martes, 6 de diciembre de 2016

EL COMET

Fue la primera vez que comprendí que allá afuera había otro mundo diverso del nuestro. Fuera de la aldea con sus páramos y barbechos, más allá de donde se perdía, siguiendo la línea del valle, la carretera que conducía a la capital. Tenía algo más de seis años, pero aquella tarde de octubre de 1962, con el cielo arrebolado del norte de Castilla la Vieja, mientras los adultos observaban con pavor la estela blanquecina que dejaba el avión a reacción cruzando en dirección norte sur, entendí que había fronteras, países, guerras. Que podían estallar en cualquier momento -mis padres afirmaban que era cuestión de días, incluso de horas- y aniquilar todo aquello que nos rodeaba y que envolvía nuestra infancia: los robledales los prados, y eriales, las tapias de adobe y el reloj parroquial parado en las doce menos doce.

El paso del avión no era nuevo para nosotros. Cuando las tardes de verano se acortaban y llegaban las primeras escarchas del otoño, la media docena de niños de la escuela, que ejercíamos de monaguillos para tocar la tercera al rezo del rosario, habíamos cogido la costumbre de subir al campanario para adivinar cuando el avión a reacción iba a surgir por encima de las montañas, unos kilómetros más al norte. Uno contaba hasta 10 y si aparecía durante ese intervalo ganaba la perra chica que el de la camioneta de ultramarinos nos daba por pregonar su llegada a la plaza del pueblo. Si no, el turno pasaba al siguiente. El aeroplano solía ser muy puntual y, raramente, llegaba después de que tuviéramos que colgarnos de la cadena del campanillo para tocar la tercera. Era fácil divisarlo aparecer sobre las crestas recién nevadas de los picos más altos.

Con el sol cayendo por encima del Caserío de Mazuelas, sus últimas luces resplandecían, fugaces pero brillantes, en la panza del avión (más tarde averigüé que era un Comet de la BOAC haciendo la ruta Londres-Johannesburgo). Para nuestro reducido universo infantil, dividido entre la obligada asistencia a la escuela de Don Tino y las tareas del campo para ayudar a nuestras familias -el concepto de explotación infantil era inconcebible entonces-, aquel avión representaba un mundo completamente ajeno a nuestros juegos y deberes, inalcanzable y misterioso. A la vez que anhelado y futurible. De hecho, cuando el inspector de Palencia venía a la escuela y nos preguntaba que queríamos ser de mayores la mitad de nosotros respondía que toreros y la otra mitad pilotos de aerolínea. Para hijos de humildes agricultores minifundistas aquello sí que representaba una genuina ambición profesional para ascender en la tan cacareada escala social. Algún descastado, claro, se apuntaba a lo de futbolista.

Pero aquella tarde, el avión, por razones que se nos escapaban, no pasó por encima de nuestras cabezas. Bajamos discutiendo por la escalera de caracol sobre si había pasado y no lo habíamos advertido. Improbable, el cielo estaba diáfano y despejado, ni una sola nube. O se había estrellado en el Cantábrico. Imposible de saber, aunque la torre de la iglesia fuera la más alta del valle, más altos eran los Picos de Europa. Don Maximino, el cura, tuvo que golpear dos veces con sus nudillos -que tan bien conocían nuestras cabezas- sobre el yeso repintado del púlpito, mientras entonaba la cantinela rutinaria del segundo misterio doloroso (“la flagelación del Señor”), porque en la primera fila de bancos continuábamos discutiendo sobre el paradero del Comet.

Don Maximino impartía, ¡es un decir! la catequesis todos los días y fiestas de guardar. Faltaban apenas nueve meses para que entráramos en uso de razón y celebráramos la primera comunión. Así que cuando volví a casa, me sorprendí de ver a mis padres todavía en medio del patio, bajo el nogal cuyas hojas comenzaban a desprenderse. Conversaban acaloradamente con nuestro vecino, el Sr. Isidoro que, además desempeñaba el oficio de cartero. En el pueblo y también en los de los alrededores a donde acudía, hiciera un sol abrasador o cayeran chuzos de punta, en una yegua parda y su sobada cartera marrón con la esperada correspondencia de los primeros emigrantes.

El Sr. Isidoro pasaba por ser de los mejor informados en la aldea y los contornos. Cada día tenía que recoger la valija en la carretera, desde la furgoneta color oliva renqueante que, desde Osorno, conducía Don Eduardo. Aparte de las noticias más o menos frescas que le contaba Don Eduardo -Osorno era cabeza de partido judicial- el Sr. Isidoro contaba con una ventaja adicional. Aunque fuera incluso con un día de retraso, era el que entregaba el Diario Palentino a mi tío Lucio, el único suscriptor de la aldea y probablemente de unos cuantos kilómetros a la redonda. Así que si el Sr. Isidoro hablaba de sucesos, política o el tiempo, era una persona de toda confianza.

Con la noche cayendo, oí por primera vez palabras que jamás había oído antes. Cuba, misiles, Castro, bomba atómica. Y con las palabras también noté el temor en los rostros de mis padres, del Sr. Isidoro y de su mujer, la Señora Eufemia que, discreta como siempre, apenas pronunciaba palabra. El asunto debía de ser terriblemente importante para que mi madre, que por entonces ya tenían dos vacas del país, daban poca leche, pero lo suficientemente para la casa y vender algún litro ocasional, no se hubiera puesto a ordeñar. Peor aún, el carro de las vacas, desuncido, estaba a la puerta de la patatera y mi padre no había movido ni un solo saco. Y aquello sí que era inquietante. Mi padre sabía de sobra que incluso a mediados de octubre las heladas no eran raras y por mucho que el carro estuviera protegido por el ramaje del nogal, las patatas podrían terminar en el abonero.

Había anochecido. Justo en aquel instante, con el cielo ya casi perfectamente estrellado, apareció un avión, posiblemente el Comet puesto que llevaba la misma dirección norte sur. Apenas visible, salvo por las luces parpadeantes de la cola. ¡Un bombardero ruso! dije, sin saber lo que significaba muy bien ni una cosa ni la otra. Las voces de los mayores se callaron en seco, sólo un instante, mientras miraron hacia arriba y vieron el mismo parpadeo que yo. De manera inmediata se pusieron a discutir por donde estaba Cuba y ante la imposibilidad de ponerse de acuerdo el pagano fui yo: ¡Qué tonterías dices, chiguito! ¡Cállate!, me conminó mi padre, poco dado a las amenazas.

No las debían tener todas consigo porque volvieron a mirar las luces difuminándose en la distancia. Pero para mi sorpresa, no debieron de tomárselo muy en serio. Para ellos el mundo no tenía pinta de acabar en los próximos minutos. Mi padre comenzó a descargar los sacos de patatas, mi madre a ordeñar las vacas y el Sr. Isidoro continuó discutiendo, ya en el patio vecino, con la Señora Eufemia si Cuba estaba hacia el pago de Santamarina o hacia el del Turruntero. En realidad, La Habana y para el caso Miami y Nueva York, eso lo vi al día siguiente en la Enciclopedia Álvarez, estaba hacia el oeste. Más o menos hacia donde mi padre decía que tenía la tierra de Campoloncillo. Pero yo no dormí a gusto sabiendo que en cualquier momento la aniquilación podía venir de los soviéticos. De hecho, aunque las tablas enceradas de roble de la entresala, en la segunda planta, estaban heladoras, de madrugada me levanté para ver -tampoco tenía muy claro donde estaba Estados Unidos- si no pasaba algún bombardero americano en dirección contraria. No pasó, al menos yo no los vi.

Yo, por supuesto, iba con los cubanos. En parte porque sabía que hablaban español y en porque había oído contar las hazañas, reales o inventadas, de mi bisabuelo Arsenio durante la guerra. A diferencia del Señor Argimiro, la familia no tenía dinero suficiente, para pagar la tasa de quedarse en el pueblo y allá que se fue alistado para pelear contra los insurgentes. Que ahora, en mis escasos conocimientos infantiles, habían pasado a convertirse en amigos.

Al día siguiente conseguí que el Sr. Isidoro me enseñara de tapadillo, delante de la chopa de la iglesia, lo que el Diario Palentino, eso sí, con un día de retraso contaba. Aquellos grandes titulares no eran muy tranquilizadores. Así que en cuanto Don Tino nos soltó para la hora de la comida me precipité, mis padres ya lo habían sintonizado, a escuchar el parte de Radio Palencia, El Cimbalillo, en la Optimus tronante en una repisa de madera de la cocina. Aparentemente, Kennedy y Kruschev habían firmado la paz.

Era previsible, pues, que el Comet volviera a sus trayectos rutinarios, a pasar antes de que tocáramos la tercera para el rosario. Aquello sería el mejor signo de que el mundo no se acabaría de un instante para otro. Y a eso de las seis menos algo, puntual a su cita, tranquilizador, ronroneante, un susurro en las alturas y la distancia de la tarde otoñal, el Comet apareció majestuoso por encima del Pico Tresmares. El mundo estaba en paz y Don Maximino podía comenzar con el primero de los gozosos: la Anunciación y Encarnación del Hijo de Dios en las purísimas entrañas de la Virgen María. Dios te salve María, llena eres de gracia…


Cuando casi medio siglo después, en el 2003, en la destartalada capital caribeña, contaba mis temores infantiles a José Ramón Fernández Álvarez, Héroe de la República de Cuba y por entonces Vicepresidente del Consejo de Ministros, el Gallego, como le llamaban sus camaradas revolucionarios, aunque es hijo de asturianos, se desternillaba de risa. Pero esto ya es otra historia. 

miércoles, 12 de octubre de 2016

EL CIRUELO

“Apaga la luz que ya se ha hecho de noche” – me dijo mi padre. Era la hora de la siesta y estábamos a la sombra del ciruelo que ocupa un rincón del patio. Una tierra de nadie, las raíces y la sombra del ciruelo no permiten cultivar nada en un par de metros alrededor, entre los surcos donde él mismo había sembrado los ajos el último noviembre y la parcelita de judías verdes plantadas apenas un par de meses atrás. El ciruelo, variedad claudia, apenas dos palmos de esqueje clavado en el suelo cuando yo era pequeño, al menos así lo recuerdo, ha crecido, con cierta desmesura, a lo largo de los años, sobrepasando un par de metros el tapial de adobe. En los atardeceres de verano, uno de los lugares favoritos para el vuelo esquivo y atormentado de los vencejos que anidan en la portada.

Al principio creí no haberlo entendido correctamente, pero cuando insistió: “No te he dicho que apagues la luz”, miré escéptico al cielo para observar, como no podía ser de otra manera, en aquella tarde de agosto abrasadora, que el sol lucía en todo lo alto. Ni una sóla nube en el límpido azul de Castilla la Vieja. Fue en ese preciso instante cuando me percaté de que la caída de la bicicleta días atrás, a pesar de lo que habían dicho los médicos en la capital, quizá con demasiada celeridad, comenzaba a tener consecuencias serias. Muy graves. No sorprendentes, claro, después de todo, lo raro, en un anciano de 91 años, es que no se hubiera quebrado un par de huesos, incluso la cabeza, pese que bromeábamos que la tenía más dura que un tronco de roble.

En realidad, de eso me dí cuenta “a posteriori”, durante los últimos días había habido otras señales poco alentadoras de que el abuelo viejo, como le llamábamos cariñosamente, había mostrado. Por ejemplo, los lapsos de tiempo. Como el jueves, cuando a media tarde se encaminó, todo decidido, a la calle para ir a la misa de lo que él creía que era domingo por la mañana. Que no fuera a echar de comer a las gallinas el pan duro remojado en agua, como había hecho durante décadas, y quitar los huevos con la latilla -una lata de sardinas adaptada para la ocasión- también resultaba chocante.

Aunque lo más inaudito, sin duda, después de una semana del accidente, es que pasara la mañana sentado en el patio y ni una sóla vez se hubiera puesto a regar ni los tomates ni las cebollas. De las dalias, ligeramente mustias, en un antiguo barreño descascarillado, no solía hacer mucho caso. Pero desde que se jubiló, las escasas fincas de cereal las llevaba un aparcero, el huerto del patio era la mitad de su vida y casi la totalidad de sus ocupaciones. Desde que cavaba la tierra con las últimas lluvias de abril, hasta que pasado el puente de diciembre recogía en un hato los palos retorcidos por donde habían trepado los hilos de las alubias verdes.

Ni una sóla vez había hecho intención de regar, eso que cada vez que salía al patio tenía que pasar por encima de la manguera, ni siguiera hizo ademán de mandarme hacerlo. Cuando yo, tras unos minutos de espera para ver si reaccionaba, echaba la manguera en el surco, como si no quisiera verlo, se ponía a mirar los cumbreras del tejado de la antigua cuadra, recientemente retejada. Con la mirada perdida en la chopera que sobresalía por encima del tejado. Donde comenzaba la cañada que conducía a los roturos y barbechos.

El huerto lo había ampliado desde que se jubiló. Ahora ocupaba más de la mitad del patio, en pequeños rectángulos, irregulares y desordenados, cada uno con su especialidad. Aquí calabacines, allá pepinos, más allá berzas. La tierra había sido su medio de vida desde los catorce años y la tierra, ahora ya en la superficie reducida del patio, seguía ocupando sus quehaceres. Por eso, el que desde hacía una semana no se hubiera ocupado ni lo más mínimo de regarlo, de quitar alguna broza o atar las tomateras a las estacas de salce era el peor signo de que su cabeza estaba en otra cosa. Quizá en su nueva vida de desmemoria.

“Padre, parece que esta semana ya acaban de cosechar” o “Padre, este año no va a haber mucha fruta”, le decía. Frases comunes, a las cuales, pese a su sordera, aunque fuera de manera lacónica, unas semanas antes, hubiera respondido. Casi siempre las mismas respuestas, año tras año, pues iguales eran las preguntas. “Sí, Abundio anda muy suelto con el tractor” (por diligente) o “Heló muy fuerte para San Isidro”. Pero en esta ocasión en lugar de responder se limitó a cruzar los brazos sobre la mesa amarilla, propaganda de una marca de bebidas tónicas, apoyar su cabeza sobre ellos y comenzar a dormitar. O al menos aparentarlo. Ni una sóla palabra.

El patio hubo una época que sólo había sido patio. Un espacio tradicional en las casas castellanas que lo mismo servía para hacer la matanza antes de las Navidades que para esquilar las ovejas antes de la llegada del calor o comer en familia alargada el día del Santo Patrón. El ciruelo siempre había estado allí. De niños solíamos subirnos a sus ramas, muy quebradizas a vendimiar las ciruelas, los raros años que las heladas no mataban la floración. Mi padre, no estoy muy seguro de que fuera cierto, siempre aseguró que el esqueje original se lo había dado el suyo. Sacado de uno que, el abuelo de verdad, tenía en la huerta del otro lado del río Negro, no muy lejos del Turruntero. En todo caso, mi padre tenía un gran aprecio por aquel árbol que, con el paso de los años, se había ido apoderando de aquella esquina del patio. No dejaba que nadie lo podara, ni lo regara, mucho menos, una vez que crecimos, que quitáramos las ciruelas. 

Yo recuerdo el ciruelo como un árbol no mucho más grande que nosotros, chavales de 7 u 8 años. Sobre todo, lo recordaba porque a su sombra, es un decir, porque era enero, se difuminó una de las primeras ilusiones infantiles que tengo en la memoria. Para Reyes había pedido una vaca. De las de leche, pintas, blanca y negra, como las que él tenía en la vecina cuadra, en la aldea llamadas pías. Y efectivamente, a cambio de un bozal de avena que dejé el cinco por la noche en la ventana del piso bajo, los Magos me trajeron una vaca. Eso sí, era de cartón, un recortable de no más de 30 centímetros.

Pero la silueta se parecía enormemente a la “Tulia” (me pregunto de dónde sacaron ese nombre para una vaca lechera), la más testaruda, pero la más lechera de la media docena que tenía mi padre. El día que retomamos las clases con Don Tino, por las prisas o el nerviosismo, tras jugar con ella, la vaca quedó olvidada, apeada al tronco del ciruelo. Más bien atada con una cuerda. Para que no se escapara. Enero era enero y aquella noche cayó una nevada, como dicen en la aldea “de las de antes”. Aunque en aquella época, mediados de los sesenta, ya era antes. Cuando al día siguiente fui a recoger mi vaca, el cartón estaba retorcido por la humedad y de las pintas negras no quedaba nada, salvo algunos copos de nieve ennegrecidos por la tinta diluida. Para mí, el ciruelo se convirtió en el camposanto, intocable, desde donde mi Tulia fue transportada, una noche de nevada, al paraíso donde habiten las vacas lecheras. Para mi padre siguió siendo el ciruelo que había heredado del suyo.

La situación de mi padre, con el paso de los días, no mejoró, más bien al contrario. Ya muy raramente levantaba la vista para mirar por encima del tejado. Donde comenzaba la cañada que conducía a los roturos y barbechos. Se pasaba las horas con la cabeza entre los brazos de la mesa de refrescos. Ni siquiera le llamaba la atención la llegada del panadero, menos aún, había tenido afición a hojearlo, que le dejara encima la mesa el Diario Palentino. A las sólas llamadas que atendía eran a las del almuerzo (¡Abuelo, a comeeeeeeeeeer!). O ya, cuando el sol caía y comenzaba a refrescar, se encaminaba, sin mediar palabra, al cuarto de estar.

El último día de las vacaciones de verano, sin embargo, ocurrió un pequeño milagro. Yo no le había dicho que me iría al día siguiente. Quizá se lo había comentado alguien, quizá lo dedujo al ver que metía los tomates, de los que él ya no había regado, en una jaula de plástico. Pero cogió su azada, desgastada por el uso, casi convertida en otra extremidad de su cuerpo durante tantos años, y se acercó al ciruelo. Por un momento, apenas tenía fuerzas, pensé que iba a golpear el tronco, no sé, inmerso en alguna extraña locura de la memoria y los recuerdos que, a estas alturas, debían de abrumar sus duermevelas. Pero no, en la base del tronco, separado como medio metro, acogido a la humedad que emanaba del cercano albañal, había crecido un hijuelo de apenas 25 centímetros. Aunque mi padre apenas si tenía fuerza para tenerse en pié, la habilidad con la azada, como los tenistas veteranos con la raqueta, no se le había escapado. Así que en menos de 10 minutos se las apañó para excavar por debajo del plantón y sacarlo intacto, con las raíces al completo. Como no llevaban tierra, pensé que, difícilmente, durarían el largo viaje de regreso.

Con una mano me entregó la azada, con la otra el plantón de ciruelo. Nunca jamás he visto a mi padre llorar. En esta ocasión, me pareció, sólo me lo pareció, advertir sus ojos ligeramente vidriosos. Acaso me lo imaginé. Poco dado a las palabras y menos en aquella situación de olvido que le acosaba (“Apaga la luz que se ha hecho de noche”) lo que menos esperaba yo era un solemne discurso en torno a la herencia familiar de ciruelos, azadas y recuerdos. Unas frases definitivas sobre el valor eterno que comporta el cultivo de la tierra generación tras generación, un sentido discurso sobre la necesidad insoslayable de buscar, en el afán de todos los días, que la existencia de los que te siguen sea menos penosa que la tuya propia.

Pero no, mi padre nunca ha sido muy dado a perder su tiempo en hablar. Así que me dijo lo mismo que me había dicho centenares de veces: “Conduce despacio, que, aunque llegues una hora más tarde no pasa nada”.


Así que aquí estoy yo, he conducido muy lentamente, casi medianoche en medio del patio, del mío, excavando un hoyo, lo suficientemente profundo para que el ciruelo arraigue sin problemas. Tengo mis dudas. Ochocientos kilómetros al sur no es nada fácil que el ciruelo se adapte a esta climatología tan agostada. Menos aún con este rebrote que debe de arrastrar la huella genética de decenas de gélidos inviernos y una infinidad de arrugas de la meseta. De repente, sin ton ni son, me ha venido a la cabeza una frase del Libro de los Proverbios: “La esperanza que se demora, es tormento del corazón; mas árbol de vida es el deseo cumplido”.

viernes, 7 de octubre de 2016

ES EL MÉTODO, ESTÚPIDOS, NO LA REVÁLIDA (NI LOS DEBERES)


Entre ministros del ramo en funciones, políticos autonómicos de palabra larga y mirada corta y padres más inquietos por el tiempo de ocio que de la laboriosidad de sus vástagos, leo y releo con estupor un debate tan absurdo como vano, vano de vacío, sobre dos aspectos, cuando menos accidentales, de la educación: que si menos deberes y que si fuera con la reválida. En el camino casi nadie discute sobre la cuestión de fondo: los contenidos y metodologías, trasnochados a fuerza de hacerlos pasar por ultramodernos, que se emplean en la educación española. La pátina de modernidad parece estar dictada por el cambio de textos de un año para el siguiente.

La cada vez más pobre, y mira que es complicado bajar a honduras más profundas, formación del alumnado hispano parece no tener límites. Aunque desde hace años me toca tangencialmente, no hace falta ser un genio de la pedagogía para advertir que, si algo podía ir a peor, está yendo a peor. Los ejemplos abundan por doquier en el mundo de la enseñanza. Mundo en el que no me cabe duda abundan excelentes profesionales, yo tengo unos cuantos amigos veteranos al borde de la jubilación, quería decir, de la desesperación.

Primer ejemplo: la tan cacareada enseñanza bilingüe si no fuera por el dramatismo de la situación formaría parte de un excelente guion de vodevil. Porque, aunque no lo aparente, es de risa. Desde luego, al menos eso parece, la gran mayoría de legisladores, ejecutores y decisores no han entendido de la misa la media lo que quiere decir enseñanza bilingüe. En el año 1967 ya me enseñaban el inglés de la misma manera que se enseña ahora. ¡Qué digo, bastante mejor! Por eso, cuando con un amigo llegué al aeropuerto de Londres nos quedamos extrañados que los hijos de la pérfida Albión, que tan mala fama tenían en nuestro limitado horizonte carpetovetónico, nos desearan éxito (EXIT) en cada puerta que abríamos. ¿Alguien ha oído hablar de Villar Palasí?

Más aún que esta supina incomprensión del bilingüismo todavía me ha dejado más estupefacto la liquidación, en aras de no sé qué enseñanza progresista, pasito a pasito, a veces con puñaladas traperas, de todo lo que tenga que ver con las humanidades: lenguas clásicas, historias del arte, filosofías y demás marías contemporáneas se han convertido en carne de cañón para, supuestamente, mejorar en memeces tales como el emprendimiento o la educación para la ciudadanía. Si alguien ha estado en el Museo del Prado, o para el caso cualquiera occidental, con un japonés, intentando hacerle comprender el Santo Domingo de Guzmán de Berruguete, no te digo nada una Última Cena, un ejemplo entre miles, sabrá lo que vale un peine, esto es, el valor de la cultura religiosa. Bueno, dejémoslo en cultura, sin adjetivos.

Por si lo del bilingüismo y la laminación del latín y griego eran de poca monta, ahora está en el candelero la reválida. Yo me libré de la de cuarto, aunque sufrí y padecí la de sexto. No salí, creo, traumatizado. Al contrario, fue una época de repaso, concentración, desafío y moderado éxito (la Guerra de las Galias se me atragantó). Un hito que pasar en mi escolarización como se pasaban otros a lo largo del curso y de los años. Aunque lo que la mayoría parece olvidar en todo este desbarajuste es que la Reválida era justamente eso, una ratificación del MÉRITO, añeja palabra, tan enmohecida hoy en día, del esfuerzo a lo largo de los meses, del empeño en convertirte en hombres (y mujeres, claro) de provecho. Y no valía con serlo, había que demostrarlo. Normal. Era eso o el tractor en el barbecho. Ahora las salidas son más: puedes inscribirte en un partido político, convertirte en DJ de moda o, colmo de los colmos, en tertuliano de una cadena esperpéntica de televisión.

Ah, pero eso fue a mediados de los 70, el Generalísimo estaba en las últimas, después vino la democracia, los partidos y una ristra de ministros que si no cambiaban la ley pertinente tenían menos güevos. ¡Espera! En Francia, al que considero el país por excelencia de la cultura, en 2016, y seguramente por muchos años más, la Reválida sigue bien vivita y coleando. Recuerdo, para los menos versados en los intríngulis de la política gabacha, que ha habido en estos últimos años presidentes de derechas y de izquierdas, ministros de educación de centro y de menos centro. Pese a todo, la Reválida, el BAC (baccalauréat), como ellos lo llaman, es la piedra angular del paso de los institutos a los estudios universitarios. Y sí, por raro y estrambótico que parezca, dependiendo de la rama que hayas elegido, sigue habiendo exámenes de lenguas clásicas, historia del arte y, ¡oh tiempo, oh mores, de filosofía!

Dos de las preguntas de este pasado junio: ¿Sabemos siempre aquello que deseamos? y ¿Por qué tenemos interés en estudiar la historia? Dos preguntas mondas y lirondas con un papel en blanco y un bolígrafo, más la cabeza, claro. No te preguntan por la fecha en que Carlos Martel venció en la batalla de Poitiers, ni el año en que nació Descartes. Y voilà el segundo elemento esencial de la Reválida, tras el ya citado del mérito y el esfuerzo: pensar. ¿Para qué sirven sino los estudios si no es para hacerte pensar? Sartre puede descansar tranquilo en su tumba.


La enseñanza y, consecuentemente el momento cuando los alumnos tienen que demostrar que se han esforzado, está basada en el raciocinio, en lo que antiguamente se llamaba el discurrimiento. Pero para llegar a ser capaz de pensar tienen que darte las herramientas. Al sur de los Pirineos no solamente no te dan la caña, además te quitan los peces y, no pocas veces, hasta el estanque. Lo más sorprendente es que te lo quitan quienes tenían que poner los medios: políticos, consejeros, y hasta los mismísimos rectores de las universidades ¡Mon Dieu! Ya lo decía alguien ¡que piensen otros! Así nos va. Peor aún, así nos irá.

domingo, 5 de junio de 2016

SOBRE LA RAZA ESPAÑOLA, LA CATALANA Y LAS OTRAS

En 1941, un tal Jaime de Andrade escribe un guion que se convertirá en la película “Raza” para mostrar el espíritu abnegado y valeroso, indómito e invencible, del español auténtico y racial. El tal Jaime de Andrade no era otro que el Generalísimo y Excelentísimo Francisco Franco Bahamonde, amén de dictador. En la actualidad, la palabra raza posee un sentido generalmente peyorativo y se ha sustituido por otras palabras menos malsonantes o políticamente más correctas como nacionalidad, identidad cultural, región. Y sí, también Estado. Hace menos de un cuarto de siglo, hablar de raza parecía lo más normal del mundo. De la española, de la vasca, de la cobriza y de la amarilla. Al menos estas dos últimas, además de la negra y la caucásica, aparecían con dibujos coloreados en mi Enciclopedia Álvarez, a medidos de los sesenta. Incluso se hablaba de la raza catalana.

Es cierto que era una corriente de pensamiento en Cataluña de los locos años veinte, a medias política, a medias antropológica, relativamente marginal. Aunque no tanto si se considera que Pere Màrtir Rossell i Vilar (1883-1933) llegó a ser diputado por Esquerra Republicana en el primer Parlamento de Cataluña en 1931. En realidad Pere Màrtir, olotino, era un veterinario de prestigio, llegó a ser director del Zoo de Barcelona, lo que no le impidió publicar un sesudo y metódico estudio de trescientas y pico páginas denominado “La Raça”. Incluso tiene una versión en francés.

El título suena tan mal que algunos lo explican diciendo que “Pere Màrtir Rossell i Vilar parla sobre el concepte de "raça" i dedica un capítol a "la raça catalana", entesa no tant com a trets físics sinó de mentalitat”. Algo muy discutible cuando ya en el prólogo se afirma que «La raza puede constituir un valor indefectible, para reunir la universalidad causal y ser aplicable a todos los asuntos humanos.» y también: “El principio racial enseña que las ideas a las que se han atribuido los cambios políticos han sido meros accidentes, y que la causa trascendental es la raza.»

Aún considerando los disparates de Don Sabino, de Don Pere y del Caudillo como dislates estrambóticos de una época trasnochada, bien que ligeramente inquietante por su proyección en el estado actual de la cosa política, me pregunto si no está aplicándose “cum grano salis” a una cierta ideología subyacente, a veces muy superficial, en el sentido no de ligera, sino que aflora con relativa facilidad, a todo lo que sea cultural, político, ¿racial? usada como artificio para excluir a quien no es de la propia tribu, aldea, pueblo, comarca, región, autonomía y, por supuesto Estado. Verbigracia, las noticias de todos los días.

Aprovechando que el Fluviá pasa por Olot, termino apuntando que lo de “cum grano salis” fue mencionado, por primera vez en la Historia Naturalis de Plinio el Viejo. Y lo cita en la descripción de una receta como antídoto contra venenos, que fue encontrada por Pompeyo el Grande tras su victoria en 63 a. C. sobre el también Grande Mitrídates VI, entre los papeles personales del monarca, escrita de su propia mano. La receta, que tomada en ayunas protegía durante ese día contra cualquier veneno, consistía en dos nueces secas, dos higos y 20 hojas de ruda, a lo que debía añadirse "un grano de sal".

No sé si las nueces secas y los dos higos tendrían mucho efecto, pero seguro que el grano de sal, esto es, el sentido común español, el afamado seny catalán y como quiera que se diga en vasco lo de “cum grano salis” no vendría mal como antídoto a todos los nacionalismos. A todos y de cualquier pelaje.


Y de postre, viajar. Mark Twain dixit: “Viajar es mortal para los prejuicios, el fanatismo y la estrechez de miras”. Así pues, muchos podrían recuperar su sano juicio con una receta tan fácil como económica: un par de higos y Ryan Air.

domingo, 1 de mayo de 2016

EL HIJO DEL HERRERO

A mediados de los sesenta, en las estribaciones de los Picos de Europa, cuando la meseta castellana empieza a ondularse, alternando valles y páramos, sólo había dos caminos de huida. Uno era bien corto, apenas 200 metros, por las callejuelas que conducían desde la iglesia al camposanto. La tierra (sagrada), como solían decir, para quien la había trabajado en vida. La otra ruta de escape era, si cabe, más complicada y penosa de recorrer.

Pasajero de trenes nocturnos, con la carbonilla colándose por las ventanas, mientras dabas vueltas en la memoria a las casas de adobe abandonadas y los eriales que no volverías a binar. La fuga hacia el cinturón industrial de Bilbao, acaso hasta los arrabales del extrarradio madrileño, quizás el tren que, procedente de La Coruña, te recogía a horas intempestivas en Venta de Baños para, casi un día después, vomitarte cerca de los telares de Manresa, en alguna química del Vallés o, si por carambola, el primo de un primo era jefe de turno, la fortuna de terminar apretando las tuercas de los 600 en Martorell.

Meren tenía todos los números para más tarde o más pronto recorrer el trayecto más corto, de jamás subirse a un tren. Su padre, el señor Agapito, la bondad en persona, a la vez herrero y carretero en la aldea, ambas profesiones iban de la mano, nos fascinaba –la escuela infantil estaba enfrente de la fragua- mientras atizaba la fragua con el fuelle.  Meren sostenía con una imponente tenaza la reja del arado sobre el yunque, mientras su padre la moldeaba rítmicamente con un enorme martillo. Era un trabajo muy duro, sólo podía hacerse en pareja. Así que cuando el señor Agapito falleció, el mozo Meren, un buen día, desapareció de la aldea a bordo de uno de aquellos trenes nocturnos donde la carbonilla se colaba por las ventanas. Él afirma, quizá esté exagerando, quizá sea una metáfora, que se subió al primer tren que llegó al andén de la encrucijada férrea de Venta de Baños. Era el que tenía como destino Barcelona.

Pasaron los años y Meren, tras cambiar de trabajo en numerosas ocasiones, a medida que familiares, amigos o conocidos le hablaban de uno mejor pagado o más aceptable para su galopante reúma, terminó trabajando en la Universidad Autónoma de Barcelona. Cierto, de conserje. Al principio en unos horarios desquiciados, pero con un salario más que digno, al menos en aquella época de penurias, y el lujo de vacaciones anuales pagadas. Permisos las llaman en la parla local. Algo impensable para quien no se despegaba, ni a sol ni a sombra, del yunque y el garlopín. Vacaciones que aprovechaba para volver a la aldea donde su habilidad con la forja la trasladó a la paleta. En media docena de veranos rehízo la fragua que estaba desmoronándose y la convirtió en una especie de museo donde cada una de las herramientas que su padre había usado ocupa su sitio exacto en el exiguo espacio.

Meren ya está retirado y pasa los inviernos en Barcelona a donde poco a poco fue llamando, en la aldea dicen “colocando”, al resto de la familia. Su hermana es bibliotecaria en la misma universidad y su sobrina ha terminado recientemente, con brillantez, la carrera de Geografía. Es muy posible que, dentro de unos años, cuando acabe el doctorado, termine impartiendo clase en las mismas aulas de las que su tío fue guardián, después de ser herrero.


Emerenciano, lo de Meren es el diminutivo con el que se le conoce en la aldea desde pequeño, tiene dos pasiones. El cariño por la ciudad que le acogió y que desde el 8 de diciembre hasta el 19 de marzo recorre incansablemente. Todas las mañanas tres horas de caminata para aligerar los dolores del reuma. “Me conozco Barcelona bastante mejor que los barbechos del páramo”. Y la fragua donde aprendió a golpear el hierro candente junto a su padre. “El fuelle funciona exactamente igual que cuando lo usaba mi difunto padre, que en paz descanse”. Termina con una frase lapidaria: “No entiendo ni jota de política. Mi patria es aquella donde me han dado trabajo para vivir, pero también ésta, donde mis abuelos le enseñaron el oficio de herrero a mi padre y éste a mí”

domingo, 3 de abril de 2016

MURCIA: LA FRONTERA MERIDIONAL DEL CATALÁN

Jaume I, El Conquistador
“E com la dita ciutat, Murcia, hach presa e poblada tota de cathalans, e axí mateix Oriola e Elx e Guardamar e Alacant e Cartagena e los altres llochs; sí que siats cert, que tots aquells qui en la dita ciutat de Múrcia o els davant dits llochs són poblats, són vers cathalans e parlen del bell catalanesch del món”. Quien así escribe, hacia 1335, es Ramón Muntaner en su Crónica donde narra como Jaime I repobló, en 1266, el Reino de Murcia con 10.000 hombres, suponemos que acompañados de esposas, hijos, bastardos, queridas y siervos de la gleba. 

Con la escasa densidad de la época aquella repoblación, para evitar futuras sublevaciones, hizo que de repente, Murcia, tierra de frontera entre los moros, castellanos y aragoneses se convirtiera en la región más meridional, al menos en la península, donde en la Baja Edad Media el catalán, si hacemos caso a Muntaner el más bonito del mundo, se hablara no en Olot, sin a nadie ofender, sino en las riberas del Segura.

Aún admitiendo que el bueno de Ramón Muntaner se excediera en sus apreciaciones lingüísticas, lo cierto es que, según los Libros del Repartimiento de la época, los repobladores catalanes –actualmente quedan trazas en numerosos apellidos- eran mayoritarios en Murcia capital y alcanzaban proporciones menores en Lorca y Orihuela. A finales del siglo pasado, en Murcia capital, hasta un 25% de los apellidos tienen origen catalán, sujetos a diferentes adaptaciones locales como Amate, Monserrate, Pujalte, Reverte, Puche, Reche, Rosique.

Como en la época no había homologaciones lingüísticas a través de los medios de comunicación, el catalán fue calando no sólo entre los que lo hablaban por sus orígenes sino en aquellos con los que trataban, comerciaban o se esposaban. Pese al paso del tiempo esa frontera meridional del catalán ha pervivido en numerosas expresiones y, sobre todo en el vocabulario de las zonas rurales o profesiones especializadas como las relacionadas con el ámbito textil. Comentarios como  “Perete, que’s un pinchico mu minso, rosigó la pelaya de la rustidera y s’enzapó a [sic] yuz con présoles sin dengún regomeyo” no es que se oigan todos los días en la Gran Vía de Murcia, pero no resulta extraordinario encontrarlas en el habla de gentes del interior o de la huerta.

Habla que, aunque ahora es muy residual, era la parla habitual hasta bien avanzado el siglo XVIII. Cierto, después podemos entrar en vericuetos y disquisiciones lingüísticas sobre si la influencia era aragonesa, valenciana o una hibridación del catalán con el castellano. Pero durante unos años, quizá algo más de un siglo, el Reyno de Murcia, mejor dicho parte de él, fue bilingüe. Incluso aunque el lenguaje de la calle se fue castellanizando, muchos documentos legales se siguieron redactando en catalán.

Pese a todo, los catalanismos siguen perdurando en el vocabulario de oficios como el de pescadores: palomina-palometa, llobarro-lobarro, escate-angelote, mabre-magre y bacoreta-albacoreta. O en el vocabulario más o menos común, aunque cada vez más difícil de oir, como abocar, acibara (atzavara), embolicar, esclafar, forca, fuchina (full), futesa, gafete, grandaria, guipar, magraneta, pijo, terretremo (terratrèmol), tongada, traspol, trespol, veta (cinta).


Como era previsible, esta herencia histórica y lingüística ha llevado a algún docto erudito de la ¡Universidad de Valencia! a preguntarse si no sería “Murcia, ¿un país catalán frustrado?” Lo que ya es mucho preguntarse, por muy catedrático de geografía que uno sea. Mismo argumento peregrino y pintoresco que dándolo la vuelta puede derivar en una pregunta: ¿los charnegos murcianos que horadaron el metro barcelonés no serían descendientes de la nobleza heredada desde Jaime I el Conquistador? Seguro que habría algún Barberán, Celdrán, Guirao, Montolío o Palao con el pico y la pala a cuestas.

lunes, 21 de marzo de 2016

EL CAMPEÓN

Estábamos permanentemente peleados con los primeros retazos de tecnología que comenzaron a llegar a la aldea a principios de los sesenta. Mi padre bastante más que yo. Mi crasa ignorancia sobre los aspectos técnicos, justificable por mi temprana edad, camino de una adolescencia tardía moldeada en un internado religioso, quedaba salvada por mi innata curiosidad.

Mi progenitor, en su parla de castellano viejo, me calificaba, por ello, de “discurridor”. El tractor Ebro, de un brillante azul, que el acaudalado del pueblo se agenció, era un artefacto que mi padre observaba a la par que, con displicencia, con desconfianza. Desde unos cuantos metros de distancia de sus imponentes ruedas traseras. Yo era más partidario de averiguar, tocando con cautela y a escondidas, en las tardes de invierno, cuánto tiempo tardaba en enfriarse su enorme tubo de escape.

Aunque más pavor le imponía el de otra marca, Lanz, comprado por un vecino del villorrio vecino, cuyo ruidoso motor se movía a borbotones. Siempre a punto de pararse, apenas arrancado. Constipado en permanencia. Ta, ta, ta… En el pueblo corrían rumores que el tembleque continuado de aquel mamotreto producía una enfermedad incurable en Sinforoso, su orgulloso tractorista. Decían que cuando bajaba del mismo, tras una tarde de binar los páramos con la vertedera, fruto de la tiritera del volante, los brazos le seguían temblando como si tuviera los ochenta y tantos largos del Tío Emeterio, al que llamaban Picha de Oro, dada su abundante progenie. Aunque la tembladera del Tío Emeterio tenía su origen, no como decían con maledicencia las beatas, en sus excesos en el conocimiento carnal de su santa, si no, más bien era debida a su afición por el porroncillo de tinta del país, en el bar de Abundio, cuando retornaba de la majada con el rebaño.

Por lo tanto, el Campeón, nuestro motor de riego comprado en la Casa Urbón de Palencia, se convirtió en la primera tecnología moderna, la electricidad todavía nos llegaba de manera intermitente la mayoría de las noches, con la que mi padre, acostumbrado a calcular la hora del almuerzo por la sombra de su vara de arrear las vacas, tuvo que lidiar. Y no fue fácil. Resultaba evidente que, en menos de un cuarto de hora, con el Campeón enfurecido, agotábamos el pozo de la noria en la huerta de la Rinconada. Mientras que hasta que llegó semejante artilugio, la mula se pasaba dando vueltas media mañana antes de dejar seco el caudal. Pese a todo, mi padre miraba con aprensión y escepticismo aquella maravilla de la técnica moderna.

Mi padre, nacido en los años veinte, siempre llegó tarde a todos los adelantos técnicos que el desarrollismo franquista aportaba, eso sí, a salto de mata, por la meseta norte de Castilla la Vieja. Nunca se le pasó por la cabeza sacar el carnet de conducir, menos aún comprar un tractor -de todos modos, nunca hubiera dispuesto de los medios económicos- así que hasta que alcanzó la jubilación, siempre estuvo subido al carro de vacas. Si a mí, por mi edad, apenas 14 años, me resultaban incomprensibles los misterios de la mecánica en la primera maquinaria que comenzaba a llegar al pueblo, mi padre, creo no exagerar, tenía pánico de ella.

Ante cualquier fallo en el movimiento de una polea mecánica o el, para él, esotérico funcionamiento de la bomba de riego, su impetración era puramente determinista: “Si no marcha, no marcha”. Como si todos aquellos artefactos capaces de moverse sin apenas esfuerzo físico no lo hicieran por el mero hecho de tener engranajes y correas que a veces funcionaban y no pocas se rompían. Su visión determinista de los adelantos técnicos se transformaba, con frecuencia, en puro fatalismo.

Cuando cargábamos la manguera, la cebolla y el motor en el carro, rara era la vez que no exclamaba: “Hoy, seguro que no arranca”. Sin salir de casa todavía. Así que cuando al pasar por delante de la iglesia se persignaba, a mí se me ocurría que estaba invocando al bueno de S. Esteban Protomártir, patrón del pueblo, para que el magnífico Campeón no nos diera la tabarra. Plegaria volátil y pasajera para que su profundo pesimismo no se convirtiera en obscena realidad.

Fuere porque el Santo Patrón tuviera otras urgencias, fuere porque el dominio del motor de dos tiempos no estuviera perfeccionado del todo a mediados de los sesenta, muy a nuestro pesar, cada tanda de riego era una odisea hasta que lográbamos que la dichosa agua del pozo fuera escupido por la manguera. Ante los destinos caprichosos y volubles de la mecánica, más de una vez se arrepintió y me mandó a por la mula. Después de todo, aunque la noria fuera una innovación, siglos atrás, al lado del Orontes, ahora constituía una tecnología bien consolidada que muy raramente erraba. Bastaba tapar los ojos de la mula para que no se distrajera girando sin parar y el agua fluía, como por arte de magia, desde la acequia hasta los surcos de patatas.

El Campeón era un desafío en toda regla. En cuanto se paraba o, simplemente, no conseguíamos arrancarlo, mi padre se desesperaba. Aunque hombre religioso como era, nunca salieron de su boca juramentos o improperios contra ningún miembro de la corte celestial. Modestia verbal que resultaba bastante infrecuente en la aldea, bastante aficionados a jurar por toda la letanía del santoral. Sin embargo, tan pesimista con la mecánica como con la futura cosecha, la cantinela se repetía una y otra vez: “Este cacharro si no quiere marchar, no marcha”. Aún sin entender ni lo más mínimo sobre la combustión, yo le discutía que el “si no quiere marchar, no marcha” no era nuestro sino insoslayable de las mañanas frescas de verano, “que algo habría en los adentros del Campeón para que nos diera plantón”.

Más bien consecuencia de alguna broza en el carburador o que la bujía, como decíamos entonces, “no da chispa”. Mi padre contraatacaba con aquello de “qué escurridor eres”. En realidad, lo que quería decir era discurridor, pero no tanto como un elogio, más bien como alguien que proponía soluciones inútiles y desesperantes que motivaban pérdidas de tiempo antes de la conclusión inevitable: “Vete a por la mula”, terminaba por zanjar.

Aquel ritual del Campeón se repetía todos los años, al comenzar la temporada de riego a finales de junio. El bautismo de fuego, al principio no me dejaba hacerlo, consistía en transferir la gasolina, por gravedad, del bidón de 25 litros, a una vieja lata de aceite de cinco, que yo era el encargado de transportar por la vera del río grande hasta la alameda de La Rinconada. El mantra de “Quita, quita, que, si no marcha, no marcha”, también era aplicable a aquel sencillo tubo de goma. En este caso se trataba de absorber el aire de un pequeño conducto, inmerso en el bidón grande, hasta que el líquido comenzaba a fluir. Tecnología punta no era, hasta el señor Abundio lo usaba para llenar las botellas de tintorro.

El truco, no fácil de dominar, consistía en chupar el aire lo suficientemente fuerte para que se eliminara del conducto y, al mismo tiempo, comenzara a circular la gasolina. Ocurría que, a veces, se chupaba demasiado fuerte y la boca se te llenaba de aquel líquido asfixiante, o demasiado flojo y la gasolina no fluía. Mi padre se acostumbró a este método manual y aunque muchos años después, en mal recuerdo de no pocas bocanadas de gasolina, le traje de Japón una pequeña bomba movida por pilas, nunca quiso saber nada de ella. Todavía anda colgada por algún rincón de la cuadra. Tan flamante como el primer día.

La manguera más rígida, la que iba del motor de riego al fondo del pozo, tenía en su extremidad lo que llamábamos, en forzada sinonimia, cebolla. Más que nada por su forma abombada. Tenía la forma de una cebolla metálica, en hierro colado, pero enrejada, para absorber el agua y evitar que pasaran las posibles inmundicias acumuladas en el pozo durante el invierno. La cebolla tenía una zapata que se balanceaba sobre un eje transversal.

Con el peso del agua, introducido desde la parte superior, se cerraba hasta que, una vez arrancado el motor, la fuerza de la absorción generada hacía que se abriera y chupara el agua del pozo. Aquello se llamaba cebar la cebolla. Tampoco aquello necesitaba de grandes proezas técnicas, pero fuera porque la zapata se agarrotaba durante el invierno o porque alguna culebra se enroscaba en ella, no pocas veces nos pasábamos media mañana dilucidando si la propia manguera estaba agujereada o la zapata desgastada.

En cierta ocasión, que el motor no daba señales de vida y mi padre tuvo que ausentarse, más que nada por un juego, comencé a desmontar la parte superior del motor. Los pistones estaban cubiertos con un molde de hierro colado por entre el cual sobresalía, lo que, en mis humildes conocimientos técnicos, era el punto crucial donde residían la mayoría de los misterios del Campeón. Otro era que la gasolina, de pésima calidad, solía estar mal filtrada y los residuos obturaban el carburador.

Así que, sin apenas pensarlo, en los experimentos de la clase de Física con el padre Felipe era un auténtico zote, con una llave de tuercas conseguí sacar la bujía. Estaba ennegrecida por la carbonilla. Bastó raspar un poco las dos terminales de contacto con una lija y separarlos ligeramente, volver a enroscarla y, sin más, comenzó a dar la chispa. El Campeón echó a andar, nada más tirar de la cuerda de arranque, a la primera. Como recién salido de su fábrica barcelonesa.

Desde aquel mismo instante, sin quererlo, y aunque sólo para mi padre, me convertí en un genio de la mecánica. Poco extrovertido como era, se lo guardó para él sólo: su hijo, que se las veía y deseaba para aprobar las matemáticas en el internado, de repente mostraba un talento fuera de lo común en la mecánica del motor de dos tiempos. Por alguna razón, el Campeón hizo que la estima de mi padre por mis conocimientos se incrementara exponencialmente.

Que hubiera memorizado los verbos irregulares en inglés o me supiera de carrerilla las fechas de las Guerras Púnicas, no le resultaba tan llamativo. Para horror mío comenzó a hablar de que debería abandonar cuarto de bachillerato con los dominicos en Pucela y acudir a la Escuela de Artes y Oficios de Palencia, con los jesuitas. Afortunadamente, creo yo, el criterio de mi madre prevaleció. Porque entonces, como ahora, mis habilidades manuales, no digamos las mecánicas, eran inexistentes. Por no decir nulas.

En cualquier caso, mi padre quedó convencido de que los jesuitas, en particular, y el mundo de la mecánica, en general, perdieron para siempre un ingenio sin igual. Con el paso de los años procuré no frustrar sus buenas intenciones. Así que en cuanto tenía ocasión siempre me prestaba, con mejores intenciones que logros, a arreglar los pequeños desperfectos del hogar.

Insignificantes chapucillas que para mi padre representaban todo un mundo. Sin entrar en arreglos mayores que siempre me han resultado ajenos. Una cosa es colocar los plomos de la electricidad -cuando había plomos- en el diferencial o cambiar la bombilla fundida de la hornera y otra más seria, e impensable para mí, reparar, pongamos por caso, el condensador del frigorífico.

Astutamente, alimentaba el crédito que, más que generosamente, me otorgaba mi padre por mis presuntas habilidades técnicas. Y aunque el Campeón tardó todavía unos cuantos años en ser arrumbado en un rincón del pajar, donde, por cierto, lo he visto esta misma mañana, yo intentaba, en cuanto surgía la ocasión, facilitar al máximo, hacerla amigable que diríamos ahora, el acercamiento de la técnica a mi padre. Y viceversa. De Tokio le traje un afilador eléctrico, marca Toshiba, pero él se empeñó en seguir afilando los cuchillos de la matanza con el pedernal que siempre usó para amolar la guadaña.

En otro viaje, le aporté un abrelatas imantado que giraba sobre sí mismo con extrema facilidad y abría, en un abrir de ojos, las panderetas de aguja en escabeche que tanto le gustan para almorzar. No hay manera. Sigue usando un viejo cuchillo mellado que apenas corta, pero a modo de cizalla, casi por la fuerza bruta, se las apaña para destaparlas. Cuando en España no existían las desbrozadoras portátiles eléctricas, lo más complicado no fue acomodarla en la maleta sino convencer al quisquilloso aduanero de Barajas, le traje una para desbrozar la maleza de las linderas en la huerta. Un día la usó y ahí sigue, metida en su reluciente caja con extraños caracteres japoneses.

Hace un par de años, ya le cuesta demasiado cimbrear la cintura con la fuerza suficiente como para mover con agilidad la guadaña, le regalé un cortacésped, un modelo sencillo, para segar la hierba del patio. Enchufar al alargador y hacerla rodar por el jardín, casi un robot. Ahí sigue en su caja de cartón reciclado de Leroy Merlin.

Así que no me extraña que cuando se levanta por la mañana y advierte que estoy trabajando con un instrumento tan extravagante como el iPad, pulsando la pantalla con los dedos, en un teclado virtual, y dando órdenes al Siri incorpóreo, alojado en un servidor de Dakota del Norte, murmura con recelo los buenos días. Cierra con temor reverencial la puerta del cuarto de estar y sale al patio. Hemos recorrido un largo camino desde la bujía del Campeón, pero, para él, tan enigmática e impenetrable le resultaba entonces la Bosh engrasada del motor de riego como ahora el sistema iOs 9.2.1 de Apple.

Leo como Tim Cook se niega a ceder los entresijos de su sistema operativo al FBI. Desde la ventana observo a mi padre, sobre el fondo de la tapia de adobe, mientras aplica, con serenidad y paciencia, el dalle, sosegadamente, sobre la hierba del jardín. Inventado ya por los escitas en el 500 a de C, al norte del Mar Caspio. Supongo que, a los 91 años, el vértigo y las prisas de los progresos técnicos de la humanidad, incluidos aquellos a los que uno nunca se ha encaramado, sólo representan vagas memorias que apenas existieron. Ni el pasado, mucho menos el futuro, te acucian con el sello de las urgencias o la modernidad. Desde luego, no a mi padre.