Recuerdo perfectamente donde se
encontraba la quiromante. Al lado de una pasarela elevada para peatones que
permitía pasar de un lado a otro de una gran avenida. Un lugar estratégico para
encontrar clientes con cierta facilidad. La adivina tenía una buena percepción
comercial. No sólo por el lugar donde solía acomodar su tenderete, también la
hora en que lo solía instalar. Cuando comenzaba a anochecer y los abnegados
oficinistas de la gran ciudad se dirigían en masa, raudos, a la cercana boca
del metro.
Era la hora en que las
frustraciones laborales acumuladas a lo largo de la jornada se reflejaban,
incontestablemente, en los rostros demacrados de las secretarias, pese a la
última pasada de pintalabios antes de abandonar las torres de oficinas. O en el
aire cansino de los sufrientes jóvenes y cuadros medios incorporados al mundo
laboral en la última hornada de graduación universitaria. Que la pitonisa
practicara sus artes adivinatorias entre un público tan necesitado de soportes emocionales
no era sorprendente.
Lo chocante, al menos para mí, es
que esto ocurriera en 1981, en pleno centro de Tokio. Me resultaba complicado entender que aquella
heroica clase media de oficinistas nipones, dispuestos a sacrificar lo mejor de
sus vidas para expandir el dominio tecnológico de los grandes conglomerados
nacionales se sentaran durante quince o veinte minutos delante de la vidente,
como los helenos en Delfos, aunque esta vez sin vapores extraños, y sólo con la
simple lectura de la palma de la mano salieran hacia la boca del metro, con
renovados ímpetus, redimidos, esperanzados en que el mañana les depararía un
mejor ajetreo laboral.
En realidad, más que los hombres,
la mayoría de clientas eran mujeres. Yo sospechaba, creo que no me equivocaba,
que sus cuitas no eran laborales, sino más bien amorosas. La habilidad de la
adivina no era cosa de poca monta. Se levantaban de la sesión, respirando
hondo, agarrando con decisión su bolso de marca y, con paso firme, tras aquella
salvación cronometrada por los 5.000 yenes que costaba la sesión, se diluían en
la nueva oleada de pasajeros que eran transportados a los suburbios.
¡Quién sabe, quizá hora y media o
dos horas de apretujado transporte en común para terminar de autoconvencerse,
con cierto recelo, pero con el eco de la quiromante entre ceja y ceja, de que
en unos meses encontrarían el partido adecuado, el príncipe azul que las
introduciría, de por vida, en el engranaje inamovible de millones de pacíficas
ama de casa! Todas pacientemente serviles, idénticas como miles, millones de
otras, a la espera de que el marido volviera al hogar, tras demasiadas horas de
curro, esperándole con las pantuflas en el recibidor inexistente -tan diminutos
son los apartamentos-, el té de relajación vespertina, el baño caliente.
Tan similares, tan iguales, tan
parecidas, que sólo se aperciben que este esposo no es realmente el suyo cuando
balbucean palabras de amor bajo las sábanas, ¡Adiós, por fin, al jefe que
aprovecha un descuido para insinuarse, cuando no algo peor como alargar la
mano, disimuladamente, eso sí, hacia la parte baja de su espalda!
Eso es lo que tiene el destino,
los hados, el sino, tantos sinónimos en español, pero que a duras penas
traducen la radicalidad del vocablo japonés: “unmei” (運命) Precisamente, los
dos caracteres, apenas visibles, en la parte central del paño que cubre la
mesa. Aunque para entender la contundencia del vocablo en lengua vernácula,
quizá lo mejor es volver a los griegos y traducirlo por fatalidad.
El azar elevado a la potencia de
lo determinado y determinante, nada de buena estrella o mala suerte. Algo
parecido a lo que se suele decir en algunos pueblos de Castilla: estaba por
pasar. Heladas, granizo, tormentas. Y pasó, claro. El modesto ascenso en el
trabajo (media hora más hasta que se larguen los empleados). El novio, hasta
ayer simple vecino, el hombre de mis sueños (que han amañado entre mis padres y
los suyos). Si la quiromante lo refrenda, no importa que sea “a posteriori”,
bienvenido sea.
El supuesto buen augurio camino
de la boca de metro, sólo servirá para refrendar que la felicidad depende de
que una extraña te lo confirme mientras observa absorta la palma de la mano. Lo
esencial es creer aquello que ya se ha visto, incluso aunque esté envuelto en
un difuminado velo de vaguedades, porque así, cuando llegue exhausta a su
apartamento, podré entrever un mañana feliz.
Tuve un profesor de “kanji”
(ideogramas japos), holandés y excelente, con nombre de futbolista, el P. de
Roo que tenía una curiosa manera de enseñarnos la escritura nativa (‘2001
Kanji’, se llama su manual). Consistía en crear una narrativa, más o menos
inventada, sobre el significado original del ideograma. Al final la narrativa
se complicaba tanto que costaba más recordar la historieta que seguir la
didáctica nativa, a base de repeticiones, aprendértelo de memoria. Pero de
“unmei” (運命) me acuerdo.
UN (運) hace referencia a
un camino sobre el que se desliza un vehículo (visto en un plano cenital), MEI
(命) es la vida. Por
simplificar la laberíntica historieta de De Roo, podemos resumirlo en “la
fatalidad que arrastras en la vida”. O por usar las palabras de Beethoven, el
nombre de la 5ª Sinfonía en japonés es “Unmei”: “así el destino toca a tu
puerta”. Al pié de una pasarela de peatones, en pleno centro de Tokio, tras un
día entero estudiando cómo miniaturizar los circuitos integrados del Walkman.
Mientras la muchedumbre desfila apresurada a tu lado, alguien te hace sentirte
única y especial. No hay nadie como tú en el universo. Te lo ha confirmado la
quiromante de Shinjuku.
Alguna vez se me pasó por la
cabeza sentarme delante de ella. La lengua no hubiera sido un obstáculo, al
menos no para sus profecías. La técnica era sencilla, sólo consistía en
extender mi palma abierta sobre su mesita y esperar que líneas se cruzaban y
dejaban de cruzar. Yo sólo tendría que haber escuchado su parloteo pausado, examinando
como trazaba mapas extraños de mi vida con sus dedos sobre mi piel tersa, sin
apenas arrugas, recién comenzada mi juventud con la que iba a conquistar el
mundo. Poco importaba que yo no hubiera entendido lo que el destino escondía
para mí. Después de todo, lo importante no es que alguien te lo auspicie, sino
que se cumpla.
Escéptico como soy, si el
escepticismo es un gen que se transmite de padres a hijos tengo a quien bien
parecerme, nunca me sometí a los presagios de la adivina de Shinjuku. Así que,
afortunadamente, me quedé con la duda entonces de si mi destino se cumpliría y
con la duda sigo sobre si he cumplido mi destino.
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