lunes, 7 de julio de 2014

EL TÍO SACAMANTECAS

Imagen de "QUO"
Desde que tengo memoria y al menos hasta los once años, cuando me ví obligado a ir al internado de curas, tenía tal miedo, más bien pánico, a dormir a solas en la oscuridad. Así que siempre me las arreglaba para dormir aferrado a la mano de alguien. Mis padres no se podían permitir dejar la luz encendida en la habitación que tenía asignada, en la panera del trigo. Además, la mayor parte de las noches, especialmente en invierno, el hilillo de electricidad que, tenuamente, alimentaba las dos o tres bombillas de la casa, era tan endeble que parpadeando, parpadeando, terminaba por extinguirse. Por algo, con la ironía pueblerina habitual –a veces no exenta de mala uva- al propietario de la pequeña central eléctrica, montada ribera arriba, en un recodo del río Negro, se le conocía como el Tío Candiles.

Cuando mi hermano pequeño cumplió cuatro o cinco años, su mano fue mi tabla de salvación. Aunque como siempre lloriqueaba porque yo quisiera dormir agarrados de la mano, en muchas ocasiones me resultaba mucho más fácil ir a la habitación de la bisabuela Catalina. Tras acomodarme en su regazo, ella, mientras me dormía, me apretaba la mía con su mano huesuda, de piel agrietada y áspera, a fuerza de hacer la colada en el río helado que discurría a la vera de la casa. Cuando por razones de enfermedad o rara ausencia, ni la bisabuela ni mi hermano estaban disponibles, recurría a mi madre. Aunque esto era más bien raro. Mi padre, poco dado a las carantoñas, nunca entendió que para dormirse, su primogénito tuviera que atrapar la mano de alguien.

En esas ocasiones se enfadaba con mi madre. “No des tantos mimos al chiguito, así nunca se convertirá en un hombre de provecho. Si no puede dormir sólo que se vaya a la cuadra con las vacas”. Ni que decir tiene que mi madre, ni una sóla vez, me mandó al establo. Como también queda claro que jamás me dormí cogido a la mano de mi padre. Preferí en algunas ocasiones recurrir a la mano del agostero, Epi, por Epifanio, un mozarrón de un pueblo cercano, de Villasila, con un enorme corazón aparte de infatigable trabajador. Como mi padre le contrataba para las labores veraniegas, desde San Pedro a San Miguel, también durante los meses de verano tenía aquella particular forma de adormecerme bien asegurada. No sé exactamente de dónde me venía aquel pavor a dormirme echando, literalmente, mano de alguien. Siempre supuse que todos los chavales del villorrio tenían idéntica querencia y que dormían dando la mano a una madre, a una abuela, a un hermano o a un criado. En el fondo  era un suponer. Jamás les pregunté. Se burlarían de mí, si les decía que para dormirme necesitaba hacerlo asido a la mano de un adulto.

Sí que recuerdo, con toda nitidez, dos o tres situaciones, escenarios que se suele decir ahora, donde el pánico también se manifestaba fuera de la panera donde pasaba mis noches. Uno de ellos era la mera alusión al Sacamantecas, personaje legendario, basado en un asesino en serie de finales del siglo XIX, quien había campado por sus fueros en la llanura alavesa, no muy alejada de mi aldea. Hasta que le ajusticiaron con el garrote vil. Incluso el maestro escuela le mentaba cuando quería asustarnos de verdad. Que amenazara con decir a nuestros progenitores que delante del inspector académico, venido de la capital, no habíamos sabido decir cuáles eran los afluentes del Sil nos preocupaba ligeramente. Por si nos dejaban sin la merienda.

Ahora bien, cuando decía: “Si no me repetís de memoria quienes son los sucesores de Recesvinto os pongo en manos del Sacamantecas”, nos estremecíamos de espanto. Seguramente aquello no era muy pedagógico, pero resultaba tremendamente eficaz. A éste, al Sacamantecas que le creíamos tan real, vivito y coleando, como al mismo sacristán o al loco del pueblo, le imaginábamos con una barba larga, ennegrecida y sucia, que le llegaba hasta la barriga. Siempre llevaba al hombre un saco de yute, como los usados para recoger la cebada en la era tras la bielda. Y lo peor, empuñaba un enorme cuchillo, de los que se usaban en el pueblo para degollar a los cochinos en la época de la matanza.

Por alguna razón, en mis pesadillas lo soñaba caminando, una vez anochecido, en el camino de la huerta de la Rinconada. Un sendero por el que apenas podía pasar un carro, entre una curva del río y la espesa chopera del señor Agustín. Así que cuando volvíamos de recoger la cosecha de patatas en las noches sombrías y ventosas de noviembre, yo me acurrucaba encima de los sacos y de allí no me movía nadie. No al menos hasta que se divisaba con claridad la torre de la iglesia. A decir verdad, ni encima del carro me sentía a salvo del Sacamantecas. Eso que íbamos protegidos por un perro pastor alemán, tan grande o más que muchos carneros, apodado “Yeti”. Había visto estazar muchos gochos, como para no imaginarme, y creo que no era el único de mis compañeros de andanzas, lo que el tipejo aquel podía hacer a mis escasas grasas con aquel cuchillo de matarife. Todo ello empeoró un día, debía de tener ya siete u ocho años, cuando el “Yeti”, que caminaba, a corta distancia, detrás el carro, comenzó a aullar lastimeramente. Poco a poco los aullidos se los fue llevando el cierzo de octubre y, finalmente, se apagaron.

Al día siguiente, mi padre encontró al “Yeti” en un linderón del robledal, hecho trizas. Según mi padre, un lobo le había atacado con tal fuerza el cuello, no le habíamos puesto el collarín de pinchos que solían llevar los perros de los pastores, que el pobre Yeti no pudo zafarse de las dentelladas de su pariente canino. Yo nunca me creí lo del lobo y nadie consiguió quitarme de la cabeza que había sido el tío Sacamantecas. Así que la noche, poco antes de la Fiesta de los Difuntos, cuando los quintos de aquel año comenzaron a desafiarse para ver quien tenía agallas suficientes para saltar la tapia del cementerio, acercarse al osario –donde tradicionalmente se almacenaban los huesos de las tumbas removidas- y traerse un par de fémures, a modo de trofeo, me persigné, convencido que alguno terminaría sus días, en aquella aciaga noche, a manos del tío Sacamantecas. Destripado por algún lindero del monte. Eché, despavorido, a correr a casa, sin querer saber el final de aquella triste historia.

Coincidió que aquel mismo día, era a principios de los sesenta, acababa de llegar en el coche de línea un tío carmelita, por parte de mi padre, el muy reverendo padre Ascindino. El tío Ascindino había venido acompañado de un colega suyo, el padre Gervasio, que para ser fraile, no tenía cara de ser muy afable. Entre cuchicheos, poco antes de cenar, cualesquiera que fuera su apariencia, mi bisabuela me dijo que el padre Gervasio era tenido por santo. Al menos a eso venía, a santificar, aunque fuera tan puntual como superficialmente, a no pocos de mis convecinos, blasfemos y lenguaraces labradores, que juraban por toda la corte celestial, en cuanto avistaban las nubes de pedrisco sorteando páramos y eriales. Excepto el sacristán, el señor Isidoro, que había aprendido de memoria los responsorios en latín y honraba su oficio con beatitud suprema y en toda circunstancia.

Aquel barniz de contrición ritual, que se organizaba una vez al año, se denominaba “las misiones”. Los labriegos comenzaban a temblar cuando el párroco anunciaba las fechas a finales de septiembre. De sobra sabían que, salvo algún hereje tan imperdonable como tozudo, todos terminarían arrodillados, tres días después, en el confesionario. Anualmente, un predicador invitado venía a la aldea para preparar a los feligreses de cara a la Pascua de Navidad. El tío Ascindino y su colega predicador portaban sus manteos marrón oscuro de carmelitas, que a mí se me antojaban excesivamente pardos y tétricos.

Romance de Sacamantecas (JCyL)
Durante la cena, para mi pasmo, el santo padre Gervasio sólo usaba la mano izquierda. Algo nunca visto. ¡Y en un fraile¡ De hecho, el maestro escuela, a mi condiscípulo Antonio, que mostraba una extraña destreza para escribir con la siniestra, le solía atar la mano al pupitre para que no cayera en la tentación y no le quedara otro remedio que usar la buena, la diestra. Se supone que Díos y sus apóstoles sólo usaban ésa para las tareas cotidianas. Como demostraba la estatua en yeso de San Vicente Ferrer, en la parte derecha del crucero de la parroquia, anunciando el castigo eterno para los pecadores, mientras levantaba el índice aterrador de su diestra. Además, por la bocamanga de la saya frailuna, se adivinaba un extraño apéndice de madera, cuya extremidad asemejaba, toscamente, al pulgar y al índice. No necesitaba yo muchos argumentos para llegar a la conclusión que el Sacamantecas no merodearía esa noche el cementerio de los quintos a la hora de la cena. ¡Estaba en la cocina de mi propia casa¡

A la hora de acostarse, para que el santo padre predicador se sintiera cómodo, a mí me tocó acostarme sobre un colchón de pajizo y lana, encima de la tarima de la panera, al lado del catre que, piadosamente, había adecentado mi buena bisabuela. Era un jergón de lana de oveja churra  que mi padre tenía reservado para los pobres de solemnidad que regularmente recorrían la comarca mendigando, una vez acabada la cosecha. La bisabuela lo había acarreado hasta la panera. Mi panera. Procuré encamarme lo antes posible. Darle la mano, menos aún la derecha, estaba fuera de lugar. Ni se me pasó por la cabeza.

Como si todo encajara a la perfección, el Tío Candiles se lució aquella noche. Ni una pizca de electricidad a partir de las diez de la noche. Por el ventanillo entreabierto entraba la luz llena y los salces de la cercana ribera, perdida su última hoja, rugían enfebrecidos. Los pasos del padre Gervasio, debía de portar una palmatoria con una vela, se arrastraban subiendo por la escalera. Yo, muerto de pánico, no sabía si esconderme más entre las mantas o echar a correr hasta la habitación de la bisabuela. Abrí los ojos de par en par, mientras me apretaba la mano con la garganta para no gritar.

El fraile se despojó de su hábito y acto seguido, con la misma naturalidad con la que mi padre se quitaba las botas de arar, se retiró la prótesis de madera, que yo había adivinado bajo el hábito, que le cubría -en una línea recta y grotesca- hasta el antebrazo. Era un brazo larguísimo y tieso, sin articulación. Como si fuera un menester banal, llevado a cabo todos los días, y seguramente así lo era, con un pequeño gancho, colgó el artefacto de la cabecera de hierro de la cama. Aquello fue demasiado para mí. Seguro que se iba a tomar su tiempo, esperar a que me durmiera, antes de reponer el artilugio en su muñón y sacar el cuchillo de la matanza que escondía en el arrebujo del hábito. En cuanto creí que se había dormido, me escurrí sigilosamente hacia la cuadra y me eché en un pesebre vacío. Los pies me salían por un extremo e invadían el de la vaca preferida de mi padre, la Mora. Pero allí seguro que no me iba a encontrar el padre Gervasio, el tío Sacamantecas o como se llamara.

Durante muchos años, en la entrada de la iglesia, al lado del baptisterio, estuvo colocada una cruz de madera, con los extremos lobulados. En el brazo izquierdo, “Misiones 1963”, en el brazo derecho “Padres Carmelitas” y en el perpendicular aquel ominoso nombre “Padre Gervasio O.C.D”, que hasta que tuve uso de razón, y posiblemente más allá, identifiqué con el tío Sacamantecas. Todo el triduo, con sus tres noches, las pasé durmiendo al lado de la Mora, en el pesebre. Huérfano de hermano, madre y bisabuela. Hasta que los testarudos labradores terminaron por doblar su dura cerviz, confesar sus pecados y hacer propósito de la enmienda.


viernes, 27 de junio de 2014

EL FUTURO ABANDONADO (Discurso de Pablo, de la Asociación de Jóvenes Sobretitulados de España, en la Universitat Pompeu Fabra)

Cuando tenía 11 años, mi madre me dijo una vez “Pablo, debes estudiar mucho para poder tener un buen trabajo, si no estudias, no llegarás a ser nadie cuando seas mayor”. Y yo, como quería mucho a mi madre, le hice caso.

Estudié como nadie, fui el mejor de mi promoción en bachillerato e ingresé en la mejor facultad de derecho de España. Ya por entonces, los profesores nos animaban a cursar un máster para poder especializarnos cuando termináramos. Nos decían: “Como vosotros hay 10 000 personas más”. Y yo, como quería mucho a mis profesores, les hice caso.
Durante siete años, llegué a coleccionar una friolera de 4 títulos: grado en derecho, grado en administración y dirección de empresas, máster en derecho penal y máster en negocios internacionales.

Hoy, sigo siendo el mismo Pablo, sólo que con 27 años. Los cuatro diplomas enmarcados en mi casa, junto con mi foto de comunión, no tienen valor en España. Tengo asimilada la teoría, pero no he pisado un tribunal de justicia en mi vida. Mi país, que tanto ha invertido en mi educación, no tiene hueco para mí, ni para nadie más de mi curso, ni de mi ciudad, ni de ningún otro lugar. Formo parte de la generación ni-ni, sí, pero la de ni trabajo ni esperanza.

El protagonista de esta historia soy yo, pero como ésta existen miles más. Seguro que muchos de vosotros conocéis a alguien que se encuentra en esta situación: frustrado, cansado y enfadado. Os hablo como portavoz de la Asociación de Jóvenes Sobretitulados de España. Junto con algunos miembros, cada día más, por desgracia, intentamos mejorar la situación de los jóvenes españoles titulados y en paro.

El pasado noviembre, España volvió a batir un triste récord. Con una tasa de desempleo juvenil de 57,7%, encabeza el ranking de paro juvenil de la Unión Europea. Se estima que el 43% de los jóvenes que trabaja está sobretitulado para su cargo.

Es el caso de mi amiga María.

María tiene 25 años y ha estudiado economía en Barcelona. Como yo, también decidió gastarse más de quince mil euros en másters, pensando que ocuparía un puesto de trabajo más cualificado y mejor remunerado. Buscó y buscó, pero nunca encontró.

Ahora trabaja manejando dinero, tal y como le enseñaron en la carrera; pero no en una consultoría ni en un banco como ella hubiese soñado, sino en un supermercado como cajera. De su barrio. A media jornada. Cobrando 650 euros. Brutos.

María ha querido acompañarnos hoy aquí, en representación de todos aquellos que han tenido que conformarse con un trabajo digno pero para el que están excesivamente preparados.

Con frecuencia, habréis oído hablar de la “generación perdida” y querréis saber qué significa. La “generación perdida” somos todos nosotros. Nos tachan de “perdidos” cuando, en realidad, somos la generación mejor preparada de la historia. ¿Qué paradoja, verdad?

Nos gustaría pensar que todas estas estadísticas son consecuencia de la crisis económica, la burbuja inmobiliaria y la liquidación de los bancos. Culpa de todas esas cosas que ocurren en España porque sí. Culpa de todo el mundo menos de los que de verdad la tienen: los gobernantes que rigen las leyes del empleo.

Estas leyes no hacen más que asfixiar a los que nos hemos pasado casi media vida estudiando, porque nos hicieron creer que tendríamos nuestro futuro asegurado.

Desde la asociación, preferimos usar otro tipo de expresión: futuro abandonado.

Y os preguntaréis, ¿Cómo puede estar un futuro abandonado, si todavía no ha ocurrido? Pues bien, es perfectamente posible, y, de hecho, está ocurriendo en este preciso momento en España. Sin saberlo, cuando mi madre me dijo aquello de “hijo, estudia”, iba a formar parte del futuro abandonado.

Así como mis compañeros de clase, mis hermanos, y mis amigos.

El futuro abandonado no es ninguna contradicción, es una realidad. Es un futuro que, hagamos lo que hagamos, estudiemos lo que estudiemos, ya estará perdido desde el mismo momento en que tomemos nuestros primeros apuntes. Un futuro en el que nosotros no tenemos la máxima capacidad de decisión. Un futuro que nos viene condicionado y que no depende totalmente de nosotros, los jóvenes. Nuestro futuro está en manos de quienes controlan todo en este país. Aquellos que han decidido priorizar otras cuestiones en vez de la nuestra. ¿Piensan que es un asunto sin importancia? Se equivocan: nosotros somos el futuro, y si nos lo arrebatan, también se lo arrebatan a ellos mismos.

Hubo una frase muy polémica pronunciada en 2009 por Elena Salgado, entonces Ministra de Economía y Hacienda cuando aún gobernaba el PSOE, que decía: “...la situación económica está teniendo algunos brotes verdes y hay que esperar a que crezcan...”.

Muchos otros después de ella, independientemente del partido al que pertenecen, han mentido y proclamado la recuperación económica. Otra perla que creó controversia fue la que soltó Mariano Rajoy el año pasado, en relación a las medidas austeras adoptadas por el gobierno. Afirmó: “El Gobierno sabe adónde va, hay que tener paciencia y ser perseverantes”.

Al señor Rajoy y a todas las personas que piensan que sin esfuerzo no hay recompensa, queremos decirles que con nuestro esfuerzo sigue sin haber recompensa, y que la paciencia se nos ha acabado.

¿Qué pasa con los jóvenes? ¿Por qué no se preocupan por nosotros? ¿Qué pasa con los que han tenido que hacer lo imposible por pagar sus estudios? ¿Qué pasa con los que aman a su país, pero deben irse a Alemania, Dinamarca, Holanda, Francia...? ¿Acaso no tenemos derecho a querer trabajar y vivir en España? Pregonan que el sistema educativo español es bueno... ¿pero de qué sirve el sistema si después no podemos ponerlo en práctica aquí?

Una de las cosas que nos hemos preguntado a menudo desde la asociación es por qué el gobierno permite que personas tan cualificadas como nosotros debamos irnos al extranjero. Es duro pensar que el sistema público haya pagado por gran parte de tus estudios pero que tú no seas capaz de devolverle el favor; que debas irte fuera a cotizar y pagar impuestos. Qué duro para nosotros, pero qué duro para ellos también. Futuro abandonado, una vez más.

Hoy hemos querido venir a hablaros a vosotros directamente. Queremos que sepáis la verdad y la contéis. Periodistas, alumnos, docentes. Ayudadnos. A vosotros, periodistas, que tenéis un empleo: difundid este mensaje. La fuerza de los medios es más poderosa que cualquier otra, y vosotros lo sabéis. Por esta razón habéis elegido esta profesión. 
     
A vosotros, docentes, que tanto nos habéis ayudado y apoyado, queremos daros las gracias. Las gracias por continuar amando vuestro oficio a pesar de las dificultades por la que está pasando el sistema universitario público. Seguid como sois, seguid motivando a vuestros alumnos y transmitiéndoles vuestra pasión. Liberadles de un futuro abandonado.

A vosotros, alumnos, queremos lanzaros un mensaje claro: no dejéis de luchar. Si habéis elegido estudiar, estudiad con todas vuestras fuerzas. Estudiad y salid al mundo con ganas de coméroslo, porque sólo las ganas de luchar podrán salvaros de la panda de despreocupados que tenemos arriba. El éxito está en el esfuerzo y en las ganas. Os animamos a seguir a nuestra asociación y a hablarle de ella a quién queráis. Finalmente, a ti, que estás en tu casa. Quizás no te encuentres en esta situación, pero estamos seguros de que eres consciente de lo que ocurre a tu alrededor. Somos una sociedad fuerte, y debemos saber que podemos conseguir todo lo que nos pretendamos.

Hola, soy Pablo. Ayer era un chico resignado. No tenía ni idea de lo que iba a hacer con mi vida. Cuando no salía a patearme las calles buscando trabajo, deambulaba por casa, pensando sin parar. He pasado por cinco sitios distintos: una tienda de ropa, una zapatería, una cafetería, una discoteca y hasta un campo de olivos. Pero nunca he conseguido un trabajo que me correspondiera.

Hoy, estoy dispuesto a luchar por mi futuro. A cambiar mi futuro abandonado por un futuro asegurado. Quiero cambiar las cosas. Y espero que todos vosotros lo hagáis también.

Gracias por estar aquí hoy. Muchas gracias. 

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El presente texto, bien que ficticio y originado en un taller de "Storytelling" (Original de Anna Fàbregas y Clara Cóbreces, estudiantes de 3º en Publicidad y Relaciones Públicas)tiene un absoluto parecido con la realidad

domingo, 15 de junio de 2014

ANGELA YA NO QUERRÁ CENAR CON DEL BOSQUE

Angela y su rombo
Reconozco que tengo una gran debilidad por Alemania como país. Soy lo que antes se acostumbraba a denominar como germanófilo. Lo que leído a la inversa, también es mi caso, suele interpretarse como anglófobo. Esta afección por, casi, todo lo teutón es histórica, en el sentido literal del término. 

Admiro, en primer lugar, el extraordinario y permanente acto de contrición de Alemania como nación sobre su terrible pasado en la II Guerra Mundial. Cierto, las atrocidades del nazismo, no requerían menos súplicas de perdón. De hecho, siempre resultarán insuficientes. Pero otros desatinos no menores, tan espeluznantes o más, si es que se pueden establecer comparativas de muertes, sea una o seis millones, como el estalinismo o el maoísmo de la primera hora, no le fueron a la zaga. Que yo sepa la asunción nacional de tales disparates ha dejado mucho que desear. Por lo que concierne a los actos vandálicos del imperialismo japonés precisamente en la China pre maoísta, no reconocidos, incluso negados y hasta honrados por primeros ministros este mismo año, es para echarse a llorar. Incluso a temblar.

Y sin ir muy lejos, geográficamente hablando, la aceptación de la responsabilidad histórica de la ¿conquista? hispana de América y más cercana todavía, los desastres de la Guerra Civil, como mucho, ha consistido en livianos brindis al sol, mayormente de cara a la galería, tan aislados como tardíos. Que el modesto maestro escuela de un pueblo de la montaña palentina, permanezca enterrado en una cuneta 76 años, en el mismo sitio donde fue acribillado a balazos, pisotea, tanto o más la responsabilidad moral como una desmemoria histórica completamente inaceptable. No digamos nada de la impunidad en la que discurrieron sus días, tantas décadas, los asesinos. Nadie es perfecto, también hubo un buen puñado de prominentes nazis que se reengancharon a la democracia, obviando los Juicios de Nüremberg.

La segunda razón histórica de mi germanofilia es, aquí debería recurrir al manual de estilo que suelen usar algunos periódicos, una concesión estrictamente personal. En tres años diferentes, a mediados de los ochenta, fui un agraciado y agradecido becario del gobierno federal, de la entonces llamada Alemania Occidental. Tres gloriosos veranos en tres ciudades a cual más maravillosas: Freiburg im Breisgau, Schwäbisch Hall y Münster.

Por todo ello y por muchas otras razones que no vienen al caso, sigo con gran interés los aconteceres políticos de una extraordinaria nación que, tras quedar arruinada física y moralmente, ¿será casualidad? ha tenido la suerte de contar con magníficos líderes. Desde Konrad Adenauer a Helmut Köhl, pasando por Helmut Schmidt, los primeros conservadores y el último socialdemócrata. Aunque quizá sus ideologías no sean lo más importante. Más bien que los tres estaban dotados de inmenso coraje: impulso de la Unión Europea, apertura al Este, unión de las dos Alemanias.

En cuanto a la actual canciller, Angela Merkel, lleva camino de unirse a ese trío de titanes. En España ha sido crucificada de mil y una maneras a propósito de las políticas de rigor que, al decir de algunos, nos ha dictado cuando la madre patria, no por culpa de Alemania, por cierto, sino nuestra, estaba al borde de la bancarrota. No hay manifestación de la izquierda donde no sea caricaturizada como la máxima responsable de nuestro sufrimiento. Desde las restricciones bancarias al crédito hasta el desempleo o los desahucios por hipotecas fallidas y no sé cuántos miles de desgracias más. Mismamente un servidor la ha considerado una política demasiado nacionalista, más preocupada por incrementar la tasa de exportaciones germanas que por abrir el grifo al crédito en la barra libre del sur europeo.

Todas las opciones para Grecia, sobre la mesa
Naturalmente, como cualquier buena caricatura que se precie, termina por implantarse a lo largo del espectro ideológico. Incluso los medios de la derechona, que dice mi amigo Valentín, han terminado por asumir este papel de la Merkel como el látigo castigador, se sobreentiende que injusto, de los desmanes, inmobiliarios y otros, que van de Lisboa a Atenas. Lo cierto, indagando en su biografía es que la realidad está muy, pero que muy, alejada de la caricatura.

Podemos mofarnos de su vestuario tan poco glamuroso, casi se podría llamar uniforme, camisa sin cuello, por debajo de las chaquetas con idéntico corte, cuyos colores se permiten pocas alegrías, como mucho algún tono pastel azulado, lo que echa más leña al fuego de la austeridad que impone a los países díscolos del sur europeo. Como sus pantalones oscuros, mayormente negros. Y cómo no, sus bolsos de asa corta, marrones oscuros, que hacen las funciones de cartera de ministro. O de su inconfundible postura a la hora de leer sus discursos, con los brazos bajados, las manos formando un rombo (rute, en alemán) a la altura del ombligo. Y el peluquero seguro que es de Uckermarck, el barrio de toda la vida, en Brandenburgo, en el este de Berlín, donde creció. Hasta aquí algunos elementos que alimentan su parodia.

Que el padre de Ángela fuera teólogo, ya se sale de la caricatura. Pastor protestante por más señas. Esta paternidad que suena raro en los países latinos no tiene nada de extraño en Alemania, donde estudiar teología es una carrera más en el mundo universitario, sin que por ello tengas que hacerte servidor del Señor. Aunque en el caso de su padre, Ludwig Kaźmierczak, alemán católico nacido en Polonia, emigrado a Alemania donde se cambió el nombre a Kasner, a la vez que se convirtió al protestantismo, la teología le convino para hacerse pastor.

Así que de Hamburgo, donde nació Angela Dorothea Kasner, le asignaron una parroquia en Templin, en la entonces Alemania del Este. Para muchos expertos este trasfondo familiar ha sido muy relevante en la actuación política de la Merkel, especialmente en una visión muy particular de la ética política. Es impensable, en general en Alemania, y más en particular con Ángela por medio, que si una ministra es pillada habiendo copiado párrafos de su tesis doctoral o un ministro con imágenes pedófilas en su ordenador, sigan un día más en sus funciones ministeriales. Como así ha sido.

¿Qué haría la Merkel si fuera una lideresa al sur de los Pirineos? O para ser más precisos, ¿en el levante hispano? Desde luego no haría imaginativas disquisiciones sobre el grado de culpabilidad, presunción de inocencia y otras zarandajas por el estilo para demorar con patéticas excusas la dimisión de cualquier edil inmerso en algún turbio asunto de recalificación de terrenos. Y, menos aún, una vez que fuera condenado, elaborar laberínticos baremos, distinciones y entelequias  bajo el curioso titular de “hay condenas y condenas”. Con la única finalidad de mantenerse en el cargo, claro. No digo yo que nuestros políticos tengan que ponerse a estudiar teología, pero qué menos que un poco de ética, hasta bastaría con una reválida en la asignatura del sentido común y la honradez en la “res publica” (la honestidad es otra cosa). Debería ser una prueba necesaria antes de que el comité electoral de tu partido te apunte, de por vida, en una lista cerrada.

Pero volvamos a nuestra heroína. Los años en la Alemania del Este le sirvieron para poder cantar las cuarenta a Vladimir Putin, en ruso, a propósito de Ucrania –para mi gusto no demasiado, pero cuando una buena parte del gas usado en Alemania procede del oso imperialista ruso, hasta la Merkel se tienta la ropa- o al demócrata Barack Obama en inglés, que, supuestamente aliado, no ha tenido empacho en “pinchar” durante meses su móvil, con el bolso-cartera, uno de los instrumentos fetiches de Ángela, aficionada a comunicarse vía SMS. Se enteraría de que Angela se relaja “cocinando, paseando y riéndose”.

Putin ejercía de agente de la KGB en Berlín, mientras Ángela conseguía su doctorado en química cuántica por la Universidad de Leipzig, siempre en la Alemania del Este. Iba a hacer una broma sobre las diferencias entre estudiar química cuántica y ser registrador de la propiedad pero casi mejor me callo para no herir sensibilidades. El ruso, ni pensarlo. Pero un barniz de francés y/o árabe para mantener una mínima interlocución en nuestra frontera del sur, tampoco estaría mal. En cuanto al inglés, el bilingüismo tan cacareado que se dice estar implantando en los colegios permitirá, dentro de 30 o 40 años, hablar con los sucesores de Barack, ¡qué menos! aunque sea en la intimidad.

La carrera política de Ángela comenzó en 1989 con el muro de Berlín agrietándose (sacó un aprobado ramplón, "genügend"en nuestra Formación del Espíritu Nacional, su curso obligatorio de Marxismo-Leninismo en el instituto de Alemania Oriental). Durante años, incluido el hecho de ser la primera canciller de Alemania, así como la más joven, los hitos en su carrera política, tampoco han faltado los reveses, han sido apabullantes. Por ejemplo, ha ganado todas las elecciones como parlamentaria por su distrito de Vorpommern-Rügen, en el área de la capital, desde 1990. Y a Helmut Kohl su mentor y por quien fue nombrada ministra, no le importó ponerles las peras a cuarto y afearle su conducta, sí, hasta los políticos alemanes echan mano a la cartera indebidamente, por un asunto de financiación ilegal para el partido.
En la Opera de Oslo, Angela fuera de protocolo
Aficionada tuitera, como buena evangélica, no tiene empacho en citar la biblia. A un caballero del Partido Pirata que le pide consejos en el caso, improbable, de que fuera su sucesor a la cancillería: “Antes del quebrantamiento es la soberbia; y antes de la caída la altivez de espíritu” (Proverbios 16,18) que como cita por parte de la mujer más poderosa de Europa no está nada mal. Como ésta, también es la primera canciller con un doctorado en ciencias, a propósito de la retirada alemana de la energía nuclear: “Porque es una tecnología cuyos riesgos residuales tienen consecuencias impredecibles”
Rigores presupuestarios aparte, supuesta impulsora de la troika y sus hombres de negro, sumadas a otras maldiciones no menores que asolan por su culpa a las empobrecidas naciones del sur europeo, nuestra Ángela es, por sorprendente que parezca, muy romántica. Eso que su primer marido fue un físico (del que conserva el apellido) y el segundo otro químico cuántico como ella. La película que más le gusta es “Memorias de África”. ¡Uy qué lindo! Más romanticismo: “Qué es más fácil explicar en 160 caracteres? ¿La teoría de la relatividad, el amor o las razones por las que hay que votar? Respuesta: “Reconozco que hay cosas difíciles de explicar en 160 caracteres, pero el amor no es una de ellas, no necesita explicación”. Ni Gustavo Adolfo podría mejorarlo.
Pero más que por su romanticismo, Angela es conocida por su forofismo hacia el deporte rey. La oposición la ha acusado de, ocasionalmente, hacer novillos en la cancillería para ver los partidos de la “Mannschaft”, la selección alemana. ¿Con quién le gustaría cenar? “Aunque nunca organizo fiestas, me gustaría invitar a cenar a Del Bosque”. Claro, este comentario es previo al 1-5 contra Holanda. Hasta para Angela ferviente impulsora del método político del “paso a paso”, equivalente al “tiki-taka” futbolero, el continuismo de Del Bosque, manteniendo a viejas glorias, que ya lo eran con el Sabio de Hortaleza, como Casillas, Xabi y algunos otros, el entrenador de la Roja, le ha debido de parecer demasiado conservador. En el partido del viernes ni siquiera pudimos echar la culpa a los hombres de negro. De hecho, Diego Costa casi se rompe la crisma al tirarse a la piscina en el penalty (inexistente).

miércoles, 11 de junio de 2014

PYLON VEGETAL

Te hablaré hoy de la memoria infinita,
de sus epifanías a la hora del sueño.
¡Oh! Cúan silenciosamente vegetal y marinera
me sale al encuentro el alma diurna
en este miércoles de gloria apenas inexistente.
Piénsame pasajero de cierto velero mágico,
polizonte de la lejana infancia,
de las dulces superficies de los prados ámbar.
A veces, cuando abrasan las heridas,
al faltar la hierbabuena con qué curarlas,
en el momento que los besos duelen
y más que nada sus ausencias
¡cómo deseo anclar mi corazón!
en la ribera de esta playa siempre ocre y verde.
Ser una vez más, acaso la última,
fantástico viajero de las olas interiores,
respirar su viento. A punto de ser pan y harina.
De ser nada.
Quiero, una vez más,
ser capitán de la tierra bien firme
en el túnel del tiempo.
Del tiempo que a sí mismo se devora.
Mi barco surca incansable los espacios
hacia cualquier invisible rosa de los vientos.
Hacia allá navego, oceános de la soledad,
empujado por el aire del este vespertino,
en brazos de las horas melancólicas,
atrapado en la marejada estrecha de la memoria.
Sí. Aquí quisiera arrojar el ancla.
Quedarme un instante eterno
a la luz de este faro con hojas y rama.
Pero a mí –como a tí-
la corriente de la vida y el azar
¡qué heroicas palabras!
el perfume de la sal
y el sabor a flor de naranjo
hacia otros mares diversos nos arrastran.
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(Jerusalén, 1989)

domingo, 1 de junio de 2014

CARTAS A MI HIJO UNIVERSITARIO: SOBRE EL APROVECHAMIENTO DEL TIEMPO (2)

Querido Bruno: Pese a su origen latino, no es una palabra muy usada en español. Los anglosajones, que la pidieron prestada al francés, son mucho más aficionados a usarla. Sirve para denominar una epidemia que afecta a una buena parte de la población.  Piers Steel, un profesor de la Universidad de Calgary (Canadá), dice que entre 1978 y 2002, el número de personas que admite padecerla se ha cuadriplicado. Tu madre dice que la tiene, yo no puedo negar que la padezco y, mucho me temo, que tú también sufras de ella. Y no, no es genética. Parece una dolencia esencialmente moderna, aunque no reciente. En el siglo XVIII ya había autores que afirmaban que, en menor o mayor grado, está en casi todas las personas.

¿Habías oído hablar de procrastinación? Básicamente, se trata de dejar de hacer las cosas ahora para hacerlas mañana. En sentido de después, después o después. “Cras” es una adverbio latino que significa “mañana”, si a eso le añades “pro”, el significado es evidente: dejar algo para mañana. Se suele traducir por aplazar o diferir, lo que no siempre es acertado porque en realidad estamos hablando de un hábito, es decir, algo que se repite una y otra vez. Voilà el problema: que sea o se convierta en una costumbre.

Para que lo entiendas mejor, ya sabes cómo me pirra la historia, te cuento una anécdota del siglo III, que como dicen los italianos, aunque no sea verdad merecería que lo fuera. Érase una vez en Capadocia, actual Turquía, un centurión que se sintió atraído hacia la fe cristiana. Un cuervo que revoloteaba por el campamento legionario le demoraba en sus buenas intenciones graznando “cras, cras”: ‘déjalo para mañana, para mañana’. Por cierto, en buen español de Castilla, si la oveja bala, el cuervo no grazna, crascita. Siempre es buena ocasión para aprender algo.

A lo que iba. El centurión, cansado de tanto graznido, ¿crascitado?, tras echar mano al ave de pérfidas intenciones lo aplastó con su pie derecho. Sin obstáculos, de inmediato (‘hodie’), se convirtió a la fe auténtica y verdadera, por usar una expresión del santoral. Más tarde fue martirizado, siendo venerado con el nombre de San Expedito (si alguno de tus amigos, loados sean sus padres por tanta originalidad, se llama Expedito, puedes felicitarle el 19 de abril). En el siglo XVIII se volvió muy popular como intercesor de las causas urgentes. Lo has adivinado, de las que no se pueden dejar para mañana. Las que requieren urgente respuesta hoy.

En esto creo que estamos de acuerdo: a los santos, mejor dejarles para las causas desahuciadas, los milagros, cuando ya no quede otro remedio. El alivio a esta trastorno, tan común, de la procrastinación, como para tantos otros, mejor que lo encuentres en ti mismo. Como en el caso del coraje del que te hablaba el otro día, el antídoto sólo puede provenir, principalmente, de dentro de ti. Si mi experiencia te sirve de algo, te aseguro que esta pandemia no es incurable. Aparecerá con más fuerza unos días que otros, dependerá de tu estado de ánimo, pero la predisposición ¿debería escribir tentación? a relegar para mañana, sean los cálculos de Sistema Digital de la Señal o los planteamientos para el Plan de Negocios que te pide el profesor de Gestión Empresarial, siempre estará ahí.

Esto te puede parecer una actitud muy curiosa, absolutamente contradictoria, producto de los recovecos de nuestra mente retorcida. El dejar de hacer algo para hacerlo mañana, ciertamente, me hace sentirme mucho peor que si lo hiciera de manera inmediata. Sin embargo, insisto en dejarlo para mañana y paso los minutos, las horas, buscando justificaciones para actuar de este modo. De hecho, si lo hiciera ahora mismo obtendría una satisfacción. No sé, de la obligación cumplida, del deber hecho o si lo prefieres de la banalidad contenida en la expresión “a otra cosa mariposa”. Tenía que hacer algo, lo he hecho, se acabó. Pero no, en este tipo de decisiones, como en tantas otras, la irracionalidad humana es desconcertante.

Como te gusta tanto el cine, este ejemplo quizá te resulte más comprensible. Se asemeja a las películas que bajado de Canal Satélite y grabamos en el disco duro del iPlus. En el listado de las 300 películas que tienes que ver antes de morir (espero que muchas más), están y por eso las hemos descargado hace meses “El séptimo sello” de Ingmar Bergmann o “La chaqueta metálica” de Stanley Kubrick. Y ahí siguen. En realidad hemos terminado por ver un par de veces “Resacón en Las Vegas” y de los capítulos a repetición de “Cómo conocí a vuestra madre” ¿qué te voy a decir? Resulta evidente que con la comedia del día al día es más fácil engañarnos que con la metafísica dramática del ajedrez y la muerte en “El séptimo sello”.

Tu amigo, y el mío, Sócrates, el de la caverna que tanto te gustaba para la Selectividad -¿o ése era Platón?- ya decía que hacer algo contra nuestro mejor criterio es imposible porque hablando con rigor resulta imposible que hagamos (en este caso dejemos de hacer) algo que vaya contra nuestros propios intereses. ¿Entonces por qué dejamos y dejamos algo para mañana –que va contra nuestros propios intereses- en lugar de hacerlo ya? Según él, por desconocimiento e ignorancia. ¡Qué ingenuo!, ¿no? Yo creo que se trata más bien de que preferimos, visceralmente, las recompensas del presente inmediato –no sé, ver otro capítulo de “How I met your mother”- que la perspectiva, más difusa y lejana, de obtener un notable alto en, digamos, los Fundamentos Ópticos de la Ingeniería (Léase “El Séptimo Sello”).

Pero ni la ignorancia ni la recompensa inmediata, ni siquiera el que se trate de tareas rudas como estudiar para los semestrales o que me riegues los geranios antes de irte, explican el postergamiento  al que con tanta persistencia nos entregamos, día sí y al siguiente también. Algunas veces hasta de forma cómica. ¿No te ha pasado que buscas una y mil coartadas para evitar hacer una cosa, incluso, o sobre todo, para empezar a hacerla? Esto a veces, si miras para atrás resulta cómico. Si tienes unos minutos, echa una ojeada a “The Procrastinators” (especialmente el primer episodio, ‘A far l’amore comincia tu’, de una pareja holandesa, Lernert & Sander) donde describen de manera tan magnífica como minimalista este laberíntico proceso en el que tantos nos recreamos sobre “el exquisito arte de perder el tiempo”.

Reconozco que ocasionalmente la procrastinación tiene su lado bueno. A veces cuando busco argumentos para relegar a mañana lo que debería hacer hoy –eso incluye, claro, escribirte esta carta que llevo tres días retrasándola- encuentro ímpetu para ejecutar tareas meniales que ni siquiera se me había pasado por la cabeza llevarlas a cabo. Así razono y me justifico: no hago lo que debería realmente hacer porque estoy haciendo otra cosa que también tenía que hacer. Aunque no sean tan prioritarias. Quizá vaciar el lavavajillas, algo que detesto. Responder a un correo que tengo aparcado en la bandeja de entrada desde hace semanas, barrer el patio hecho un asco tras la lluvia del fin de semana. Mira por dónde, demorar la terminación de esta carta ha propiciado que mi despacho haya terminado por estar ordenado como no lo estaba desde hace meses.

Conocida la enfermedad, ¿cuáles podrían ser las medicinas? Si tienes un ratico este verano, te aconsejo este excelente libro “The Thief of Time” donde en 800 páginas… es broma. Disfruta de tu batería cuando llegue el calor. A veces perder el tiempo es una excelente terapia de relajamiento tras haberlo aprovechado al máximo. O por lo menos de haberlo intentado. Las soluciones más fáciles, aunque para mí no son las mejores, ni de lejos, son las que vienen de fuera. Desecharlas no, pero ciertamente no priorizarlas. Siempre desconfío de los andamios externos.

Apoyarnos en mecanismos que están fuera de nosotros, para gestionar nuestro tiempo, tiene muchas limitaciones. Precisamente porque nos son ajenos y no tenemos un control completo sobre ellos. Los anglosajones usan el concepto de “extended will” que pueden asimilarse a las reuniones de “Alcohólicos Anónimos”, grupos de autoayuda y similares. Un ejemplo de mis queridos griegos que a mí me encanta para explicar lo de la “voluntad extendida”, es el de Ulises. Para evitar ser desviado de su camino por los cantos de sirenas, pide a sus compañeros que le aten al mástil. No está mal como metáfora. Y como grupo de autoayuda los marineros griegos no le iban  a la zaga a los de “Weight Losers”. No, no te voy a pedir que te ates a la silla. Ni que recurras a los trucos de Balzac que pedía a su criado que le quitar la ropa, escribía desnudo, para evitar la tentación de abandonar su trabajo y escaparse a la calle para pasear.

Ya me parece excelente herramienta de apoyo que seas tan regular en tus horarios. Esta, en mi opinión, me parece una de las piedras angulares para aprovechar bien el tiempo. Procurar a toda costa, mantener la regularidad de la hora de inicio a primera hora de la mañana, el minuto al que te tomas tu aperitivillo o cuando te relajas un rato para ver “El Séptimo Sello”, quería decir el enésimo capítulo de “Cómo conocí a vuestra madre”, me resulta del todo admirable. A esto añadiría otro concepto que a mí me enseñaron cuando tenía más o menos tu edad: a ser traperos del tiempo.

Es una de esas enseñanzas que muchos años después, sin razón aparente, quizá por su propia valía y solidez, viene y reviene una y otra vez cuando busco excusas para no hacer lo que tengo que hacer de forma inmediata. Recuerdo hasta el sitio exacto donde el padre Vicente Borragán, tan excelente profesor del Pentateuco como guía de estudiantes en teología, nos exhortó. “Tenéis que ser traperos del tiempo, aprovechar cada instante por corto que sea, que ningún minuto quede vacío, recoged esos retazos, sumadlos al final de la semana, del año, de vuestras vidas y os daréis cuenta de que habréis ganado (o perdido) un tesoro increíble”. 

Cuando tienes 20 años, todo esto de aprovechar los instantes, por diminutos que sean, no te parece tan relevante –eso pensaba entonces- como cuando te acercas a los sesenta. Te aseguro que lo es. Goethe explica que Fausto, insatisfecho con su vida, hace un trato con el diablo intercambiando su alma por el conocimiento ilimitado y los placeres mundanos. Yo creo Goethe no interpreta correctamente la leyenda original teutona. Se equivoca, lo que Fausto quería en realidad intercambiar a cambio de su alma, era el tiempo.

Si me preguntas a mí, seré siempre, como en tantas otras cosas, un acérrimo defensor, a ultranza, del poder de la voluntad propia e individual. Lo que tú no hagas por tu propio convencimiento y tenacidad, en la mayor parte de las ocasiones, terminará por desmoronarse. No te quiero ni mencionar a Kant, que como sabes era un hueso muy duro de roer, pero lo cierto es que su concepción sobre el idealismo en este asunto, viene como anillo al dedo. Afirmaba que sólo si somos capaces de reconocer la debilidad intrínseca de nuestra voluntad, podremos entonces impulsar los mecanismos que nos lleven a fortalecerla.


Así pues, más que confiar en apoyos externos, la única y mejor ruta para ser trapero del tiempo y aprovecharlo al máximo, también los ratos de ocio, claro, es poner todo tu empeño y afán en hacerlo. La voluntad, se suele decir, es como un músculo. Si lo ejercitas, se hace cada vez más fuerte. La tuya, la de nadie más. Única y poderosa. San Expedito, en realidad, es fruto de la imaginación de almas crédulas y piadosas. Ni siquiera la iglesia católica, apostólica y romana lo tiene en la corte celestial. Querido Bruno, puesto que no te puedes encomendar a San Expedito, confía en ti mismo. ¡Don’t proscratinate y aprovecha el tiempo!. "Hodie, hodie" Un abrazo.

viernes, 30 de mayo de 2014

LA ROSA ROJA DE LA TRANSICIÓN

 En 1979, tras una agresión ultraderechista
Así, como el título de esta entrada, es como apodaban en los círculos militantes, tan bulliciosos como comprometidos con la causa, cualesquiera que ésta fuera, a Josefina López-Gay. Lo de ser militante de la izquierda, más a la izquierda y un poco más a la izquierda, en 1979, no era algo que pudiera ser tomado a broma. Menos si eras una firme y atractiva candidata del Partido del Trabajo de España, de ideología marxista-leninista de tendencia maoísta. ¡Ahí es nada! Sin olvidarnos de que era la presidenta de la Joven Guardia Roja y que Pina, como era conocida por la prensa, había sufrido dos consejos de guerra y, más tarde, escaparía a un intento de secuestro, durante el golpe de Tejero en 1981. Amén de agresiones varias.

A Pina la conocí a la pata coja, durante una reunión de emergencia, en una sala de las de visita que había a la derecha, según se entraba en la portería del convento dominicano de S. Pedro Mártir, subiendo a La Moraleja (ahora, cuando radian los atascos en Madrid, se conoce como “la cuesta de los dominicos”; pues ahí, aunque entonces no había aglomeraciones). Era un jueves, hacia mediados de junio, por la tarde. Acudió, tan maravillosamente guapa, y más, a como aparecía en las fotos de Cambio 16. Etérea bajo su melena lisa y su gracejo andaluz llegó Inés (nom de guerre), con una compañera, quiero decir, camarada, para salvar el congreso del Partido del Trabajo de España, cuya celebración estaba prevista el fin de semana siguiente en el Salón de Actos de los susodichos padres dominicos. Vaporosa y ondulante en una maxifalda floreada y unas sandalias que arrastraban el polvo de incontables mítines en las barriadas obreras del sur de la capital y decenas de alborotadas asambleas en las aulas de la Complutense. Al norte. El pánico era recíproco.

Yo acudí para salvarme a mí mismo de lo que pensaba era (penalti) y expulsión segura del claustro, disolución ipso facto de mis votos religiosos. En alguna esquinita de mi alma piadosa hasta temía la excomunión, incluso el fuego eterno,  si aquel contubernio que se preparaba en el salón de actos se llegaba a celebrar. Sin comerlo ni beberlo, con mis ingenuos veintitrés años allí estaba yo discutiendo con una de las musas más curtidas de la Transición, acusándola de haberme metido en un lío que, cuando menos, iba a finiquitar mis ideales religiosos en el peor de los casos, y con un poco de suerte, el castigo no podía calificarse de inferior, dar con mis huesos de por vida en el internado escolar de Valladolid, como vulgar profesor de alguna maría insoportable.

Cuando a principios de curso, los jóvenes teólogos y filósofos nos votábamos cargos y responsabilidades, como jardinero, sacristán, bibliotecario, etc. a mí me había tocado, algo que no me disgustaba en absoluto, ocuparme del mantenimiento del salón de actos, la proyección de películas, iluminación de las obras teatrales y adecentar el vetusto estudio de radio reconvertido en sala de profesores. Entre otras tareas que nos autoasignamos en nuestro imparable voluntarismo, junto con el siempre servicial Luis Alberto Rey que tan desgraciadamente, años más tarde, terminó sus días en la lejana Seúl, estaba la de repintar el techo del citado salón. Nuestro admirado genio de la arquitectura Miguel Fisac -que tantas maravillas había diseñado, desde la extraordinaria vidriera hasta los mismísimos sillones de la sala de visitas donde discutía con Pina- como tantos artistas, no siempre avenía adecuadamente la parte práctica con la estética.

La cubierta ondulada del salón era un prodigio de sonorización perfecta y a la vez una obra maestra para la retención del agua de lluvia. Las goteras se convertían, a poco que lloviera, en un chorreo insufrible sobre el patio de butacas, los charcos abundaban en el suelo y las filtraciones dejaban unas manchas inmensas en el techo blanco. Así que Luis Alberto, mismamente yo y algunos generosos compañeros (correligionarios más bien, no camaradas) dedicamos parte de la primavera a repintar el techo, con la mala suerte de que al mover uno de los andamios mi rodilla quedo atrancada entre un brazo de butaca y la tubular del andamio. Consecuencia, el líquido sinovial puso la rodilla como un botijo, con posible rotura de menisco. Todo ello sin tocar una maldita pelota de fútbol.

El salón de actos, en aquellos años revueltos donde escaseaban los espacios públicos en Madrid, y menos para actividades semiclandestinas, era alquilado al primer postor, sin hacer preguntas. Por lo menos no demasiadas, sobre de dónde venías y a dónde te dirigías. En la ebullición de la época, nuestra generosidad, acompañada con el óbolo que incitaba nuestra disponibilidad, todo hay que decirlo, compaginaba a las mil maravillas con la necesidad de decenas de organizaciones de todo pelaje que pasaban sus días, a veces también sus madrugadas, en reuniones y debates perpetuos e interminables. Por allí pasaron asociaciones de enfermeras, conciertos de cantantes protesta, o grupos folkloricos (Aguaviva ensayaba su mítico «Poetas Andaluces»). El sindicato USO, por ejemplo, celebró en el mismo lugar su asamblea constituyente y, según contaban nuestros próceres, unos años antes, hasta el mismísimo Marcelino Camacho había tenido que saltar la tapia posterior del convento, enfundado en su conocido jerséi de cuello de cisne, cuando en plena clandestinidad de CCOO se vió obligado a poner piés en polvorosa tras que le advirtieran de la inminente llegada de la pasma.

Así que cuando Pina había venido unas semanas antes para reservar el teatro para un fin de semana donde, según ella, iba a tener una reunión de “boy scouts” y sus líderes, las 12.000 pesetas que aportarían por las molestias de la ocupación (“pagar la luz, la limpieza la hacemos nosotros mismos el sábado por la mañana”) parecían hasta excesivas para un movimiento paraeclesial que en muchas parroquias madrileñas era usado por coadjutores y arciprestes para que los adolescentes se desfogaran en la sierra madrileña los fines de semana.

Así que allí estaban mis dominios, recién pintado el techo, barridos los suelos, fregados los pasillos, cuadro de mandos eléctrico en perfecto funcionamiento, sillas y mesas cuidadosamente preparadas en el escenario para que nuestros esforzados, honrados y corteses “boy scouts” tuvieran su función del fin de semana. Que dilucidaran en pacíficas discusiones las modalidades óptimas de ayuda para ayudar a las ancianitas a cruzar los semáforos. En una de las visitas para chequear que el equipamiento era correcto y los micrófonos funcionaban, héte aquí que al acercarme al vestíbulo un grupo de animosos jóvenes estaban decorando diversos carteles. Y aquello no parecían lemas muy apropiados para “boy scouts”: “La tierra para quien la trabaja”, “Solidaridad con los presos”, “Pan, trabajo y libertad” y una larga retahíla de eslóganes. A cual más pernicioso.

Que la hoz y el martillo apareciera en todas y cada una de las pancartas acababa de rematar la visión apocalíptica en la que me encontraba inmerso. Una reunión sindical de obreros del metal, pase en nombre de nuestra conciencia social cuyos ecos nos llegaban de forma teórica desde las aulas, situadas a apenas 100 metros de distancia de las pancartas marxistas-leninistas recién descubiertas. Vista gorda al concierto de Agua Viva y sus míticos poetas andaluces. Nada que decir con la asamblea de enfermeras reclamando salarios justos. Pero que el mismo Lucifer en forma de hermosa mujer ataviada con un halo de radicalismo y vanguardia solidaria me hubiera tomado el pelo era el acabóse.

Para más inri por sus venas de sangre azul corrían señas de identidad revolucionaria y marxista. El no va más. Una cosa era que nuestro, excelente, profesor de Edmund Husserl y su fenomenología, Chus Villarroel nos invitara a hojear ‘El Capital’, o por lo menos soportar la lectura de algunos extractos y otra bien diferente que 600 aguerridos y aguerridas, claro, militantes cantaran a grito pelado “La Internacional”. Todo ello, mientras al otro lado del patio, en la iglesia, bajo la hermosa vidriera de Fisac, los fieles entonaban devota y fraternalmente lo de “En este mundo que Cristo nos da”. ¡Dios salve a Bob Dylan!

De alguna manera, la noticia de que algo raro estaba pasando y de que los “boy scouts” no eran tales se había filtrado hasta llegar a los más altos responsables de la comunidad dominicana, padre prior incluído. Así que allí estaba yo un jueves por la tarde, recostado en uno de los sofás, pues no podía doblar la pierna, intentado convencer a mi Pina del enorme dilema al que un humilde estudiante de teología y una combativa radical se enfrentaban. Era su asamblea subversiva contra la disolución de mis votos de pobreza, castidad y obediencia. O viceversa.

Las 12.000 pesetas, con toda seguridad, no iban a amansar al ala ultraconservadora de la comunidad de dominicos, los mismos que se delectaban con el semanario “Fuerza Nueva” y, si lo pillaban, escondían “El País” en la papelera, mientras tildaban al ABC como de izquierdoso. Ya me veía yo el lunes camino de la estación de Chamartín para coger el tren que salía para Palencia a las 8:25. Era junio, así que llegaría a tiempo para la sementera de la patata tardía, sobrado de tiempo para la siega de la cebada temprana. Al menos mi padre dispondría de obra barata. Si Pina supiera…

Yo no tenía muchas armas, excepto la de la llave de entrada al salón de actos. Afortunadamente Pina, pese a resultar tan avezada en la lucha de clases, habilidosa en sus debates infinitos y eternas jornadas solidarias no tenía muchas más. Bien sabía que si yo no entregaba la llave, la asamblea constituyente no se celebraría ese domingo. Impensable buscar otro espacio tan grande en tan corto espacio de tiempo con la policía pisándoles los talones. Así que por su bien y el mío llegamos a un acuerdo. Adiós, al menos en el aparcamiento de la entrada, a la dialéctica de clases y al castillo de cartas de las superestructuras capitalistas.

Tras pedir encarecidamente disculpas por no haberme dicho la verdad desde el principio –¿quien era yo, imberbe estudiante de una antigualla como la metafísica tomista, para rechazarlas, procedentes de tal belleza de la progresía y adalid de la dialéctica ideológica de la Joven Guardia Roja?- quedamos en que una vez llegados los delegados, éstos, con la mayor discreción posible, se meterían en el salón y, en ningún caso, harían corrillos en el patio donde solían aparcar sus Mercedes los feligreses y, menos aún, sacarían ni una sóla de sus revolucionarias pancartas fuera del salón. Cantar que cantaran lo que quisieran, pero siempre con las puertas cerradas. Ya dije que la sonorización era excelente, la insonorización no le iba a la zaga.

La rosa roja de la transición cumplió su palabra. El domingo a mediodía, cuando fui a inspeccionar mis predios, el salón echaba humo, tanto físico como ideológico, en esos debates perennes, todo quisqui fumaba tanto o más que discutía, lo que ya es decir; los muros estaban cubiertos de pasquines; los debates y los cánticos se sucedían lindando con la insurrección. Allí, en el centro geográfico de la mesa de presidencia, estaba esplendorosa mi Pina, bien controladas todas sus hordas marxistas leninistas de tendencia maoísta. Estoy seguro de que, aunque hubiera aparecido algún feroz cachorro de los Guerrilleros de Cristo Rey, también lo habría amansado.

A escasos 200 metros, la feligresía de la misa de 12 –mayormente de la alta-altísima burguesía de la cercana  Moraleja- compuesta por un público más que adinerado, marquesas varias, damas de honor de Su Majestad y discretos empresarios a los que en aquel entonces exhibir su riqueza les daba vergüenza, escuchaban con fervor aquello de “Uno de la gente le dijo: Maestro, dí a mi hermano que reparta la herencia conmigo” (Mt. 12, 13). En la otra esquina del patio, puertas cerradas a cal y canto, mi Pina, puño en alto, se desgañitaba con lo de “Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan y gritemos todos unidos viva la internacional”.


Para bien o para mal, yo continué con mis votos incólumes, con mi sosegada  existencia en el claustro, aunque cada vez más escéptico ante las cinco vías del Aquinense para probar la existencia divina. Y Pina-Inés, que además de abanderada de la revolución era una auténtica dama de la oligarquía andaluza, apareció el martes con una botella de Rioja en sus dulces y delicadas manos, para agradecerme tanta comprensión hacia la clase explotada y trabajadora.