso de
admiración por lo de Entebbe, la Guerra de los Seis Días, Yom Kippur y otras
hazañas bélicas.
Curiosamente, aquella fase pasó a mejor vida tras dos
años en Jerusalén, pese a tener muy buenos amigos y compañeros de estudios
judíos. Fue durante la primera intifada y mis profesores, alguno de ellos de
linaje judío, eran, en su inmensa mayoría pro palestinos.
No tanto porque residiéramos en los arrabales de la
parte árabe de la ciudad, que también, sino porque algunos de ellos, después de
haber pasado por tres guerras, tras cada una de las cuales vieron disminuir los
territorios árabes a marchas forzadas, y administraciones varias: desde el
mandato británico, el Gobierno jordano y, finalmente, la Jerusalén ocupada,
habían sufrido en sus propias carnes las restricciones, órdenes y,
ocasionalmente, abusos de la autoridad al mando, en este caso la israelí.
Entrar en el avispero de esta discusión sería un
debate interminable y, posiblemente, fútil. Ya he mantenido unos cuantos con
los de un bando y los del otro. Imposible encontrar un punto de encuentro, ni
siquiera en medio de las fiestas, donde todos revueltos, celebrábamos el fin de
un viaje arqueológico o la despedida de un colega que había tenido un “cum
laude” en una oscura tesis sobre algún versículo del profeta Oseas.
También, más tarde, en Japón donde una pareja, Zippy 'and husband', me
apostaría mil siclos de plata a que eran del Mossad, hicimos muy buenas migas.
Siempre nos preguntábamos qué es lo que hacían en Extremo Oriente, tan lejos de
intifadas y resoluciones inútiles de la ONU. Bromeábamos que se dedicaban a
vender Uzis a los japos. Ellos sonreían, pero ni sabían, ni respondían. He
intentado buscarlos por las redes sociales, pero si su estancia en Tokio era
una tapadera para camuflar alguna misión peligrosa, seguro que sus nombres no
eran falsos. Aunque conservo fotos, acaso algún día me dé de bruces con ellos
en algún noticiero. Pero de política hablamos en otra ocasión.
Si yo fuera a Paris y no visitara la Pâtisserie
Murciano es como si fuera a Roma y no visitara el Coliseo. Así que no hay vez
que vaya y que no me pase a dar buen recaudo de una bandejita de pasteles
enmielados, pegajosos, tan dulzones como para matar a un diabético de un solo
bocado. Para mí, poco experto en las golosinas mediorientales, que son muy
parecidos, cuando no idénticos, a los que venden los palestinos en el
mercadillo de la Puerta de Damasco, en la Ciudad Santa. No hay viaje a la
Ciudad de la Luz que no termine en el dulce Marais de pobladas kippas.
Por Murciano parece no pasar el tiempo, al menos,
que yo recuerde, desde el año 1986. La marquesina de azul intenso, la menorah
en el mismo sitio del escaparate, las guedejas del judío ortodoxo que despacha
con el tirabuzón a la misma altura de las orejas, las jóvenes -no sé si son
madres o adolescentes, o ambas cosas a la vez- que se turnan sacando los dulces
del obrador siempre la cabeza cubierta con el mismo pañuelo de colores apagados.
Escrutando, con aire de desconfianza, a los nuevos clientes. Como yo, que
aparezco de cada dos o tres meses y por lo tanto no soy de los que compra los “strudel”
cada víspera de Sabbat.
Pero lo entiendo. Justamente enfrente, atravesando
la calle, en agosto de 1982 un comando terrorista palestino mató a seis
clientes del restaurante judío Goldeberg. Han pasado muchos años, sí, pero los
recovecos de servicios secretos, grupos terroristas, acuerdos bajo mano,
incluso hasta el mismo Hafed-el-Assad, dicen algunos que estuvo por medio, es
como para no inspirar confianza alguna a uno sólo de estos habitantes venidos
de Rusia y Medio Oriente, a partir del siglo XIX.
El encargado, el de las guedejas y la kippa, me dice
que no soy el primero que pregunta por el curioso nombre del establecimiento.
No tiene del todo claro cómo llegaron sus antepasados a la parisina rue des
Rosiers. Aunque sí que sabe que lo hicieron tras un largo periplo por Marruecos
y Oriente Medio. “Mi padre habla español”, dice. Me quedo con las ganas de
saber si es el estandarizado de la tele actual o el del siglo XV. El Sabbat
comenzará en apenas una hora y el buen hombre, con una clientela apresurada que
hace fila hasta la calle, no tiene tiempo para las genealogías.
Así que retomo la historia en la Baja Edad Media.
Historia increíblemente atractiva. Desde siempre me ha intrigado la capacidad
identitaria, sobre todo la cultural y religiosa, que ha hecho posible que,
errantes, perseguidos, casi aniquilados en tantas partes de Europa, los judíos
hayan sido capaces de mantener su lengua, sus costumbres, sus tradiciones. Su
fe. La misma historia de los judíos en el Reino de Murcia es extraordinaria,
capaces de sobreponerse a todas las dificultades y persecuciones en esta
tierra, durante tantos años frontera con el reino nazarí. Hasta el cataclismo
de 1492, donde es fácil suponer que tuvo su origen la saga que terminó en el
Marais de París.
¡Cuánta trashumancia! Desde la vega del Segura,
quizá incluso para ser más precisos, desde la Puerta de Orihuela, en Santa
Eulalia -al ladico de donde está mi oficina de modesto funcionario- donde se asentaba la judería, por el norte de África, quizá Egipto o
alguna de las posesiones del antiguo imperio británico para, en un círculo de
peregrinación casi perfecto, alrededor del viejo Mediterráneo, retornar a la
vieja Europa. Yo fantaseo con que antes que pasteleros, los antepasados del
Murciano fueron, muchos judíos de la época destacaron en este oficio,
alfaqueques, esto es, redentores de cautivos, para intermediar en el
intercambio de prisioneros entre cristianos y moros.
O quizá trujamanes, o sea, traductores, como
expertos conocedores de la cultura de sus futuros enemigos íntimos, los
musulmanes. Haym Muddar era el intérprete, podríamos decir jurado, del Concejo
de Murcia que escribía la correspondencia que se enviaba a los predecesores de
Boabdil en la Alhambra. Otro, Luis de Torres, ya converso, por obligación o
devoción, formó parte, como traductor, de la tripulación del primer viaje de
Colón. Estoy convencido de que el nomadismo, por iniciativa propia o fruto del
odio racial y el antisemitismo, es un gen integral del mundo judío, navega por
sus venas.
Si el mismo padre fundador, Abrahán, inició la
diáspora tiene sentido que sus descendientes nunca se detuvieran. En lugar de
quedarse tranquilo en Ur de los Caldeos. “Entonces hablarás y dirás delante de Jehová
tu Dios: Un arameo a punto de perecer fue mi padre, el cual descendió a Egipto
y habitó allí con pocos hombres, y allí creció y llegó a ser una nación grande,
fuerte y numerosa”, (Deut 26,5).
En la tan larga como penosa errancia de los
antepasados del Murciano, la vuelta al Mare Nostrum para terminar casi en el
mismo sitio no parece una peripecia desmesurada, al menos no en términos de la
larga y triste historia de sus congéneres. Por eso, cada vez que salgo del
metro en la plaza del ayuntamiento parisino, la boca más cercana a tantas
delicias del cosmopolitismo errante de los judíos, tengo el santo temor de que los
descendientes del Murciano hayan bajado la persiana y se encuentre otra vez en
los caminos de un nuevo destino donde aposentarse. Aunque sea por unos pocos
años.
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