Durante el medioevo, en tiempos de peste, la
recomendación más extendida era: “Huir lo antes posible, lo más lejos que se
pudiera, retornar cuanto más tarde la situación lo permitiera”. En estos
tiempos modernos, los estados, ciertamente por mor del bien común, impiden, al
menos, desde que se ha agravado la situación, que ninguno de los tres principios
se puedan cumplir.
Ni se puede ir, ya es demasiado tarde, mucho menos
lejos, con gran cantidad de vuelos de largo recorrido cancelados, más los controles
policiales en las rotondas y lo de retornar, si uno no se ha ido, parece metafísicamente
imposible. Salvo con la imaginación que, si mucho se expande, termina por ser -camino
de las dos semanas de reclusión cívica- un arma de doble filo.
Por lo demás, ¿cuándo es antes? ¿Antes de que un
chino se zampara un pangolín contaminado? ¿Antes de que el primer infectado
apareciera en Italia, el 20 de febrero -hace tan poco y parece el siglo pasado-
en Bérgamo? ¿Antes del primer muerto en la madre patria? Ahora, algunos
estudios indican que la peste ya circulaba por la península itálica desde
principios de enero. En realidad, nunca hay un antes cuando el principio de algo
es ignoto. Eso sí, el después, aunque ahora nos sea desconocido, llegará para,
más pronto que tarde, convertirse en un recuerdo. Como el 11-S para los más
jóvenes, los desastres de la Guerra Civil para los mayores.
Mientras tanto, los que estamos en medio. Los
nacidos en la segunda media centuria del siglo pasado podemos, debemos,
considerarnos unos privilegiados. Ni siquiera hemos pasado por los tiempos
grises y duros de la posguerra. Es cierto que, a principios de los sesenta, en
los pueblos del norte, no sobraba nada, si bien, tampoco teníamos carencia de
lo más elemental. Después llegaron tiempos de abundancia, incluso de exceso.
Sin ninguna exageración se puede afirmar que hemos sido unos verdaderos privilegiados
Así que esta pandemia nos ha despertado de nuestros
dulces sueños para convertirse en pesadilla. Cuya duración nos es desconocida
pero que, con toda certeza, dejará un reguero de cicatrices. En los que han
perdido o perderán a seres queridos, por supuesto. También en el rastro de
pánico y temor, anclado en alguna umbría parte del cerebelo, ante la
posibilidad de que este desastre que se ha extendido por la faz del globo, en
apenas dos meses, vuelva a repetirse, ¿qué no podrá pasar dentro de tres meses
o dos años?
El miedo siempre es pésimo consejero, surge siempre
ante lo desconocido, lo que escapa a nuestro control, lo que no sabemos cómo
afrontar ni combatir. Acostumbrados a nuestras rutinas, a nuestros horarios, a
nuestras veladas de ocio, a que los trenes salgan a la hora, a que haya camas
en el hospital, repentinamente, todo aquello que teníamos perfectamente controlado
con aplicaciones, páginas web, teléfonos móviles y demás instrumentos digitales,
ha perdido su suporte virtual y nos encontramos con que las tareas más banales
se tornan molinos de viento indefendibles. Por Dios, ¡hasta un asunto tan
rutinario como acudir a Mercadona necesita de estrategia militarizada!
Yo mismo, fiel devoto de decenas de rutinas
cotidianas, acrisoladas año a año, a fuerza de repetirlas al amparo de reglas y
observancias, de devociones y deberes, de obligaciones y responsabilidades,
camino un poco a la deriva. De momento, con asuntos banales, desde la pérdida
de mi paseo vespertino, hasta dejar de escuchar los podcast de las
noticias de la Deutschewelle, pasando por la imposibilidad de degustar el
chocolate con buñuelos, los viernes de buena hora, en la churrería Picoesquina.
No me cabe duda, de que pasarán los meses, los años,
con el paso del tiempo que cura todas las heridas, acaso todo vuelva a su
devenir más o menos habitual, como el de hace menos de un mes. ¿Menos de un
mes? Sin embargo, nada será igual, el roto en esta vida de privilegio,
comodidad y placidez estará ahí para siempre. Mientras me dure la memoria. Un
agujero imposible de remendar.
Salvo que se produzca un milagro que restañe, de
manera prodigiosa, esta brecha que el espanto dejará cuando la curva de
mortandad descienda (¿semanas, meses?) al nivel cero y pueda huir cuanto antes,
lo más lejos posible, hasta los páramos y robledales de mi valle. Para nunca
más volver.
Deduzco que será necesario un buen paño recortado
que siga el mismo diseño de las líneas transversales de la vida hasta ahora
recorrida. La aguja de la memoria bien enhebrada para trazar las puntadas en
los sitios exactos donde ha percutido esta historia abismal. De modo y manera
que, tras repasar todos los límites del pozo profundo a donde nos hemos asomado,
las suturas sean imperceptibles. Alguna fibra se perderá en esta sutil costura
del mal sueño que nos ha tocado vivir. Algún hilo tendremos que arrancar para
que el paño nuevo case a la perfección con el viejo. Hasta desaparecer por
completo la rotura.
Pase lo que pase en los próximos días, una virtud
nos va a ser necesaria sobremanera: la paciencia en la espera. Los japoneses,
muy duchos en esta cualidad de la resiliencia, son grandes admiradores de una
profesión artesana, algunas familias la conservan como un tesoro, de remendar,
casi de manera sobrenatural, viejos tejidos preciados conservados por generaciones
en las familias: kimonos, zuecos, cerámica. Todo se recompone.
En el caso de los remiendos de tejidos, cuya técnica
se denomina “kaketsugi”, realizan auténticas maravillas [AQUÍ UN VÍDEO] en las
que el parche está hecho con tal perfección que resulta, salvo que se use un
microscopio, discernir donde se situaba el tejido antiguo y el nuevo. Por
supuesto, el agujero ha desaparecido por completo.
Yo quiero un apaño de estos que, dentro de unos
meses, el socavón producido por este intangible enemigo haya sido rellenado con
perfección absoluta, indescifrable al ojo desnudo. Que pueda volver a la inercia
de cada día. A beber mi Alhambra a la sombra del granado los sábados a las 11 y
cuarto precisas, a caminar por los senderos del monte de mi infancia las
mañanas de agosto, a vendimiar ciruelas claudias en la huerta heredada de mi
padre, octubre llegado.
Un remiendo impecable. Para que todo aquello que está
ocurriendo hubiera pasado por mi vida como si nunca hubiera ocurrido. Jamás.
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