jueves, 26 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA X: Kaketsugi


Durante el medioevo, en tiempos de peste, la recomendación más extendida era: “Huir lo antes posible, lo más lejos que se pudiera, retornar cuanto más tarde la situación lo permitiera”. En estos tiempos modernos, los estados, ciertamente por mor del bien común, impiden, al menos, desde que se ha agravado la situación, que ninguno de los tres principios se puedan cumplir.

Ni se puede ir, ya es demasiado tarde, mucho menos lejos, con gran cantidad de vuelos de largo recorrido cancelados, más los controles policiales en las rotondas y lo de retornar, si uno no se ha ido, parece metafísicamente imposible. Salvo con la imaginación que, si mucho se expande, termina por ser -camino de las dos semanas de reclusión cívica- un arma de doble filo.

Por lo demás, ¿cuándo es antes? ¿Antes de que un chino se zampara un pangolín contaminado? ¿Antes de que el primer infectado apareciera en Italia, el 20 de febrero -hace tan poco y parece el siglo pasado- en Bérgamo? ¿Antes del primer muerto en la madre patria? Ahora, algunos estudios indican que la peste ya circulaba por la península itálica desde principios de enero. En realidad, nunca hay un antes cuando el principio de algo es ignoto. Eso sí, el después, aunque ahora nos sea desconocido, llegará para, más pronto que tarde, convertirse en un recuerdo. Como el 11-S para los más jóvenes, los desastres de la Guerra Civil para los mayores.

Mientras tanto, los que estamos en medio. Los nacidos en la segunda media centuria del siglo pasado podemos, debemos, considerarnos unos privilegiados. Ni siquiera hemos pasado por los tiempos grises y duros de la posguerra. Es cierto que, a principios de los sesenta, en los pueblos del norte, no sobraba nada, si bien, tampoco teníamos carencia de lo más elemental. Después llegaron tiempos de abundancia, incluso de exceso. Sin ninguna exageración se puede afirmar que hemos sido unos verdaderos privilegiados

Así que esta pandemia nos ha despertado de nuestros dulces sueños para convertirse en pesadilla. Cuya duración nos es desconocida pero que, con toda certeza, dejará un reguero de cicatrices. En los que han perdido o perderán a seres queridos, por supuesto. También en el rastro de pánico y temor, anclado en alguna umbría parte del cerebelo, ante la posibilidad de que este desastre que se ha extendido por la faz del globo, en apenas dos meses, vuelva a repetirse, ¿qué no podrá pasar dentro de tres meses o dos años?

El miedo siempre es pésimo consejero, surge siempre ante lo desconocido, lo que escapa a nuestro control, lo que no sabemos cómo afrontar ni combatir. Acostumbrados a nuestras rutinas, a nuestros horarios, a nuestras veladas de ocio, a que los trenes salgan a la hora, a que haya camas en el hospital, repentinamente, todo aquello que teníamos perfectamente controlado con aplicaciones, páginas web, teléfonos móviles y demás instrumentos digitales, ha perdido su suporte virtual y nos encontramos con que las tareas más banales se tornan molinos de viento indefendibles. Por Dios, ¡hasta un asunto tan rutinario como acudir a Mercadona necesita de estrategia militarizada!

Yo mismo, fiel devoto de decenas de rutinas cotidianas, acrisoladas año a año, a fuerza de repetirlas al amparo de reglas y observancias, de devociones y deberes, de obligaciones y responsabilidades, camino un poco a la deriva. De momento, con asuntos banales, desde la pérdida de mi paseo vespertino, hasta dejar de escuchar los podcast de las noticias de la Deutschewelle, pasando por la imposibilidad de degustar el chocolate con buñuelos, los viernes de buena hora, en la churrería Picoesquina.

No me cabe duda, de que pasarán los meses, los años, con el paso del tiempo que cura todas las heridas, acaso todo vuelva a su devenir más o menos habitual, como el de hace menos de un mes. ¿Menos de un mes? Sin embargo, nada será igual, el roto en esta vida de privilegio, comodidad y placidez estará ahí para siempre. Mientras me dure la memoria. Un agujero imposible de remendar.

Salvo que se produzca un milagro que restañe, de manera prodigiosa, esta brecha que el espanto dejará cuando la curva de mortandad descienda (¿semanas, meses?) al nivel cero y pueda huir cuanto antes, lo más lejos posible, hasta los páramos y robledales de mi valle. Para nunca más volver.

Deduzco que será necesario un buen paño recortado que siga el mismo diseño de las líneas transversales de la vida hasta ahora recorrida. La aguja de la memoria bien enhebrada para trazar las puntadas en los sitios exactos donde ha percutido esta historia abismal. De modo y manera que, tras repasar todos los límites del pozo profundo a donde nos hemos asomado, las suturas sean imperceptibles. Alguna fibra se perderá en esta sutil costura del mal sueño que nos ha tocado vivir. Algún hilo tendremos que arrancar para que el paño nuevo case a la perfección con el viejo. Hasta desaparecer por completo la rotura.

Pase lo que pase en los próximos días, una virtud nos va a ser necesaria sobremanera: la paciencia en la espera. Los japoneses, muy duchos en esta cualidad de la resiliencia, son grandes admiradores de una profesión artesana, algunas familias la conservan como un tesoro, de remendar, casi de manera sobrenatural, viejos tejidos preciados conservados por generaciones en las familias: kimonos, zuecos, cerámica. Todo se recompone.

En el caso de los remiendos de tejidos, cuya técnica se denomina “kaketsugi”, realizan auténticas maravillas [AQUÍ UN VÍDEO] en las que el parche está hecho con tal perfección que resulta, salvo que se use un microscopio, discernir donde se situaba el tejido antiguo y el nuevo. Por supuesto, el agujero ha desaparecido por completo.

Yo quiero un apaño de estos que, dentro de unos meses, el socavón producido por este intangible enemigo haya sido rellenado con perfección absoluta, indescifrable al ojo desnudo. Que pueda volver a la inercia de cada día. A beber mi Alhambra a la sombra del granado los sábados a las 11 y cuarto precisas, a caminar por los senderos del monte de mi infancia las mañanas de agosto, a vendimiar ciruelas claudias en la huerta heredada de mi padre, octubre llegado.

Un remiendo impecable. Para que todo aquello que está ocurriendo hubiera pasado por mi vida como si nunca hubiera ocurrido. Jamás.

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