Patrulla israelí, durante la época, en la Mezquita de la Roca |
Quizá
sean manías mías, quizá le ocurra a otra gente. El caso es que cada vez que algo
me saca de la rutina por algún acontecimiento excepcional, lo que estamos
viviendo estos días lo es, por los recovecos de la sesentena termino, siempre,
volviendo a algún otro acontecimiento de décadas atrás. Que no es que sean
exactos, pero en la imaginería difusa de la memoria terminan por parecerse. Así
que esta mañana, cuando en lugar de coger la moto para bajar la cuesta hasta la
oficina me he sentado delante del ordenador, con media hora de adelanto sobre
el horario previsto, ha flotado en mi memoria otra época de aislamiento
forzado. De alguna manera bastante más peligroso que el actual. O eso me lo
parecía a mí.
La
vida era un río que discurría relativamente tranquilo, rata de biblioteca los
días laborables y senderismo arqueológico, por las colinas de Judea y Samaría,
los días de guardar. Semana tras semana, mes tras mes. Y de repente, el 9 de
diciembre de 1987, los comerciantes de la ruta de Nablus cerraron a cal y canto,
el bullicio de la puerta de Damasco se esfumó en el invierno gélido de la
Tierra Prometida. Jerusalén árabe empezó a pasar los días, después las semanas,
finalmente los meses, en el silencio turbador de las algaradas y la violencia.
Ni un
alma por las calles, ni un solo cambista palestino con la persiana levantada. Encerrados
a cal y canto, nuestros profesores que pasaron por la guerra del 67 tiemblan,
entre las estanterías de la extraordinaria librería. Horas enteras en un limbo
de calma chicha, sólo roto por la llamada del muecín a la oración. No era para
menos, 80.000 soldados israelíes de patrulla por los Territorios Ocupados. Después
vinieron los altercados, los ataques a civiles con balas, los muertos.
Obviamente,
esta parte tan dramática no tiene comparación. El silencio, la calma chicha, la
inquietud, el temor de que algo peor va a pasar, aunque después no pase, está
ahí. Eso sí. Los británicos tienen un adjetivo que describe muy bien este
contexto: “eerie”, a medias entre el posible pánico, lo extraño, lo
inquietante, lo fantasmagórico, incluso lo sobrenatural. Seguro que, con el
paso de los días, la situación adquirirá tintes de normalidad. Pero este
sentimiento de intifada (bien que inexistente), sin saber muy bien quién
es el opresor, me ha estado rondando toda la mañana. Durante un momento hasta
me ha parecido al muecín llamar a la oración. Pero no, era una falsa alarma.
Por lo
demás, la jornada laboral ha sido bastante ordinaria, alborotada, lindando con
lo caótico. Vamos, lo de todos los días, con la diferencia de que hoy (por
ayer) no tenía a nadie a quien perseguir por los pasillos para que la enésima
urgencia llegara a buen puerto. Es más, desde la ventana de mi despacho, en el
hogar, más allá de la pantalla de mi ordenador, tengo el indescriptible placer
de observar las primeras flores, con un par de meses de adelanto sobre su ciclo
natural, allá en el norte, del ciruelo que me ofreció mi padre años ha. Pero esta es otra historia.
Quizá
para apaciguar los sobresaltos de las primeras horas de trabajo, que si el Whatsapp
por aquí, el móvil por allá, correos en cascada, siempre urgentes, por Tutatis
que nunca lo son, la conexión desesperantemente lenta, el cielo que se nubla,
el chaparrón que cae, me he decidido a encender la chimenea. ¡Y eso que fuera
debemos estar a 14 grados o más! Pero las llamas tienen un efecto conciliador,
lejos de la zozobra y la conmoción de estas primeras horas en aislamiento obligado.
En la otra vida, la del aislamiento jerosolimitano, no había chimenea ni
ciruelo en flor, sólo diccionarios con oscuras lenguas semíticas que,
curiosamente, también tenían su efecto tranquilizador.
Así
que la mañana pasa entre el “tohubabohu” de notas de prensa, documentos (¡otro
más urgente que el anterior!), listados de llamadas del 900, con la congoja de
decenas de negocios yéndose al garete, pidiendo auxilio desesperadamente, mientras
la vida sigue su curso, aunque apenas se perciba, en el raro coche que pasa por
la calle a toda velocidad, el vecino que pasea su perro (parece que está en su
derecho, pero no el de mear en la esquina de mi casa, rediós, que dicen en mi
aldea) y el repartidor de Amazon -se ve que los decretos gubernamentales no les
conciernen- con un videojuego para mi hijo.
Precavido
como es él, mi hijo, no tanto el repartidor, se ha puesto los guantes de lavar
la vajilla. A falta de una protección, digamos, más ortodoxa. Nunca se sabe si
antes de llegar a la plataforma de Amazon en Torrejón, ha pasado algunos días a
remojo en el Alibabá de Wuhan. Cosas de la globalización. Al tipo de Amazon que
venía con la urgencia de cumplir su deber (o acaso de no contaminarse), no se
le ha ocurrido otra cosa que lanzar a Spiderman por encima de la verja. Esta
vez no ha pedido firma ni nada por el estilo. Ha salido escopetado. Así que mi
hijo se ha quedado con los guantes y compuesto, sin tocar el envoltorio durante
un par de horas. En El Comidista leo que el bichito dura cuatro horas entre las
monedas de las cajeras de Mercadona, así que, por precaución, el paquetito se
ha quedado aireado entre una mata de rosales, hasta que ha empezado a llover.
A la
hora que la Secretaria General me hace llegar un nuevo procedimiento para
sustituir la robótica voz de nuestro 900, teléfono de atención al cliente,
completamente desbordado, las memorias de la intifada, por fin, comienzan a
evaporarse. Cae una lluvia fina. Justo entonces, cuando mi estado de sitio
mental empezaba a clarear, mi profesor de filosofía marxista, especialista en la
fenomenología de Husserl, me hace llegar un comentario devocional sobre la
relación del coronavirus y la Cuaresma. Por aquello de “Memento, homo, quia
pulvis es et in pulverem reverteris”. ¡Jooooder...!
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