miércoles, 18 de marzo de 2020

DIARIO DE UNA CUARENTENA DÍA II: He caminado a tu lado durante mucho tiempo


Hatsukame, segundo día. Y lo que nos queda. Los japos tienen 248 contadores ordinales diferentes. Si es un pájaro, un hipopótamo, un bic, un zapato, etc. lo de primero, segundo, tercero y demás, se va adaptando a los objetos. Me pregunto si el dichoso bichito de Wuhan ha adquirido tanta importancia como para disponer del suyo propio. Un coronavirus, dos coronavirus, tres coronavirus… Tras el tsunami laboral de ayer, hoy se han apaciguado, aunque sólo ligeramente, las aguas. Entre distancias sociales de un metro y videoconferencias a centenares de kilómetros, discurre la mañana.

La agenda laboral, mal menor, comienza a sufrir el impacto de las cancelaciones. Nada comparado con las llamadas, algunas angustiadas, otras furiosas, que han avasallado a mis colegas del punto de información en el organismo autonómico donde se baten el cobre. Como metáfora. Quizá no literalmente. La fibra óptica creo que ya no está compuesta de ese metal. Porque antes de ayer y ayer , se pasaron las horas muertas pegados al auricular del teléfono, escuchando demandas, ruegos, exigencias, solicitudes, incluso improperios.

Cuando el buen hombre que sobrevive, únicamente, de vender “Bragas, señora, bragas a un euro, vaya braguerío”, en el mercadillo de los jueves, enfrente de la oficina, se tiene que pasar las horas muertas encerrado en casa, termina por echar mano al móvil y, cualquier organismo con un barniz de Administración, aunque no sea la local, de quien en realidad depende el mercadillo, se ve obligado a aguantar carros y carretas. Hasta cierto punto comprensible, el comerciante que se desgañita cada jueves en la esquina para convencer de las excelencias (¡todas las tallas, señora!) de su producto, no tiene otra fuente de ingresos. Y eso también es dramático.

A comparar con el escaso sentido del ridículo cuando la situación nos coloca en un contexto de pánico. Que como suelen afirmar los psicólogos es más bien un subproducto mental que real. Hago una excursión, pertrechado con guantes quirúrgicos, ¿qué diantres hacían en un cajón de la cocina? para visitar un Aldi, a cinco kilómetros de casa, previendo que el Mercadona cercano, a estas horas, es algo más de mediodía, hace siglos que fue tomado al asalto de la turba.

Al Aldi no le ha ido mucho mejor. Sí, hay papel higiénico. Pero también guardias jurados a la entrada, del lineal de carne no queda ni una sóla bandeja. Esta no es tierra para vacas. Otro tanto de la fruta y las verduras. Eso que estamos en la Huerta de Europa. Queda leche de soja, cerveza sin alcohol y hummus. Estamos salvados.

Cuando me cruzo en el pasillo con otro cliente me aparto ligeramente. Aquí lo del metro de seguridad es imposible de cumplir. ¡Que sea lo que Dios quiera! Finalmente, entre lo que no quería comprar y lo que realmente quedaba, termino -pura contradicción paulina (“hago lo que no quiero, etc.”) aplicada al materialismo de andar por casa- por salir con el carrito lleno. Me acabo de transformar en otra víctima del pánico que añadir a la estadística del noticiero.

Ya en casa, con los guantes condenados a la gehenna de la basura municipal y los artículos comprados, cuatro horas preceptivas en cuarentena, salvo el atún congelado que, previsiblemente, si contagio había, no aguantará la friura de las entrañas del frigorífico, llega el momento de diluir el pánico almacenado por la excursión al supermercado. Un tipo en el Aldi, con pinta de leer muchos periódicos o quizá obnubilado por demasiadas redes sociales decía a la cajera: “El Gobierno nos miente, el Gobierno nos miente”. Tan pancho él, lo único que había adquirido era una bolsita de comida para los gatos.

Para exorcizarme, la mejor herramienta para ahuyentar el pavor, consiste en algo bien sencillo, sin coste, observar los árboles bíblicos que pueblan mi jardín: el almendro recubierto de hojas nuevas empapadas en la lluvia matinal, el naranjo envuelto en su perfume de azahar, la higuera con sus primeros brotes apenas entreabiertos, el olivo, la palmera, el granado, y dejarse arrastrar por el sosiego del mediodía. Hoy ni siquiera el vecino ha sacado el perro a mear en la esquina de mi casa. Hoy que le estaba esperando, para amenazarle con saltarme la distancia social. Pese a las deplorables noticias que nos inundan por cada medio de comunicación habido y por haber. Calma zen. La tierra sigue girando a 32 kilómetros por minuto. El ciruelo de mi padre sigue en flor.

Como dicen en mi pueblo, a perro flaco, espero que sólo metafóricamente, todo son pulgas. Como no tengo pasaporte gabacho, mis vacaciones pascuales en París han pasado a mejor vida, han bajado las temperaturas, momento ideal para un resfriado y perderte en dudas interminables si esto es lo de todos los años o la nueva pandemia, peor aún, la conexión a Internet es patética. En esta parte del Levante, los de la capital huyen a una urbanización localizada a sólo diez kilómetros. Será otra versión de la distancia social. El caso es que me saturan mis redes de wifi. Imposible echar mano de Netflix.

Medio en bromas, medio en serio, discuto con mi hijo si para el cineclub que nos hacemos todos los martes por la noche no deberíamos elegir “El séptimo sello”. Es cierto que, en la otra vida, cuando fui proyeccionista de cine, de tanto verla repetida en la pantalla, me llegué a aprender los diálogos casi de memoria. El diálogo de apertura no parece lo más esperanzador para el contexto actual (¿Quién eres? / Soy la Muerte / ¿Has venido a por mí? / He caminado a tu lado durante mucho tiempo). Por no hablar de la reseña publicitaria del estreno: “Un hombre busca respuestas a la vida, a la muerte, a la existencia de Dios, mientras juega al ajedrez con la Muerte durante la Peste Negra”.  Así que nos decidimos por evocar otros recuerdos mucho más agradables y recientes.

Hace justo un año, tal día como hoy de 2019, en un viaje iniciático, estábamos en uno de los espacios más plácidos que existan sobre la faz de la Tierra. Eso que está en el corazón de una ciudad de casi 3 millones de habitantes. Hay que conocer el truco, pero tras unas cuantas visitas, uno sabía que la única posibilidad de éxito era presentarnos en la puerta de entrada, a primerísima hora, antes de que lo invadieran las hordas de turistas. Visitar el jardín del templo de Rioanji (El templo del dragón pacífico y tranquilo), en Kioto, horario extra tempranero, cuando todavía se perciben las gotas de rocío sobre el musgo o el sol oblicuo de marzo no ilumina el tapial de adobe en el fondo sur.

Incluso a catorce mil kilómetros de distancia, rememorar la serenidad de las rocas surgiendo por entre las olas de gravilla milenaria diluye, en un instante, cualquier apesadumbrado pensamiento. ¡Adios, Herr Bergmann y tus diálogos letales! Cierro los ojos y me empapo del misterio nunca dilucidado del maestro zen que lo diseñó. Poco importa si el jardín busca el vacío, representado a través de nuestra incapacidad para observar el todo o si matemáticos japoneses encontraron, recientemente, con novedosos sistemas computacionales, el patrón de un árbol escondido en la estructura del jardín.

Lo que cuenta es que, fruto de la memoria no tan lejana, la mente divaga entre las memorias y los recuerdos de hace un año, como si este ayer de caos laboral y pánico en el supermercado nunca hubieran existido. Sentado, virtualmente, en los escalones de madera, como he hecho en numerosas ocasiones, cuando la Ciudad Imperial la tenía más a mano, me evado completamente de la realidad hodierna, como si fuera la primera vez. Las quince piedras, divididas en tres grupos, me recuerdan, sin razón aparente, uno de los “haiku” del gran Basho: “En esta nueva jornada / mis pensamientos vadean / un páramo árido”.

Si la tipa de la guadaña aparece, cuandoquiera que sea, uno de mis sitios favoritos, tengo una lista con diez (mi top ten de encuentros con el más allá), este del ‘dragón pacífico y tranquilo’ se encuentra entre ellos.

Suena el móvil. ¿Dónde me encontrará la vida dentro de un año?

1 comentario:

  1. Gracias, Ignacio. Escribe cada día, haciendo y deshaciendo textos, cual Amaranta tejiendo y destejiendo en medio de su encierro en Macondo. Un abrazo virtual.

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