domingo, 29 de octubre de 2017

EL CARDENAL DE MANILA***

A mediados de los sesenta, que muy de ciento en viento, apareciera el obispo por el pueblo, constituía un evento de primera magnitud. Banderitas de papel con los colores patrios, repique de campanas, recepción por todo lo alto en los viejos soportales del ayuntamiento. Tras la santa misa, por supuesto. Lo hacía muy, pero que muy ocasionalmente, cuando tenía que confirmar a los chavales, antes de que abandonaran la escuela y terminaran ayudando a sus padres en el campo. Y ya se sabe, de modosos alumnos en la escuela mixta, bastaba que comenzaran a empuñar la esteva del arado para que empezaran a jurar por todos los santos de la corte celestial. Y jurar, lo que se dice jurar, hay pocos sitios que se blasfeme tanto y con tanto ardor como las aldeas castellanas.

Ya llegará Pascua Florida para que todos los pecados contra el Segundo Mandamiento te sean perdonados en un abrir y cerrar de ojos. Así que el obispo aprovechaba que a los escolares de varios pueblos les empezaban a salir sarpullidos en la cara, y en otros sitios, para juntarles y darles, por así decirlo, la última catequesis ritual, como si fuera la extremaunción del fin de la adolescencia. Que, aunque no cundiera mucho efecto, al menos, les dejaba limpios del polvo y paja sacramental para cuando llegaran los esponsales.

La otra única autoridad que solía aparecer por el pueblo era el Inspector del Ministerio de Educación. Quizá con algo más de frecuencia, aunque como su ámbito quedaba limitado al escolar, fuera de las madres -los padres no solían preocuparse por estos menesteres- apenas nadie en el pueblo se percataba que había pasado el examen de geografía. “¿Cuál es el pico más alto de Europa?” me preguntó a mí, el penúltimo en la hilera de chiguitos (y chiguitas, claro) de la escuela mixta.

Por lo tanto, el que un día apareciera en un “haiga” su excelencia el cardenal de Manila, con su solideo carmesí, resplandeciente por encima de sus cejas achinadas y sus mejillas rechonchas, recubierto con una sotana con los botones rojos y un resplandeciente fajín a juego, causó verdadera sensación.  De su cuello pendía, refulgente, una pesada cruz dorada. Por no hablar del anillo pastoral que casi tapaba dos dedos de su mano derecha. Ni los más viejos del lugar, quizá años ha, cuando vino el Gobernador Civil, recordaban una vista tan egregia. Ni que decir tiene, que el porte del cardenal era mucho más solemne, aunque sólo fuera por los ampulosos y pausados andares a la hora de caminar.

Es cierto que apenas pasó un día con su noche. Pero, quizá si entonces hubiera habido un alcalde con horizonte de miras, atento a las modas turísticas que comenzaban a despertar en la costa, bien que aquí estábamos en el corazón de los páramos y valles del norte de la provincia, hubiera solicitado una subvención a la Diputación. Con ella, habría preservado la cama con el elaborado cabecero de nogal y el colchón de borra de oveja merinas, que seguramente le causó no pocos picores, como hitos de una atractiva ruta turística. Incluso una placa: “Aquí durmió el Cardenal de Manila en fecha tal y tal, siendo alcalde tal y tal”.

Sin embargo, nada de eso sucedió. Tal como vino se marchó ¿Tal como vino se marchó? Para nada. Por muy cardenal que fuera, por muy dignatario de la Santa Madre Iglesia, el ampuloso cardenal estaba obligado a hacer sus necesidades como todo hijo de vecino. En el corral. Si tenía suerte, disculpas por los detalels escatológicos, no habría gallinas alrededor y no tendría que espantarlas mientras, como se solía decir, “tiraba los pantalones”. No te digo nada del enredo con la sotana.

Pero hete aquí que el P. Agapio Salvador, de fausta memoria, de la familia de los Salvadores, había sido confitero antes que fraile. Al menos su padre, el señor Honorato había regentado, en aquellos tiempos de penuria de la postguerra, el obrador, innecesario decirlo, la única confitería del pueblo. Todo un lujo, en tiempos del estraperlo de harina y azúcar. Fuere como fuese, se las arregló para que tres hermanos y, si mal no recuerdo, una hermana, se sintieran atraídos por la vocación religiosa. En concreto la dominicana.

El pequeño, Félix, estuvo durante muchos años en el Tonkín o la China y terminó dando clase de latín en el internado de Valladolid. Emiliano, el de en medio, desarrolló una destacada carrera eclesiástica entre las procelosas jerarquías del Vaticano y sus alambicados tribunales eclesiásticos. El P. Agapio, de carácter afable, con excelente sentido del humor, tan aficionado a contar chistes como a pescar cangrejos a retel, pasó la mayor parte de su vida en la lejana Manila, en la Universidad de Santo Tomás, una de las instituciones académicas más importantes, si no la más, de la iglesia católica en Oriente.

Fue allí donde trabó amistad con el cardenal, uno de los primeros dignatarios locales -bien que fuera de origen chino- elevado a la gloria del purpurado. El P. Agapio era muy dado a loar los pacíficos remansos de las choperas nativas, a descripciones épicas sobre los susurrantes robledales del monte las tardes de cierzo o la innegable aspereza de los barbechos de Campoloncillo. Residía a 14.000 kilómetros de distancia, pero la aldea estaba omnipresente en su corazón y en su mente.

En estas que el cardenal tuvo que desplazarse a Roma para uno de sus negociados eclesiales. Como era verano, coincidió, venía cada tres años, cuando ya empezaban a ser comunes los aviones a reacción, con las vacaciones estivales del buen P. Agapio. Así que, de tanto hablar del pueblo, de las casas de adobe, de la sonoridad en el volteo de las campanas en los domingos y fiestas de guardar, al cardenal le entraron unas enormes ganas de visitar el villorrio.

Llegar hasta Madrid no era demasiado complicado. Desplazarse hasta el norte de la meseta castellana era otro cantar. Pero un purpurado, en la España de los sesenta, no se iba a parar porque no hubiera autovías y las carreteras ni siquiera estuvieran asfaltadas. En lo que seguro que fue una pequeña epopeya viajera -no conviene exagerar, en aquellos tiempos el interior de Filipinas era aún más rústico que la Valdavia- allí que se presentó el cardenal. Tanto le había hablado el P. Agapio de la torre de la iglesia, que desde la curva de Villaeles ya le resulto fácil adivinar que Renedo se divisaba en la distancia, apenas a cuatro kilómetros, con el magnífico telón de fondo de las estribaciones de los Picos de Europa.

Lírica y nostalgia aparte, como ya dije, el P. Agapio había tenido que pensar en las necesidades más elementales. La comida no era ningún problema. Su hermana, la señora Davídica, estaba acostumbrada a cocinar para los hermanos frailes; durante el paseo hasta el río Negro, por la cañada, nadie le iba a quitar al cardenal el polvo del sendero; del lecho ya hemos hablado. Pero ¿dónde hacer sus necesidades? Desde luego no en la cuadra como todo hijo de vecino. Para eso era todo un cardenal.

El P. Agapio había pensado en todo. En un receso de lo que en su momento había servido de cuadra para los animales de su padre confitero, se las había arreglado para que el albañil del pueblo vecino montara una taza de wáter. Absoluta novedad en la aldea y, con toda certeza, en muchos kilómetros a la redonda. Acompañada de un pequeño lavabo (la ducha ya hubiera sido demasiada sofisticación). Que al hacer de cuerpo las santas inmundicias terminaran en un pozo negro era un problema menor. Total ¿cuántas veces iba a necesitar el cardenal acudir al excusado? Y después ya nadie más volvería a usarlo. Dicho sea de paso, las gallinas algunas veces resultan más eficaces.

Y así fue como el cardenal de Manila, que yo sepa el primer y único cardenal que ha puesto los pies en el pueblo, disfrutó de las austeras y mínimas comodidades del cuarto de baño (o algo parecido) en la villa de Renedo. ¡El primero! Hasta al menos una década después, en 1975, el agua corriente no llegó desde las fuentes de Ambuena al pueblo.


Las limitadas comodidades no fueron obstáculo para que su Eminentísima disfrutara de su asueto en la meseta castellana y el primer edil tuviera la oportunidad, desaprovechada, como ya sabemos, de haber colocado una placa: “Aquí pasó pasó una noche y un día su Eminencia el cardenal de Manila”.  Sin entrar en detalles, por supuesto, de los primeros elementos de modernidad llegados al pueblo. Por mor del cardenal de Manila.

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*** Basado en hechos reales