domingo, 13 de diciembre de 2020

NEMRUT DAGHI, ANTIOCO 1º Y EL CORONAVIRUS

Como modesto aficionado a la historia y la arqueología, desde los primeros días del pandemónium de la pandemia, después ha vuelto y revuelto a la memoria infinidad de veces, tengo entre ceja y cerebelo este espacio histórico, localizado en el este de Turquía, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987.

Con un acceso muy complicado, en un lugar remoto de Anatolia, en la frontera con la región ocupada por los kurdos y no muy lejos de la siria, hay que poner bastante intención y un notable esfuerzo para llegar, al menos a finales del siglo pasado, hasta la cumbre. Los doce últimos kilómetros a lomo de asno, desde la aldea más cercana. A la cual había que acceder, a través de un paraje desolador, de montañas peladas y cárcavas plegadas sobre sí mismas, a finales de agosto el sol abrasaba, por una pista hecha de genuino pedregal. Un martirio.

A mí, más que la arqueología, lo que me interesaba era la historia de las religiones y, más específicamente de aquel mestizaje de cultos y divinidades que coexistían en la frontera de la época (primer siglo antes de Cristo), entre el imperio persa y romano, con huellas ambos de otros cultos, de otras etnias que, a lo largo de los siglos, habían atravesado aquella encrucijada geográfica. Sin ir más lejos, los griegos y armenios, pueblo de donde procedía el impulsor de aquel desmán monumental en medio de la nada: Antíoco I Theos de Comagene.

Antíoco I se había hecho construir su túmulo funerario, una vez que había desmochado la cima de la montaña. En lugar de recubrirlo con grandes piedras talladas decidió que para que no le esquilmaran después de muerto, el túmulo, en realidad la cumbre de la montaña, esta vez reconstruida, se edificaría a base de trocitos de piedra, más o menos del tamaño de adoquines. Así, si un ladrón de tumbas venía a rebuscar el oro, la plata y los tesoros que hubieran pasado a la otra vida con su cadáver iban a encontrarse con la sorpresa de que al hacer el agujero, la misma gravedad de las piedras sueltas, amontonadas sin argamasa ni sujeción, se derrumbarían sobre el propio hoyo excavado. A fecha de hoy, nadie ha sido capaz de encontrar su tumba.

Pero las ambiciones de Antíoco no se paraban en evitar que los ladrones de tumbas se enriquecieran a su costa después de muerto, lo que le interesaba era, puesto que tenía previsto que le enterraran a más de 2.000 metros de altura, acercarse, si cabe, todavía más a las divinidades. Y en la época, no andaban escasos de ellas. Así que, ni corto ni perezoso, después de todo era rey, aunque su reino estuviera muy limitado por los romanos de un lado y los persas del otro, ordenó que le hicieran una estatua, sentado, en un lateral de la montaña, de unos 8 metros de altura. 

Hasta ahí, nada excepcional. Salvo que a continuación mandó tallar, también en piedra, decenas de estatuas representando una sorprendente amalgama de dioses de la época, donde se combinaban los del imperio romano, los griegos, los armenios, los persas. Si había que compararse con la divinidad, ¿por qué compararse con unos cuantos? De puestos mejor sentarse a la misma altura, figurada y mitológica, de todos los dioses de la vecindad. Así que a la vera de Antíoco aparecen, entro otros Zeus-Oramasdes y Apolo-Mitra y Tique. Una religión híbrida, cuyo culto, debía ser un verdadero rompecabezas de lenguas, ritos e invocaciones.

Durante decenios de prosperidad, al menos en los países desarrollados, sean orientales u occidentales, nos hemos construido una re-ligión, la misma palabra lo indica, donde hemos anclado, si no todas, al menos muchas de nuestras inseguridades y fragilidades. Al estilo del de Comagene. Una montaña con grandiosas estatuas llamadas tecnología, producto industrial bruto, competitividad, la mejor sanidad del mundo, aniquilación de bosques tropicales, ignorancia ante el drama de la emigración, desprecio del cambio climático y un largo etcétera de adoquines, que al estilo de Antíoco, creíamos que nos iban a servir, por si vinieran otros a quitarnos el tesoro, nuestro tesoro, no sé, quizá las masas famélicas africanas o los desplazados por los conflictos bélicos, siempre estuviera a buen recaudo.

Pero mira por dónde, fuere por un fallo de seguridad en un laboratorio hiper secreto chino o porque alguien deglutiera un pangolín infectado, a estas alturas el origen es lo de menos, nos encontramos con que toda la arquitectura y monumentalidad de nuestras seguridades ha sufrido un notable tembleque, si bien no se ha derrumbado completamente, después de todo seguimos pagando las hipotecas a los bancos y los populismos siguen azuzando a la plebe con “fake news”.

Digamos que las circunstancias, la vida, la Providencia, el azar, los hados dependiendo de las creencias de cada cual, nos han servido un buen coscorrón y dejado unos cuantos rasguños, terriblemente profundos con la pérdida de familiares, amigos y profesores o en el enorme desempleo generado y el consiguiente empobrecimiento de familias y empresas; pero más superficiales, cuando tengamos perspectivas temporales nos daremos cuenta, de confinamientos, mascarillas, políticos mediocres y multas por botellones (¡España y yo somos así, señora!) de las autoridades gubernativas.

Los miles de muertes y el sufrimiento provocado por el coronavirus no son asuntos para banalizar la situación. Obviamente. No obstante, si conviene, seguramente la obtendremos dentro de unos meses o años, poner en perspectiva la situación. Como evolucionados miembros del “Homo Sapiens”, no es nada nuevo, el dolor, la angustia, el miedo se sienten de modo especial y único cuanto más cerca de nosotros los tengamos en el tiempo y el espacio. Ya sabemos con que velocidad pasamos sobre una diminuta reseña de la última hambruna en Etiopía y cómo sacamos la calculadora para descartar, haciendo cuentas con detenimiento, cuántos días podrían pasar hasta que la UCI de mi hospital se llene. Por si me tocara.

Así que, si somos indiferentes a los malienses que perecen en las pateras de las costas de Lampedusa, ¡cuán lejos nos quedan los 65 millones de muertos de la II Guerra Mundial, los 6 millones de judíos perecidos en el Holocausto, por no hablar de sumas superiores, se dice pronto, tras la Gran Marcha de Mao o los gulags de Stalin! Y eso que ahí no hubo errores de laboratorio, ni ADN de murciélagos contaminados. Los millones de cadáveres de hace apenas 70 años, y menos, son fruto, si fruto se puede llamar a la muerte, de la crueldad de nuestros congéneres. La dolorosa historia humana es una hilera interminable de nuestras propias decisiones.

Por ello, pese a que el tiempo y el espacio nos colocan en el dolor de lo que podemos palpar, el Covid-19, aún con toda su dureza, también ha acarreado aspectos positivos. Seguramente el primero es hacernos conscientes de la fragilidad inherente a las personas, a los seres humanos, porque nos ha tocado o nos puede tocar en nuestros seres más queridos, incluso a nosotros mismos. El sufrimiento y la muerte están cerca y resulta complicado, por desconocimiento, ponerles barreras. Como se solía decir antes: “No somos nada”.

El segundo aspecto positivo es que, en un contexto de tamaña incertidumbre, necesitamos tener espacios físicos, referencias tangibles (casa, paisajes, barrio) y, sobre todo emocionales, donde anclar nuestras inseguridades. Por supuesto, la familia, pero también los amigos, los compañeros de trabajo y los vecinos del rellano. Los sanitarios que nos cuidan, los policías que vigilan, el periodista que, con veracidad, nos informa. Cualquier elemento que elimine, aunque sea unos gramos, nuestra inquietud.

El tercer elemento, pero no menos importante y que, seguramente, una vez aplacada la peste, permanecerá más tiempo con nosotros: discernir los límites del ser humano y, como consecuencia, la herencia que queremos dejar para los que vengan detrás: nuestros hijos y nietos.

Aunque personalmente soy muy optimista respecto al futuro, el coronavirus nos ha enseñado que podemos edificar estatuas monumentales (tecnología, ciencia, vacunas, encontrar agua en Marte) en medio de parajes desiertos, intentar acercarnos a los dioses, sobredimensionar nuestras limitadas capacidades, olvidarnos de la fragilidad inherente al ser humano. Como Antíoco I, crear nuestra propia religión, adobada con un consumismo desmesurado, innovaciones sin par, sueños, aparentemente, ilimitados de grandeza y poderío.

No es mi intención aplicar unas dosis de moralina barata a la confusión y el caos que, todavía, pende sobre nuestras cabezas. De la encrucijada de caminos y culturas que fue Nemrut Daghi, hace algo más de dos mil años, sólo quedan torsos sin sus miembros inferiores, cabezas a medias enterradas en el suelo, troncos sin testa.

Como tantas veces en la historia, desde el Imperio Romano hasta el trumpismo más rancio, la ambición sin límites no ha sido sino la piedra en la que tantas veces la raza humana ha convertido sus sueños más desmesurados en terribles pesadillas.

Acaso el coronavirus nos sirva para dejar de sobrevolar los glaciares desaparecidos, mirar de lejos los campos de refugiados, observar adormilados desde las alturas los incendios en el Mato Grosso, quizá nos empuje a poner los pies en la Tierra y hacerla más habitable para nuestros descendientes, no transformada, víctima de nuestras impotencia, en un campo de ruinas como Nemrut Daghi.