lunes, 16 de marzo de 2020

DIARIO DE UNA CUARENTENA DÍA I: Intifada


Patrulla israelí, durante la época, en la Mezquita de la Roca

Quizá sean manías mías, quizá le ocurra a otra gente. El caso es que cada vez que algo me saca de la rutina por algún acontecimiento excepcional, lo que estamos viviendo estos días lo es, por los recovecos de la sesentena termino, siempre, volviendo a algún otro acontecimiento de décadas atrás. Que no es que sean exactos, pero en la imaginería difusa de la memoria terminan por parecerse. Así que esta mañana, cuando en lugar de coger la moto para bajar la cuesta hasta la oficina me he sentado delante del ordenador, con media hora de adelanto sobre el horario previsto, ha flotado en mi memoria otra época de aislamiento forzado. De alguna manera bastante más peligroso que el actual. O eso me lo parecía a mí.

La vida era un río que discurría relativamente tranquilo, rata de biblioteca los días laborables y senderismo arqueológico, por las colinas de Judea y Samaría, los días de guardar. Semana tras semana, mes tras mes. Y de repente, el 9 de diciembre de 1987, los comerciantes de la ruta de Nablus cerraron a cal y canto, el bullicio de la puerta de Damasco se esfumó en el invierno gélido de la Tierra Prometida. Jerusalén árabe empezó a pasar los días, después las semanas, finalmente los meses, en el silencio turbador de las algaradas y la violencia.

Ni un alma por las calles, ni un solo cambista palestino con la persiana levantada. Encerrados a cal y canto, nuestros profesores que pasaron por la guerra del 67 tiemblan, entre las estanterías de la extraordinaria librería. Horas enteras en un limbo de calma chicha, sólo roto por la llamada del muecín a la oración. No era para menos, 80.000 soldados israelíes de patrulla por los Territorios Ocupados. Después vinieron los altercados, los ataques a civiles con balas, los muertos.

Obviamente, esta parte tan dramática no tiene comparación. El silencio, la calma chicha, la inquietud, el temor de que algo peor va a pasar, aunque después no pase, está ahí. Eso sí. Los británicos tienen un adjetivo que describe muy bien este contexto: “eerie”, a medias entre el posible pánico, lo extraño, lo inquietante, lo fantasmagórico, incluso lo sobrenatural. Seguro que, con el paso de los días, la situación adquirirá tintes de normalidad. Pero este sentimiento de intifada (bien que inexistente), sin saber muy bien quién es el opresor, me ha estado rondando toda la mañana. Durante un momento hasta me ha parecido al muecín llamar a la oración. Pero no, era una falsa alarma.

Por lo demás, la jornada laboral ha sido bastante ordinaria, alborotada, lindando con lo caótico. Vamos, lo de todos los días, con la diferencia de que hoy (por ayer) no tenía a nadie a quien perseguir por los pasillos para que la enésima urgencia llegara a buen puerto. Es más, desde la ventana de mi despacho, en el hogar, más allá de la pantalla de mi ordenador, tengo el indescriptible placer de observar las primeras flores, con un par de meses de adelanto sobre su ciclo natural, allá en el norte, del ciruelo que me ofreció mi padre años ha. Pero esta es otra historia.

Quizá para apaciguar los sobresaltos de las primeras horas de trabajo, que si el Whatsapp por aquí, el móvil por allá, correos en cascada, siempre urgentes, por Tutatis que nunca lo son, la conexión desesperantemente lenta, el cielo que se nubla, el chaparrón que cae, me he decidido a encender la chimenea. ¡Y eso que fuera debemos estar a 14 grados o más! Pero las llamas tienen un efecto conciliador, lejos de la zozobra y la conmoción de estas primeras horas en aislamiento obligado. En la otra vida, la del aislamiento jerosolimitano, no había chimenea ni ciruelo en flor, sólo diccionarios con oscuras lenguas semíticas que, curiosamente, también tenían su efecto tranquilizador.

Así que la mañana pasa entre el “tohubabohu” de notas de prensa, documentos (¡otro más urgente que el anterior!), listados de llamadas del 900, con la congoja de decenas de negocios yéndose al garete, pidiendo auxilio desesperadamente, mientras la vida sigue su curso, aunque apenas se perciba, en el raro coche que pasa por la calle a toda velocidad, el vecino que pasea su perro (parece que está en su derecho, pero no el de mear en la esquina de mi casa, rediós, que dicen en mi aldea) y el repartidor de Amazon -se ve que los decretos gubernamentales no les conciernen- con un videojuego para mi hijo.

Precavido como es él, mi hijo, no tanto el repartidor, se ha puesto los guantes de lavar la vajilla. A falta de una protección, digamos, más ortodoxa. Nunca se sabe si antes de llegar a la plataforma de Amazon en Torrejón, ha pasado algunos días a remojo en el Alibabá de Wuhan. Cosas de la globalización. Al tipo de Amazon que venía con la urgencia de cumplir su deber (o acaso de no contaminarse), no se le ha ocurrido otra cosa que lanzar a Spiderman por encima de la verja. Esta vez no ha pedido firma ni nada por el estilo. Ha salido escopetado. Así que mi hijo se ha quedado con los guantes y compuesto, sin tocar el envoltorio durante un par de horas. En El Comidista leo que el bichito dura cuatro horas entre las monedas de las cajeras de Mercadona, así que, por precaución, el paquetito se ha quedado aireado entre una mata de rosales, hasta que ha empezado a llover.

A la hora que la Secretaria General me hace llegar un nuevo procedimiento para sustituir la robótica voz de nuestro 900, teléfono de atención al cliente, completamente desbordado, las memorias de la intifada, por fin, comienzan a evaporarse. Cae una lluvia fina. Justo entonces, cuando mi estado de sitio mental empezaba a clarear, mi profesor de filosofía marxista, especialista en la fenomenología de Husserl, me hace llegar un comentario devocional sobre la relación del coronavirus y la Cuaresma. Por aquello de “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”. ¡Jooooder...!

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