El padre, la madre y el hijo rebelde |
Es una de las aficiones de mis tiempos mozos que más
echo de menos. Otras como el tenis o el fútbol, con el paso de los años y las
rodillas resentidas de patadas y carreras, pasaron a mejor vida. Otras, como la
lectura o el cine han permanecido, con algún que otro vaivén, pero siguen
siendo referencias sólidas para el entretenimiento cotidiano. Aunque hayan
evolucionado a nuevas modalidades como las tabletas digitales o el “streming” interminable
de series y películas de todos estilos y colores.
El teatro, por el contrario, como actor en numerosas
piezas, figurante en algunas, personaje destacado en otras e, incluso, ocasionalmente
protagonista, constituyó, durante muchos años una de las actividades más
atractivas y fascinantes en las que he participado. Para un chico de aldea
perdida en medio de la nada, cuyo primer contacto con el medio lo fue un
programa dramático de televisión -la Una, claro, porque no había otra. Estudio
1 se llamaba- mi carrera de aficionado tuvo hasta sus momentos de gloria.
Pasajera y reducida, como suelen ser los aplausos
efímeros de teatro. Más, si cabe, en funciones estudiantiles, donde las
representaciones no solían pasar de tres. Aunque lo importante no era la
representación, sino las semanas y meses de excelente camaradería durante los
ensayos interminables a horas intempestivas. El gusto por el teatro, sin duda
ninguna adquirido viendo la televisión en blanco y negro de mis padres o en el bar,
aquello sí que era cultura popular, la población de la aldea reunida casi en su
totalidad, como si de la misa dominical se tratara, en el teleclub recién
inaugurado, se prolongó, mutatis mutandis en el internado.
Aquí ya con un espacio en toda regla, escenario,
luces, tramoya y demás. Todo un poco artesanal, pero que, para internos de un
colegio religioso de rigurosa disciplina, aquel tipo de actividades era una
bocanada de libertad. Obviamente, aunque no todas, las obras estaban orientadas
a temas piadosos, con mensajes moralizantes a tutiplén y, naturalmente, adaptadas
al público adolescente que era lo que la mayoría éramos.
Pese a todo, recuerdo perfectamente, en el Día de
las Familias, a más de 400 alumnos y un numeroso grupo de progenitores seguir,
boquiabiertos y en éxtasis, las peripecias de mis compañeros de pupitre en, por
ejemplo, “Escuadra hacia la muerte” de Alfonso Sastre. Una pieza, por lo demás,
poco piadosa, extremadamente dura con suicidio incluido.
En el Instituto de Ávila, después de unas pruebas,
lo que ahora llaman “casting”, arramplé con el papel de protagonista, en “El Rebelde”,
un típico cuadro de la burguesía del desarrollismo franquista, aunque faltaba
poco para que el Generalísimo se fuera al otro barrio. Mediados de los setenta.
Pero como entre los profesores estaba hasta el Jefe Provincial del Movimiento,
el señor Cubillo, tampoco se podría haber pedido algo revolucionario, digamos
de Brecht o Lorca. No tengo ni la menor idea de los méritos que hice para que,
esta es otra, el profesor de latín y jefe de estudios, Don Ángel, era el
director, se fijara en mis modestas cualidades. Sí que recuerdo, que cuando nos
mandaban leer el texto en las pruebas, yo ponía toda mi pasión y empeño en
declamar las partes que me correspondían. Con el tiempo pasado quizá me lo haya
imaginado, pero tengo la sensación que, en las representaciones que hicimos, yo
abarcaba las partes que me correspondían con ímpetu y denuedo. Es posible que
hasta demasiado.
Cierto, hubo otras en las que me hubiera gustado
participar y no me escogieron. Recuerdo, con especial cariño, todavía, una
magnífica representación del Edipo Rey de Sófocles, en el femenino y, otra, no
menos excelente, de El enemigo del pueblo, de Ibsen, en la Residencia Santo
Tomás, que nos alojó, un par de excelentes años, un poco pasados de pubertad,
pero sin habernos adentrado en la juventud.
Con “El Rebelde” llegamos a realizar hasta una gira,
no consigo acordarme la razón, supongo que algún tipo de intercambio escolar de
la época, acaso algún profesor procedía de aquellos lares, por algunos pueblos
de Andalucía. Pozoblanco y algún otro. Aunque lo que más me marcó en aquella
época fue mi madre. Mi madre en la ficción, obviamente.
Una muchacha rubita, en la veintena, me acuerdo
perfectamente de su nombre y apellido, que estudiaba en las, eran para
nosotros, exóticas clases del “nocturno”, a las que acudían alumnos relativamente
trabajadores, mayores, tanto como para convertirse en mi madre. Consuelo en la
vida real. Mi primer amor. Rigurosamente platónico. Muchos años después, ya
pura nostalgia de la adolescencia perdida, me acerqué un día para charlar un
rato con ella, en la librería donde trabajaba, cercana a la catedral abulense.
Muchos años más tarde, retorné de nuevo. La librería había desaparecido. En su
lugar se levantaba un bloque de pisos. No pocas veces me he preguntado que
habrá sido de ella. La he imaginado como era en la obra, madre de familia,
quizá con un hijo rebelde como yo lo fui de ella en la ficción teatral.
La actividad teatral no decayó, más bien se
intensificó durante los estudios de filosofía y teología. Cada año nos
atrevíamos a montar, con nuestros escasísimos medios, pero una ilusión, como
dicen ahora, del copón, tres y hasta cuatro obras de teatro. A veces, hasta nos
poníamos a escribir sainetes o montajes pintorescos con diapositivas proyectadas
en la pantalla mientras representábamos pantomimas más o menos afortunadas.
Nos atrevimos, incluso, esto sí que era revolucionario,
hasta hacer comedias, en un contexto de disciplina y orden religioso, siendo
estudiantes de teología, disfrazados de mujeres. La movida madrileña, antes de
tiempo, a nuestro estilo y manera, a finales de los setenta. Éramos un grupo
muy compacto, compartiendo las mismas ilusiones, con una creatividad
despampanante. No me cabe ninguna duda de que si alguno de mis compañeros de
aventuras artísticas se hubiera inclinado por esa carrera profesional, hubieran
llegado muy lejos.
En cualquier caso, en el escenario, fuera durante
los ensayos, hasta la madrugada, fuere en las representaciones teatrales, disfrutábamos
de un aire de libertad impensable. Estábamos en plena efervescencia juvenil y
el teatro era la válvula de escape perfecta para nuestros deseos de libertad.
Durante horas dejábamos de ser nosotros mismos, jóvenes devotos, embarcados,
iba a escribir embaucados, en disquisiciones tomistas ininteligibles, sometidos
a la disciplina de reglas y observancias, para convertirnos, en lo que realmente
éramos: muchachos esperanzados ante la vida y el futuro.
En realidad, el teatro lo constituía la vida diaria,
aquello era la ficción, mientras que la vida real nos absorbía cuando estábamos
sobre el escenario declamando dramas históricos o ironizando con poemas lo que
creíamos que era la vida real.
Así que cuando en cierta ocasión tuve que representar
la figura insigne, al menos eso creía yo en aquella época, de San Vicente
Ferrer, en “Nueve brindis por un rey” de Jaime Salom, probando a dirigir con
los otros compromisarios los destinos del reino de Aragón en el Compromiso de
Caspe, yo flotaba como el héroe que me creía, aleccionando a las multitudes, a
grito pelado como sin duda, de esto era bien consciente, hubiera hecho su
correligionario Girolamo Savanorola. Mi problema es que no sabía discernir si
en la vida de todos los días imitaba al teatro o en el teatro imitaba a la vida
de todos los días.
Ni qué decir tiene, que esa no tan modesta
experiencia, ha sido una excelente escuela de vida. Como muchas veces he
rememorado cuando he tenido la oportunidad de volver a reencontrarme con mis colegas
actores, aunque aficionados fuéramos.
Ha servido para lo obvio. Para perder la timidez
cuando se tiene que hablar en público, para ejercitar la memoria, recordando de
carrerilla páginas enteras de diálogo, para aprender a interactuar, con gestos
y ademanes, en situaciones comprometidas. A veces, esto no viene nada mal, para
mostrarse impávido, como si no fuera con uno mismo, aquello que no me interesa
o no me concierne, aunque esté en el meollo del asunto en discusión.
Con cierta frecuencia, se necesita hacer teatro para
poder sobrevivir en aprietos laborales, incluso familiares, seguir en el
escenario hasta que alguien corre la cortina, porque la escena se acaba o el
pesado de turno se pierde entre bambalinas. Naturalmente a observar a los otros
en contextos complejos y discernir, al menos intentarlo, no si están mintiendo
sino en qué y en qué proporción. No voy a citar nombres, pero si se pilla antes
a un mentiroso que a un cojo, no hay nada más facilón, si se hecho teatro,
aunque sea en modo aficionado, que pillar, con una mueca, un guiño o un tic, las
trolas encadenadas que profieren, no son tan buenos actores como ellos creen, muchos
personajes públicos.
Estos días de pandemia, de sobreexposición en medios
de expertos, políticos y tertulianos, son una ocasión inigualable para decirle
a más de uno: “Quieto, parao, repite la frase que te ha salido rematadamente
mal”. La semilla del Estudio 1 de TVE no cayó en balde.
Tiempos pretéritos, tan lejanos, que se entrecruzan recuerdos, dudas y certezas. Si mi memoria no me falla, Un enemigo del pueblo se reprrsentó en San Pedro Mártir y para los personajes femeninos, Rafa aportó dos chicas de Vallekas, una guapísima, llamada Yolanda, que nos enamoró a muchos por su belleza, mientras ella se enamoró perdidamente de alguien que no cito.
ResponderEliminarEn Ávila, representamos también Dios en el banquillo, dirigidos por nuestro profesor de literatura de sexto de bachillerato, sacerdote seglar. Recuerdo con muchas anécdotas el viaje a Cebreros para representarla, la invitación a cenar a todo el elenco actoral y resto de colaboradores...
En lo que concierne a Edipo Rey, diría que lo representaban los alumnos de nuestro instituto, masculino salvo para los privilegiados del Preu y COU nocturno. Mixto solo para ese turno, para los jóvenes trabajadores abulenses. Igual estoy equivocado en los recuerdos, pero mi memoria de esos hechos me aparece como si fueran de uno de estos dias confinado en Aluche. Gracias otra vez por la crónica.