Hatsukame, segundo día. Y lo que nos queda. Los japos tienen
248 contadores ordinales diferentes. Si es un pájaro, un hipopótamo, un bic, un
zapato, etc. lo de primero, segundo, tercero y demás, se va adaptando a los
objetos. Me pregunto si el dichoso bichito de Wuhan ha adquirido tanta
importancia como para disponer del suyo propio. Un coronavirus, dos coronavirus,
tres coronavirus… Tras el tsunami laboral de ayer, hoy se han apaciguado,
aunque sólo ligeramente, las aguas. Entre distancias sociales de un metro y
videoconferencias a centenares de kilómetros, discurre la mañana.
La agenda laboral, mal menor, comienza a sufrir el
impacto de las cancelaciones. Nada comparado con las llamadas, algunas
angustiadas, otras furiosas, que han avasallado a mis colegas del punto de
información en el organismo autonómico donde se baten el cobre. Como metáfora. Quizá
no literalmente. La fibra óptica creo que ya no está compuesta de ese metal.
Porque antes de ayer y ayer , se pasaron las horas muertas pegados al auricular
del teléfono, escuchando demandas, ruegos, exigencias, solicitudes, incluso improperios.
Cuando el buen hombre que sobrevive, únicamente, de
vender “Bragas, señora, bragas a un euro, vaya braguerío”, en el mercadillo
de los jueves, enfrente de la oficina, se tiene que pasar las horas muertas encerrado
en casa, termina por echar mano al móvil y, cualquier organismo con un barniz
de Administración, aunque no sea la local, de quien en realidad depende el
mercadillo, se ve obligado a aguantar carros y carretas. Hasta cierto punto
comprensible, el comerciante que se desgañita cada jueves en la esquina para
convencer de las excelencias (¡todas las tallas, señora!) de su producto,
no tiene otra fuente de ingresos. Y eso también es dramático.
A comparar con el escaso sentido del ridículo cuando
la situación nos coloca en un contexto de pánico. Que como suelen afirmar los
psicólogos es más bien un subproducto mental que real. Hago una excursión, pertrechado
con guantes quirúrgicos, ¿qué diantres hacían en un cajón de la cocina? para
visitar un Aldi, a cinco kilómetros de casa, previendo que el Mercadona cercano,
a estas horas, es algo más de mediodía, hace siglos que fue tomado al asalto de
la turba.
Al Aldi no le ha ido mucho mejor. Sí, hay papel
higiénico. Pero también guardias jurados a la entrada, del lineal de carne no
queda ni una sóla bandeja. Esta no es tierra para vacas. Otro tanto de la fruta
y las verduras. Eso que estamos en la Huerta de Europa. Queda leche de soja,
cerveza sin alcohol y hummus. Estamos salvados.
Cuando me cruzo en el pasillo con otro cliente me
aparto ligeramente. Aquí lo del metro de seguridad es imposible de cumplir. ¡Que
sea lo que Dios quiera! Finalmente, entre lo que no quería comprar y lo que realmente
quedaba, termino -pura contradicción paulina (“hago lo que no quiero, etc.”)
aplicada al materialismo de andar por casa- por salir con el carrito lleno. Me
acabo de transformar en otra víctima del pánico que añadir a la estadística del
noticiero.
Ya en casa, con los guantes condenados a la gehenna
de la basura municipal y los artículos comprados, cuatro horas preceptivas
en cuarentena, salvo el atún congelado que, previsiblemente, si contagio había,
no aguantará la friura de las entrañas del frigorífico, llega el momento de
diluir el pánico almacenado por la excursión al supermercado. Un tipo en el
Aldi, con pinta de leer muchos periódicos o quizá obnubilado por demasiadas
redes sociales decía a la cajera: “El Gobierno nos miente, el Gobierno nos
miente”. Tan pancho él, lo único que había adquirido era una bolsita de
comida para los gatos.
Para exorcizarme, la mejor herramienta para
ahuyentar el pavor, consiste en algo bien sencillo, sin coste, observar los árboles
bíblicos que pueblan mi jardín: el almendro recubierto de hojas nuevas
empapadas en la lluvia matinal, el naranjo envuelto en su perfume de azahar, la
higuera con sus primeros brotes apenas entreabiertos, el olivo, la palmera, el
granado, y dejarse arrastrar por el sosiego del mediodía. Hoy ni siquiera el
vecino ha sacado el perro a mear en la esquina de mi casa. Hoy que le estaba
esperando, para amenazarle con saltarme la distancia social. Pese a las deplorables
noticias que nos inundan por cada medio de comunicación habido y por haber. Calma
zen. La tierra sigue girando a 32 kilómetros por minuto. El ciruelo de mi padre
sigue en flor.
Como dicen en mi pueblo, a perro flaco, espero que
sólo metafóricamente, todo son pulgas. Como no tengo pasaporte gabacho, mis
vacaciones pascuales en París han pasado a mejor vida, han bajado las
temperaturas, momento ideal para un resfriado y perderte en dudas interminables
si esto es lo de todos los años o la nueva pandemia, peor aún, la conexión a
Internet es patética. En esta parte del Levante, los de la capital huyen a una
urbanización localizada a sólo diez kilómetros. Será otra versión de la
distancia social. El caso es que me saturan mis redes de wifi. Imposible echar
mano de Netflix.
Medio en bromas, medio en serio, discuto con mi hijo
si para el cineclub que nos hacemos todos los martes por la noche no deberíamos
elegir “El séptimo sello”. Es cierto que, en la otra vida, cuando
fui proyeccionista de cine,
de tanto verla repetida en la pantalla, me llegué a aprender los diálogos casi
de memoria. El diálogo de apertura no parece lo más esperanzador para el
contexto actual (¿Quién eres? / Soy la Muerte / ¿Has venido a por mí? / He
caminado a tu lado durante mucho tiempo). Por no hablar de la reseña publicitaria
del estreno: “Un hombre busca respuestas a la vida, a la muerte, a la
existencia de Dios, mientras juega al ajedrez con la Muerte durante la Peste
Negra”. Así que nos decidimos por
evocar otros recuerdos mucho más agradables y recientes.
Hace justo un año, tal día como hoy de 2019, en un
viaje iniciático, estábamos en uno de los espacios más plácidos que existan
sobre la faz de la Tierra. Eso que está en el corazón de una ciudad de casi 3
millones de habitantes. Hay que conocer el truco, pero tras unas cuantas
visitas, uno sabía que la única posibilidad de éxito era presentarnos en la puerta
de entrada, a primerísima hora, antes de que lo invadieran las hordas de turistas.
Visitar el jardín del templo de Rioanji (El templo del dragón pacífico y
tranquilo), en Kioto, horario extra tempranero, cuando todavía se perciben las
gotas de rocío sobre el musgo o el sol oblicuo de marzo no ilumina el tapial de
adobe en el fondo sur.
Incluso a catorce mil kilómetros de distancia, rememorar
la serenidad de las rocas surgiendo por entre las olas de gravilla milenaria
diluye, en un instante, cualquier apesadumbrado pensamiento. ¡Adios, Herr
Bergmann y tus diálogos letales! Cierro los ojos y me empapo del misterio nunca
dilucidado del maestro zen que lo diseñó. Poco importa si el jardín busca el
vacío, representado a través de nuestra incapacidad para observar el todo o si matemáticos
japoneses encontraron, recientemente, con novedosos sistemas computacionales, el
patrón de un árbol escondido en la estructura del jardín.
Lo que cuenta es que, fruto de la memoria no tan
lejana, la mente divaga entre las memorias y los recuerdos de hace un año, como
si este ayer de caos laboral y pánico en el supermercado nunca hubieran existido.
Sentado, virtualmente, en los escalones de madera, como he hecho en numerosas
ocasiones, cuando la Ciudad Imperial la tenía más a mano, me evado
completamente de la realidad hodierna, como si fuera la primera vez. Las quince
piedras, divididas en tres grupos, me recuerdan, sin razón aparente, uno de los
“haiku” del gran Basho: “En esta nueva jornada / mis pensamientos vadean / un páramo
árido”.
Si la tipa de la guadaña aparece, cuandoquiera que
sea, uno de mis sitios favoritos, tengo una lista con diez (mi top ten
de encuentros con el más allá), este del ‘dragón pacífico y tranquilo’ se
encuentra entre ellos.
Suena el móvil. ¿Dónde me encontrará la vida dentro
de un año?
Gracias, Ignacio. Escribe cada día, haciendo y deshaciendo textos, cual Amaranta tejiendo y destejiendo en medio de su encierro en Macondo. Un abrazo virtual.
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