viernes, 1 de mayo de 2020

CUARENTENA DÍA XLVI: Quiromante


Recuerdo perfectamente donde se encontraba la quiromante. Al lado de una pasarela elevada para peatones que permitía pasar de un lado a otro de una gran avenida. Un lugar estratégico para encontrar clientes con cierta facilidad. La adivina tenía una buena percepción comercial. No sólo por el lugar donde solía acomodar su tenderete, también la hora en que lo solía instalar. Cuando comenzaba a anochecer y los abnegados oficinistas de la gran ciudad se dirigían en masa, raudos, a la cercana boca del metro.

Era la hora en que las frustraciones laborales acumuladas a lo largo de la jornada se reflejaban, incontestablemente, en los rostros demacrados de las secretarias, pese a la última pasada de pintalabios antes de abandonar las torres de oficinas. O en el aire cansino de los sufrientes jóvenes y cuadros medios incorporados al mundo laboral en la última hornada de graduación universitaria. Que la pitonisa practicara sus artes adivinatorias entre un público tan necesitado de soportes emocionales no era sorprendente.

Lo chocante, al menos para mí, es que esto ocurriera en 1981, en pleno centro de Tokio.  Me resultaba complicado entender que aquella heroica clase media de oficinistas nipones, dispuestos a sacrificar lo mejor de sus vidas para expandir el dominio tecnológico de los grandes conglomerados nacionales se sentaran durante quince o veinte minutos delante de la vidente, como los helenos en Delfos, aunque esta vez sin vapores extraños, y sólo con la simple lectura de la palma de la mano salieran hacia la boca del metro, con renovados ímpetus, redimidos, esperanzados en que el mañana les depararía un mejor ajetreo laboral.

En realidad, más que los hombres, la mayoría de clientas eran mujeres. Yo sospechaba, creo que no me equivocaba, que sus cuitas no eran laborales, sino más bien amorosas. La habilidad de la adivina no era cosa de poca monta. Se levantaban de la sesión, respirando hondo, agarrando con decisión su bolso de marca y, con paso firme, tras aquella salvación cronometrada por los 5.000 yenes que costaba la sesión, se diluían en la nueva oleada de pasajeros que eran transportados a los suburbios.

¡Quién sabe, quizá hora y media o dos horas de apretujado transporte en común para terminar de autoconvencerse, con cierto recelo, pero con el eco de la quiromante entre ceja y ceja, de que en unos meses encontrarían el partido adecuado, el príncipe azul que las introduciría, de por vida, en el engranaje inamovible de millones de pacíficas ama de casa! Todas pacientemente serviles, idénticas como miles, millones de otras, a la espera de que el marido volviera al hogar, tras demasiadas horas de curro, esperándole con las pantuflas en el recibidor inexistente -tan diminutos son los apartamentos-, el té de relajación vespertina, el baño caliente.

Tan similares, tan iguales, tan parecidas, que sólo se aperciben que este esposo no es realmente el suyo cuando balbucean palabras de amor bajo las sábanas, ¡Adiós, por fin, al jefe que aprovecha un descuido para insinuarse, cuando no algo peor como alargar la mano, disimuladamente, eso sí, hacia la parte baja de su espalda!

Eso es lo que tiene el destino, los hados, el sino, tantos sinónimos en español, pero que a duras penas traducen la radicalidad del vocablo japonés: “unmei” (運命) Precisamente, los dos caracteres, apenas visibles, en la parte central del paño que cubre la mesa. Aunque para entender la contundencia del vocablo en lengua vernácula, quizá lo mejor es volver a los griegos y traducirlo por fatalidad.

El azar elevado a la potencia de lo determinado y determinante, nada de buena estrella o mala suerte. Algo parecido a lo que se suele decir en algunos pueblos de Castilla: estaba por pasar. Heladas, granizo, tormentas. Y pasó, claro. El modesto ascenso en el trabajo (media hora más hasta que se larguen los empleados). El novio, hasta ayer simple vecino, el hombre de mis sueños (que han amañado entre mis padres y los suyos). Si la quiromante lo refrenda, no importa que sea “a posteriori”, bienvenido sea.

El supuesto buen augurio camino de la boca de metro, sólo servirá para refrendar que la felicidad depende de que una extraña te lo confirme mientras observa absorta la palma de la mano. Lo esencial es creer aquello que ya se ha visto, incluso aunque esté envuelto en un difuminado velo de vaguedades, porque así, cuando llegue exhausta a su apartamento, podré entrever un mañana feliz.

Tuve un profesor de “kanji” (ideogramas japos), holandés y excelente, con nombre de futbolista, el P. de Roo que tenía una curiosa manera de enseñarnos la escritura nativa (‘2001 Kanji’, se llama su manual). Consistía en crear una narrativa, más o menos inventada, sobre el significado original del ideograma. Al final la narrativa se complicaba tanto que costaba más recordar la historieta que seguir la didáctica nativa, a base de repeticiones, aprendértelo de memoria. Pero de “unmei” (運命) me acuerdo.

UN () hace referencia a un camino sobre el que se desliza un vehículo (visto en un plano cenital), MEI () es la vida. Por simplificar la laberíntica historieta de De Roo, podemos resumirlo en “la fatalidad que arrastras en la vida”. O por usar las palabras de Beethoven, el nombre de la 5ª Sinfonía en japonés es “Unmei”: “así el destino toca a tu puerta”. Al pié de una pasarela de peatones, en pleno centro de Tokio, tras un día entero estudiando cómo miniaturizar los circuitos integrados del Walkman. Mientras la muchedumbre desfila apresurada a tu lado, alguien te hace sentirte única y especial. No hay nadie como tú en el universo. Te lo ha confirmado la quiromante de Shinjuku.

Alguna vez se me pasó por la cabeza sentarme delante de ella. La lengua no hubiera sido un obstáculo, al menos no para sus profecías. La técnica era sencilla, sólo consistía en extender mi palma abierta sobre su mesita y esperar que líneas se cruzaban y dejaban de cruzar. Yo sólo tendría que haber escuchado su parloteo pausado, examinando como trazaba mapas extraños de mi vida con sus dedos sobre mi piel tersa, sin apenas arrugas, recién comenzada mi juventud con la que iba a conquistar el mundo. Poco importaba que yo no hubiera entendido lo que el destino escondía para mí. Después de todo, lo importante no es que alguien te lo auspicie, sino que se cumpla.

Escéptico como soy, si el escepticismo es un gen que se transmite de padres a hijos tengo a quien bien parecerme, nunca me sometí a los presagios de la adivina de Shinjuku. Así que, afortunadamente, me quedé con la duda entonces de si mi destino se cumpliría y con la duda sigo sobre si he cumplido mi destino.

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