Al señor Agapito, aparte de magnífica
persona, le concebíamos la chiquillería de la vecina escuela como un mago, un
mago no como los de la incipiente televisión en blanco y negro, en donde por más
que observáramos no alcanzábamos a adivinar los trucos de “Barbaché y el hombre
foca”, sino como un prestidigitador que nos permitia visualizar con toda
transparencia y nitidez, en plena luz del día, su magia con la garlopa y las
bigornias. Como la escuela mixta daba, como si dijéramos, puerta con puerta con la fragua,
resultaba inevitable que día tras día nos acercáramos a ver “lo que pasaba”
alrededor del yunque y del fuelle. Con toda seguridad éramos una molestia para
el oficio, a medias carpintero, a medias herrero, del señor Agapito. Sin
mencionar la flagrante infracción a todas las normas de seguridad laboral –aunque en aquella época tal concepto era
absolutamente inexistente- cada vez que media docena de los alumnos de Don
Tino, el único maestro de la escuela, merodeábamos por la vecindad. Es decir,
todos los días.
Pero el señor Agapito nunca se
enfurruñaba, a diferencia de algunos otros viejos cascarrabias de la aldea,
nunca salía una palabra más fuerte de la otra de su boca, ni nos espantaba como
hacían otros adultos con palabras malsonantes o a voz en grito cuando
curioseábamos en sus labores de trilla o de albañilería. Si acaso, cuando
alguno de nosotros, acuciados por la curiosidad, nos inclinábamos
desmesuradamente sobre el chisporroteo que surgía del carbón atizado por el
fuelle, nos instaba a apartarnos ligeramente: “Pablito, tira p’atrás, no sea
que te chamusques el hocico”. Lo que más llamaba nuestra atención era ver como
el extremo del hierro, que sostenía con una inmensa tenaza, y metía en el
rescoldo del carbón enrojecido, iba cambiando del tornasolado inicial a un rojo
tan intenso que, ante nuestros ojos atónitos, nos parecía que de un momento a
otro se iba a derretir y fundir con el propio carbón.
Pero esto nunca ocurría, en un momento
determinado, cuya exactitud sólo el señor Agapito conocía (“lo va a sacar, lo
va sacar”, nos decíamos en un susurro los niños, sin que nunca acertáramos)
dejaba de agitar el fuelle con la mano izquierda y, sin pestañear, a la vez que
agarraba con la derecha un martillo con el mango de roble ennegrecido, retomaba
la tenaza y el hierro ardiente con la serenidad que le daba la experiencia y el
peritaje de su oficio, aunque con cierta premura, hasta colocarlo con firmeza encima
de una de las orejas del yunque. Ni un solo martillazo se le escapaba. En una
decena de golpes, moldeaba, en una ligera curva, la extremidad del hierro hasta
adaptarlo a la forma que requería.
A veces era tomar la forma de un
sencillo enganche para las caballerías, en ocasiones la faena se complicaba,
como cuando tenía que crear la circunferencia completa, a modo de llanta
metálica, de la rueda de los carros. A medida que el hierro se enfriaba en el
yunque, un par de minutos, y los martillazos parecían tener un efecto menor,
nuestra atención se disgregaba por la infinidad de cachivaches y extrañas
herramientas que la fragua atesoraba. Algunas parecía que nunca eran
utilizadas, ocupaban siempre el mismo espacio polvoriento en las repisas, o se
amontonaban en el sólido tablero de roble, las planchas ligeramente desiguales,
que conformaba la mesa que usaba para las labores de carpintería.
Llegaba entonces el momento más
emocionante. Una vez conseguida la curvatura deseada, a veces tenía que repetir
la operación de calentado del hierro y golpeo en el yunque hasta media docena
de veces, siempre con la poderosa tenaza en la mano, se dirigía a una esquina
de la fragua. Allí en un recipiente de piedra, similar a una pequeña bañera,
colmado de agua irisada por grasas y aceites previos, introducía la punta de
hierro. El ruidoso fragor del agua al envolver el hierro, ahora apenas rojo,
pero ciertamente quemando, hacía saltar, durante unos misteriosos
instantes, aparatosas burbujas sobre la
superficie, tan rápidas en aparecer como en desintegrarse. Nosotros mirábamos boquiabiertos
aquel pequeño misterio de las leyes de la termodinánmica, con mucho más interés
que las explicaciones de Don Tino sobre las argucias que tenía el Guadiana para
desaparecer –y reaparecer- en las lagunas de Ruidera, provincia de Ciudad Real
(y Albacete).
Nosotros, éramos meros, generalmente
silenciosos, observadores infantiles. A veces, en invierno cuando la helada
apretaba fuera, pegados lo más posible a la pequeña montaña de carbón de piedra
que, incluso aunque no estuviera moldeando, el señor Agapito siempre tenía
caldeada. Nos parecía, de alguna manera, el fuego eterno de la aldea, que
nosotros equiparábamos a alguna leyenda que Don Tino, en las raras ocasiones
que dejaba al margen la Enciclopedia Álvarez de Segundo Grado, se perdía en los
vericuetos de alguna epopeya griega. A partir de mayo, ya casi coincidiendo con
los días más largos y la aplastante calorina de los primeros días de junio, mirábamos
desde fuera, desde detrás de las ventanas de madera que el señor Agapito
pintaba de verde en septiembre, aprovechando los resquicios, permanentemente
rotos, de los cuadraditos de cristal rotos por las esquinas.
En ocasiones muy contadas, cuando las
personas mayores no rondaban por allí, accedía, como siempre, de buenta
talante, a que colaboráramos en la única tarea que nos era permitida y que
realizábamos con unción y solemnidad, casi la misma que empleábamos en tocar
las campanillas (nosotros las denominábamos esquilas, por asimilación a las que
portaban las ovejas), en nuestro desempeño de monaguillos, durante la
consagración en la misa.
El fuelle que alimentaba la fragua colgaba
de un soporte de madera, engarzado al techo, como a un metro y medio de altura.
Para moverlo no se necesitaba una fuerza extraordinaria, bastaba tirar de una
soga, que ni qué decir tiene, estaba ennegrecida por el polvillo de carbón. Así
que nos resultaba de lo más curioso cuando el señor Agapito, antes de decirnos
a que altura teníamos que coger la soga y de marcarnos el ritmo con el que
teníamos que tirar de ella, se limpiaba con extrema precaución las manos, que
habían estado echando más carbón en la hornacha, en una especie de delantal
(nosotros lo denominábamos mandil) que, hecho de hule casi rígido, siempre
mantenía su aspecto tieso y firme, aunque también ennegrecido, sobre el pecho
del herrero-carpintero.
La fragua, aparte de carpintería,
cumplía las funciones de ágora en las horas laborables del día, sobre todo
cuando los agricultores, la práctica totalidad de las personas mayores lo eran,
andaban escasos de labores en el campo. A media mañana, en un rito similar que
se repetía tras la siesta, se congregaba una buena parte de los adultos para
discutir, entre múltiples asuntos, sobre si convenía empezar ya la sementera,
si la China era lo mismo que el Japón o sobre si la llegada del hombre a la
luna era una mentira de los americanos. Eso sí, era un club reservado en
exclusiva a los hombres. Si aparecía alguna mujer era para echar la regañina al
marido, que distraído con las múltiples conversaciones, había olvidado tirar la
paja en la tinada.
Los corrillos en la plaza de la iglesia
estaban reservados para los domingos, los puntuales de las mujeres se
celebraban delante del pescatero o la camioneta de ultramarinos que venía los
jueves por la tarde de Herrera, pero allí en los ásperos bancos de roble, uno a
cada lado de la puerta del taller, las conversaciones y debates eran
interminables, hasta se prolongaban durante días. Cuando alguien se marchaba,
otro paisano aparecía para discutir de los arreboles de la puesta del sol, o
del cerco de la luna, anunciando lluvia, en la última noche. No había asunto en
la aldea, de los reservados a los hombres, que no se discutiera allí. Menos
dados a la temática sentimental, a diferencia de las mujeres, raramente
discutían de la enfermedad que padecía la señora Engracia o de si la herencia
de don Domitilo sería distribuida igualmente entre todos los hijos, incluido el
que de joven había emigrado (¿huido?) a Barcelona. La fragua y las discusiones
a su alrededor, como el anuncio del brandy, eran sólo cosa de hombres.
Cosa rara también, muy dados en general,
especialmente algunos agoreros y sabihondos a disertar de todo, habilidosos para
dictar lecciones sobre cualquier cosa a sus paisanos, fueran albañiles (“Indalecio,
la plomada no está derecha”, decían al Indalecio que llevaba la friolera de 35
años colocando tiesa la plomada), zapateros remendones y, por supuesto, a otros
labradores, incluso al cura (aunque a hurtadillas), sin embargo, nunca osaban
levantar la voz, ni emitir la mínima recomendación sobre la forma de trabajar
del propio señor Agapito. Fuera por respeto o admiración, ni siquiera el
molinero, el señor Honorino, aficionado a dar consejos a diestro y siniestro
era capaz de decirle. “Agapito, Agapito, que tienes que quitar más la rebaba
con el garlopín”.
Así que mientras unos y otros, los
veteranos y los recién llegados, comentaban si binar con la grada era
conveniente al llegar las primeras lluvias otoñales, Agapito, el señor Agapito,
iba y venía entre sus tareas, sin apenas entrometerse en las conversaciones que
a la puerta de su fragua no cesaban. Tan pronto ajustando la maza del carro del
señor Maurino, como reponiendo la reja del arado de Urcisinio, el alguacil. “Ya
me lo pagarás, ya me lo pagarás”, decía el herrero cuando el alguacil, cuyos
emolumentos eran abonados por la alcaldía en especies, comentaba avergonzado
–lo cual era absolutamente cierto- que del “parné” no había nada que hacer después
de San Andrés. Cuando el ayuntamiento le entregaba los cuartos de cebada tardía
por anunciar edictos y repicar a difuntos.
Además de la admiración,
emanada de las entrañas de la fragua, nuestro vecino el herrero, tenía una
posesión que nos resultaba, incluso más atractiva que el trajín que
observábamos cada día durante el recreo. En una pequeña errén, vecina a su
casa, protegida por una tapia semicaída, crecía el regaliz de forma natural.
Algo que para nosotros significaba un manjar delicioso. Además, a diferencia
del puñado de cacahuetes en el bar o las golosinas el día de la fiesta, no nos
costaba una perra. Bastaba con pedirle al señor Agapito permiso para acceder tras
la tapia de adobe a medias derruida. Así que cuando nos aburríamos de observar su
monótono achaflanado para ensamblar las puertas de madera de un corral, o lijar
los extremos de la viga de un carro, tareas que parecían durar días enteros, le
suplicábamos que nos dejara ir a extraer el regaliz, literalmente, pues las
raices estaban entrelazadas con los cantos que soportaban la tapia del diminuto
terreno. “Id, hijos, id, pero tened cuidado”.
En algún momento, poco antes
de que me enviaran al internado, quizá porque intuía que a la profesión de
herrero se asociaba indefectiblemente la posesión de un campo de regaliz, quizá
porque algunas noches me dormía iluminado
por las chispas que la fragua crepitaba, hice el firme propósito de convertirme
en herrero cuando fuera mayor. Como el señor Agapito, que en gloria esté.
Muchas gracias, Ignacio. Hemos leído los tres de casa este entrañable relato de la fragua. Nos has emocionado con tus elocuentes palabras.
ResponderEliminarFernando Mª, su nieto.