Ya lo decían los moralistas clásicos: la ociosidad
es la madre de todos los vicios. En realidad, no se trata de ociosidad puesto
que a nivel de trabajo me parece haber echado tantas horas que, si me aplicara
eso del control horario de manera oficial, pasando mi tarjeta por el reloj de
entrada virtual de la oficina, debo de ir, como ese reloj del mundo donde la
humanidad está a unos minutos de la catástrofe climática de media noche, por
falta de alimentos o de ozono, tanto da, por el puente de la Constitución.
Exagero, pero no tanto como parece.
Así que los vicios actuales no proceden tanto de
estar mirando a babia, cuanto que el espacio, con esta reclusión interminable,
va del despacho al salón, de ahí a la cocina y vuelta para atrás. Esto
significa que, en cualquier intermedio de las tareas laborales, me puedo echar
al gaznate una cerveza, tomarme unas patatas fritas, incluso freírme un huevo
para almorzar. Lujos que, por diferentes razones logísticas, no me permito en
los días laborables.
Mucho más disciplinado con los picoteos, las
degustaciones de té japones o con las urgencias presenciales mucho más urgentes
que las que llegan por correo electrónico o whatsapp. Si el colega, o la
colega, quien pide o de quien se requiere no asoma la cabeza por encima del
ordenador, los apresuramientos son más llevaderos.
Así que, una vez acabada la enésima reordenación de objetos
mayores en mi despacho, fotos enmarcadas, artesanía popular de los viajes de
antaño, cerámicas de escaso valor y con pocas cosas desechables que arrojar a
la basura, al menos por esta vez, me pongo a ordenar papeles que se han ido
amontonando, eso sí, bien escondidos en archivadores que creía tener ordenados.
Soy del género ordenado, pero sin extralimitarme. Algo que con frecuencia me ha
ocasionado algún disgusto burocrático, pues el papelito oficial que creía tener
en determinada carpeta resulta que esta en otra o, simplemente, no está.
Así que cuando busco el formulario 650 de la Junta
de Castilla y León, como testimonio de que he cumplido con mi deber de heredero,
pagando las correspondientes tasas, ahora se llama autoliquidación, de transmisión
de bienes, principalmente unos terruños inhóspitos que como mucho sólo pueden
acoger centeno en el mejor de los casos, y no lo encuentro, me desespero.
Vuelvo y revuelvo un archivador tras otro. Siempre lo digo, nada está extraviado,
simplemente no se encuentra algo que no ha sido colocado en el lugar que le correspondía.
Finalmente, mal colocado, aparece el susodicho
impreso en un carpetoncio de la PAC, que no es exactamente, salvo por afinidad,
el lugar donde debería haber estado. Pero como estos papelorrios sólo los toco
yo, no puedo echar la culpa a nadie de la familia. Objetivo mucho más sencillo
de cumplir cuando no encuentro la sartén de hacer tortillas en el cajón de la
cocina donde debería estar perfectamente alineada.
El extraviar los documentos puede propiciar que se
encuentren otros que sí que están en el sitio adecuado, pero de cuya memoria no
tenía ni la más remota idea. Y acabo de toparme con uno que creía perdido en el
último viaje para terminar de arreglar los laberínticos cumplimientos a
realizar con registros, notarías, bajas de propiedades, altas de otras, etc. etc.
Ya se lo dije al funcionario que me preguntó cuando
lo pasó por el matasellos electrónico de la Cámara Agraria Ganadera Comarcal, o
algo así, (hasta hace poco ni sabía que existía). “Voy a enmarcarlo”, le dije
con ademán tan serio que el buen hombre no me entendía al principio. “Este certificado
que me acaba usted de firmar, que soy, oficial y formalmente agricultor”, le confirmé.
Sólo cuando bromeé que el papel difícilmente me serviría para algo, habitando a
700 kilómetros de mis modestas propiedades minifundistas, asumió que estaba de
chanza.
Lo que no entendió es que hablaba completamente en
serio. Cierto, el papel no me servirá para nada, salvo para alimentar una
mohosa estadística regional o comunitaria, pero ahora que lo tengo entre los
dedos, he decidido que no restará en la carpeta. Será puesto en un cuadro y
campará, como algunos otros objetos que he acarreado desde la casa familiar, en
la pared de mi despacho. Testimonio de una larga estirpe de labradores que, ya
con sesenta años largos, ha llegado a su término en este servidor. Incapaz ya
de tomar el relevo, salvo para sembrar unos surcos de ajos, aunque nominalmente
las autoridades me hayan declarado labrador.
En fin, un vínculo emocional con las herramientas
que he heredado de mi padre: una azada desgastada, una hoz con el filo mellado
y la piedra con la que afilaba la guadaña. Enmarcado el Modelo 1: Solicitud de alta
o baja en el registro de propiedades agrarias de Castilla y León doy por bien
empleados los minutos que, entre correo y correo, he gastado ordenando, como se
debe, mi devenir burocrático. Hora de tomarme una cerveza con unas patatitas
fritas.
Abro un cajón para buscar las almendras saldas y
héte aquí que me encuentro con las cosas más pintorescas que uno se puede
imaginar. Algunos amigos me han contado que han tenido experiencias paranormales
similares. Es cierto que todos hemos sido cortados por el mismo patrono
educacional. Llegamos al arte de cocinar, más bien entrados en años y por pura
necesidad.
Porque el único día que la cocinera de la casa
libraba no íbamos a morirnos de hambre en la comunidad religiosa donde
compartíamos todas las pegas del matrimonio, pero ninguno de sus gozos. Así que
un día con una tortilla francesa, otro con un par de huevos fritos, la curva de
aprendizaje no podía ser muy pindia.
O sea que la cocina no es exactamente mi reino y,
cuando de Pascuas a Ramos no queda otro remedio, me sorprendo de la cantidad de
variados utensilios, algunos de los cuales ignoro completamente para qué
sirven, que uno termina por encontrarse: desde un doble arco afilado para
cortar el perejil, hasta unas gafas parecidas a las de un buceador para evitar
que te lloren los ojos cuando picas cebolla, pasando por un instrumento que,
posiblemente, fue usado para torturar prisioneros en épocas más oscuras y que
ahora sólo sirve para destripar los corazones de las manzanas a la vez que se
les quita la piel. Y podría continuar.
Aunque quizá, dada la influencia gabacha en esos
dominios domésticos, sean herramientas imprescindibles para cocineras de tres
estrellas Michelin. A mí, desde luego, me resultan bastante más incomprensibles
que las categorías kantianas.
Ante el temor de deshacerme de algún utensilio, tan
necesario como sofisticado, para elaborar alguna exquisita receta gala, me ciño
a ordenar los botes de conservas que encuentro en otro de los aparadores. Como
llevamos una semana larga sin acudir al súper, hemos ido, parcialmente, tirando
de existencias, así que ahora lo que antes estaba más o menos escondido resulta
más visible.
Entre otras joyas de la gastronomía alimentaria encuentro
un bote de cristal (Salchichas cocidas tipo Bockwurst) que, como era de esperar
hace tiempo que pasaron la fecha de consumo preferente, una lata de albóndigas
de una marca local sin algo, supongo que sal, a las que difícilmente echará
alguien el diente en casa. Con el paso de los años, nos hemos vuelto más bien
herbívoros.
La verdad es que no me veo, de momento no estoy tan
desesperado por el encierro como para zamparme unas albóndigas enlatadas hace
un par de lustros. No es el momento más adecuado para acudir a urgencias con
una intoxicación alimentaria. Las cebollitas de Carrefour en un tarro achaparrado
de cristal, como que están un poco oxidadas. Quizá más por el tiempo
transcurrido que por la vinagreta que las envuelve.
Así que todo considerado, los seis gatos de mi hijo
se van a ofrecer un homenaje. Siempre tan hambrientos ellos, seguro que, aunque
los productos estén caducados se quedarán tan panchos tomando el sol al pié del
tronco de la higuera. No creo que coman cebollitas avinagradas.
En fin, ha sido un interludio extremadamente
productivo. Los gatos se darán un festín y cualquiera que entre en mi cueva,
como denomina mi hija al despacho, podrá comprobar por sus propios ojos, que me
acabo de convertir en un pequeño agricultor. En edad avanzada, pero agricultor,
al fin y al cabo. La banalidad, en ocasiones, también termina por ser
provechosa.
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