lunes, 8 de octubre de 2012

La fragua de la escuela


Al señor Agapito, aparte de magnífica persona, le concebíamos la chiquillería de la vecina escuela como un mago, un mago no como los de la incipiente televisión en blanco y negro, en donde por más que observáramos no alcanzábamos a adivinar los trucos de “Barbaché y el hombre foca”, sino como un prestidigitador que nos permitia visualizar con toda transparencia y nitidez, en plena luz del día, su magia con la garlopa y las bigornias. Como la escuela mixta daba, como  si dijéramos, puerta con puerta con la fragua, resultaba inevitable que día tras día nos acercáramos a ver “lo que pasaba” alrededor del yunque y del fuelle. Con toda seguridad éramos una molestia para el oficio, a medias carpintero, a medias herrero, del señor Agapito. Sin mencionar la flagrante infracción a todas las normas de seguridad laboral  –aunque en aquella época tal concepto era absolutamente inexistente- cada vez que media docena de los alumnos de Don Tino, el único maestro de la escuela, merodeábamos por la vecindad. Es decir, todos los días.

Pero el señor Agapito nunca se enfurruñaba, a diferencia de algunos otros viejos cascarrabias de la aldea, nunca salía una palabra más fuerte de la otra de su boca, ni nos espantaba como hacían otros adultos con palabras malsonantes o a voz en grito cuando curioseábamos en sus labores de trilla o de albañilería. Si acaso, cuando alguno de nosotros, acuciados por la curiosidad, nos inclinábamos desmesuradamente sobre el chisporroteo que surgía del carbón atizado por el fuelle, nos instaba a apartarnos ligeramente: “Pablito, tira p’atrás, no sea que te chamusques el hocico”. Lo que más llamaba nuestra atención era ver como el extremo del hierro, que sostenía con una inmensa tenaza, y metía en el rescoldo del carbón enrojecido, iba cambiando del tornasolado inicial a un rojo tan intenso que, ante nuestros ojos atónitos, nos parecía que de un momento a otro se iba a derretir y fundir con el propio carbón.

Pero esto nunca ocurría, en un momento determinado, cuya exactitud sólo el señor Agapito conocía (“lo va a sacar, lo va sacar”, nos decíamos en un susurro los niños, sin que nunca acertáramos) dejaba de agitar el fuelle con la mano izquierda y, sin pestañear, a la vez que agarraba con la derecha un martillo con el mango de roble ennegrecido, retomaba la tenaza y el hierro ardiente con la serenidad que le daba la experiencia y el peritaje de su oficio, aunque con cierta premura, hasta colocarlo con firmeza encima de una de las orejas del yunque. Ni un solo martillazo se le escapaba. En una decena de golpes, moldeaba, en una ligera curva, la extremidad del hierro hasta adaptarlo a la forma que requería.

A veces era tomar la forma de un sencillo enganche para las caballerías, en ocasiones la faena se complicaba, como cuando tenía que crear la circunferencia completa, a modo de llanta metálica, de la rueda de los carros. A medida que el hierro se enfriaba en el yunque, un par de minutos, y los martillazos parecían tener un efecto menor, nuestra atención se disgregaba por la infinidad de cachivaches y extrañas herramientas que la fragua atesoraba. Algunas parecía que nunca eran utilizadas, ocupaban siempre el mismo espacio polvoriento en las repisas, o se amontonaban en el sólido tablero de roble, las planchas ligeramente desiguales, que conformaba la mesa que usaba para las labores de carpintería.

Llegaba entonces el momento más emocionante. Una vez conseguida la curvatura deseada, a veces tenía que repetir la operación de calentado del hierro y golpeo en el yunque hasta media docena de veces, siempre con la poderosa tenaza en la mano, se dirigía a una esquina de la fragua. Allí en un recipiente de piedra, similar a una pequeña bañera, colmado de agua irisada por grasas y aceites previos, introducía la punta de hierro. El ruidoso fragor del agua al envolver el hierro, ahora apenas rojo, pero ciertamente quemando, hacía saltar, durante unos misteriosos instantes,  aparatosas burbujas sobre la superficie, tan rápidas en aparecer como en desintegrarse. Nosotros mirábamos boquiabiertos aquel pequeño misterio de las leyes de la termodinánmica, con mucho más interés que las explicaciones de Don Tino sobre las argucias que tenía el Guadiana para desaparecer –y reaparecer- en las lagunas de Ruidera, provincia de Ciudad Real (y Albacete).

Nosotros, éramos meros, generalmente silenciosos, observadores infantiles. A veces, en invierno cuando la helada apretaba fuera, pegados lo más posible a la pequeña montaña de carbón de piedra que, incluso aunque no estuviera moldeando, el señor Agapito siempre tenía caldeada. Nos parecía, de alguna manera, el fuego eterno de la aldea, que nosotros equiparábamos a alguna leyenda que Don Tino, en las raras ocasiones que dejaba al margen la Enciclopedia Álvarez de Segundo Grado, se perdía en los vericuetos de alguna epopeya griega. A partir de mayo, ya casi coincidiendo con los días más largos y la aplastante calorina de los primeros días de junio, mirábamos desde fuera, desde detrás de las ventanas de madera que el señor Agapito pintaba de verde en septiembre, aprovechando los resquicios, permanentemente rotos, de los cuadraditos de cristal rotos por las esquinas.

En ocasiones muy contadas, cuando las personas mayores no rondaban por allí, accedía, como siempre, de buenta talante, a que colaboráramos en la única tarea que nos era permitida y que realizábamos con unción y solemnidad, casi la misma que empleábamos en tocar las campanillas (nosotros las denominábamos esquilas, por asimilación a las que portaban las ovejas), en nuestro desempeño de monaguillos, durante la consagración en la misa.

El fuelle que alimentaba la fragua colgaba de un soporte de madera, engarzado al techo, como a un metro y medio de altura. Para moverlo no se necesitaba una fuerza extraordinaria, bastaba tirar de una soga, que ni qué decir tiene, estaba ennegrecida por el polvillo de carbón. Así que nos resultaba de lo más curioso cuando el señor Agapito, antes de decirnos a que altura teníamos que coger la soga y de marcarnos el ritmo con el que teníamos que tirar de ella, se limpiaba con extrema precaución las manos, que habían estado echando más carbón en la hornacha, en una especie de delantal (nosotros lo denominábamos mandil) que, hecho de hule casi rígido, siempre mantenía su aspecto tieso y firme, aunque también ennegrecido, sobre el pecho del herrero-carpintero.

La fragua, aparte de carpintería, cumplía las funciones de ágora en las horas laborables del día, sobre todo cuando los agricultores, la práctica totalidad de las personas mayores lo eran, andaban escasos de labores en el campo. A media mañana, en un rito similar que se repetía tras la siesta, se congregaba una buena parte de los adultos para discutir, entre múltiples asuntos, sobre si convenía empezar ya la sementera, si la China era lo mismo que el Japón o sobre si la llegada del hombre a la luna era una mentira de los americanos. Eso sí, era un club reservado en exclusiva a los hombres. Si aparecía alguna mujer era para echar la regañina al marido, que distraído con las múltiples conversaciones, había olvidado tirar la paja en la tinada.

Los corrillos en la plaza de la iglesia estaban reservados para los domingos, los puntuales de las mujeres se celebraban delante del pescatero o la camioneta de ultramarinos que venía los jueves por la tarde de Herrera, pero allí en los ásperos bancos de roble, uno a cada lado de la puerta del taller, las conversaciones y debates eran interminables, hasta se prolongaban durante días. Cuando alguien se marchaba, otro paisano aparecía para discutir de los arreboles de la puesta del sol, o del cerco de la luna, anunciando lluvia, en la última noche. No había asunto en la aldea, de los reservados a los hombres, que no se discutiera allí. Menos dados a la temática sentimental, a diferencia de las mujeres, raramente discutían de la enfermedad que padecía la señora Engracia o de si la herencia de don Domitilo sería distribuida igualmente entre todos los hijos, incluido el que de joven había emigrado (¿huido?) a Barcelona. La fragua y las discusiones a su alrededor, como el anuncio del brandy, eran sólo cosa de hombres.

Cosa rara también, muy dados en general, especialmente algunos agoreros y sabihondos a disertar de todo, habilidosos para dictar lecciones sobre cualquier cosa a sus paisanos, fueran albañiles (“Indalecio, la plomada no está derecha”, decían al Indalecio que llevaba la friolera de 35 años colocando tiesa la plomada), zapateros remendones y, por supuesto, a otros labradores, incluso al cura (aunque a hurtadillas), sin embargo, nunca osaban levantar la voz, ni emitir la mínima recomendación sobre la forma de trabajar del propio señor Agapito. Fuera por respeto o admiración, ni siquiera el molinero, el señor Honorino, aficionado a dar consejos a diestro y siniestro era capaz de decirle. “Agapito, Agapito, que tienes que quitar más la rebaba con el garlopín”.
Así que mientras unos y otros, los veteranos y los recién llegados, comentaban si binar con la grada era conveniente al llegar las primeras lluvias otoñales, Agapito, el señor Agapito, iba y venía entre sus tareas, sin apenas entrometerse en las conversaciones que a la puerta de su fragua no cesaban. Tan pronto ajustando la maza del carro del señor Maurino, como reponiendo la reja del arado de Urcisinio, el alguacil. “Ya me lo pagarás, ya me lo pagarás”, decía el herrero cuando el alguacil, cuyos emolumentos eran abonados por la alcaldía en especies, comentaba avergonzado –lo cual era absolutamente cierto- que del “parné” no había nada que hacer después de San Andrés. Cuando el ayuntamiento le entregaba los cuartos de cebada tardía por anunciar edictos y repicar a difuntos.

Además de la admiración, emanada de las entrañas de la fragua, nuestro vecino el herrero, tenía una posesión que nos resultaba, incluso más atractiva que el trajín que observábamos cada día durante el recreo. En una pequeña errén, vecina a su casa, protegida por una tapia semicaída, crecía el regaliz de forma natural. Algo que para nosotros significaba un manjar delicioso. Además, a diferencia del puñado de cacahuetes en el bar o las golosinas el día de la fiesta, no nos costaba una perra. Bastaba con pedirle al señor Agapito permiso para acceder tras la tapia de adobe a medias derruida. Así que cuando nos aburríamos de observar su monótono achaflanado para ensamblar las puertas de madera de un corral, o lijar los extremos de la viga de un carro, tareas que parecían durar días enteros, le suplicábamos que nos dejara ir a extraer el regaliz, literalmente, pues las raices estaban entrelazadas con los cantos que soportaban la tapia del diminuto terreno. “Id, hijos, id, pero tened cuidado”.

En algún momento, poco antes de que me enviaran al internado, quizá porque intuía que a la profesión de herrero se asociaba indefectiblemente la posesión de un campo de regaliz, quizá  porque algunas noches me dormía iluminado por las chispas que la fragua crepitaba, hice el firme propósito de convertirme en herrero cuando fuera mayor. Como el señor Agapito, que en gloria esté.

1 comentario:

  1. Muchas gracias, Ignacio. Hemos leído los tres de casa este entrañable relato de la fragua. Nos has emocionado con tus elocuentes palabras.

    Fernando Mª, su nieto.

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