El bazar en una foto de la época, hacia 1910 |
Entre que ayer fue festivo y mañana (por hoy) empieza
el fin de semana, me he despertado bastante confuso, sin saber exactamente
dónde me encontraba. Han sido décimas de segundo, pero las suficientes para
mezclarlas, en ese tránsito imperceptible, entre la ficción y la realidad, con
el sueño del último minuto. Que como me suele ocurrir últimamente, por
recurrente, me ha visto caminando por una calle tradicional de Tokio, en un
barrio residencial, las pequeñas tiendas de salazones, los puestos diminutos de
verduras, utensilios de cocina y material escolar sencillo.
Ciertos elementos, de los tejadillos metálicos donde
se cobijan los comerciantes, datando de los años sesenta, eran las del barrio
donde habité hace cuarenta años, otros elementos son idénticos a los que ahora,
hace justamente un año, visité con mi hijo, las del último vecindario en el que
vivimos y donde ellos dos aprendieron a caminar. Don Sigmund se volvería tarumba
para interpretar estas mezcolanzas tan variopintas. Al menos, siempre es un consuelo,
no me he despertado angustiado, es también una recurrencia de los últimos
meses, a bordo de un avión que, durante un aterrizaje forzoso, pierde el ala
izquierda, siempre ese lado, tras chocar contra las viviendas cercanas al aeropuerto.
El pueblo de Barajas, inconfundible, en el otro siglo, en la época de mi primer
vuelo transoceánico.
Mi hijo entra en mi despacho, esto ya es la realidad
bien tangible, no un sueño, llevo un par de horas en teletrabajo forzado, a
primerísima hora de la mañana. Tan concentrado estoy en mi pantalla, en mis
notas de prensa, en mis tablas de Excel, en responder a los correos que se han
acumulado ayer a última hora que le espeto, sin levantar la vista: “Pasa. ¿Qué quieres?”. Solo cuando se
echa a reír, me doy cuenta, que no se trata de un colega impertinente con otra urgencia
innecesaria en medio de las prisas de siempre. Rebobinamos y nos decimos buenos
días. Efectivamente, no es mi puesto de trabajo habitual, a través de la
ventana veo que el ciruelo de claudias regalado por mi padre ha alcanzado su
floración plena.
Si yo voy así por la vida, por la semana y por los
días, no quiero ni pensar cómo se las apaña Solange, mi suegra, confinada en un
apartamento parisino, a punto de convertirse en centenaria. Ella que pasó por
una guerra terrible, la segunda -el primer ministro francés no para de decir
que estamos en otra- en su juventud y heredó, de su madre, fallecida con 103,
las vivencias de otra casi peor, la primera. Quien a su vez heredó de la suya
los ecos de las barricadas de la Comuna de París.
De Xenia, nombre de emperatriz rusa, pero normanda
de hondo arraigo, madre de Solange Marie Louise -me encanta esta triplicación
de los nombres propios, he heredado sus diarios, una decena de cuadernos negros
caligrafiados en una primorosa letra de adolescente y primera juventud. Una
decena de joyas familiares que han sobrevivido a los vaivenes de la historia
familiar e, increíblemente, han terminado en quien esto suscribe, recorriendo
los vericuetos impensables de decenas de existencias para que, finalmente,
terminen en mis manos.
En mí que, a estas horas, con los primeros retazos,
todavía muy leves, de la primavera en ciernes, bien podría estar subido al tractor
y binando los barbechos, en algún páramo castellano, si no fuera porque
centenas de laberínticos recorridos por la vida no me hubieran llevado hasta
donde ahora estoy. Escribiendo estas líneas, en el Levante español, enfrente de
un ciruelo desarraigado, yo y el frutal, de un patio familiar, al pie del
tapial de adobe, seguramente ahora escarchado con la helada de anoche. Allá en
el norte.
Xenia Lucie Nathalie, a quien tuve la fortuna de
conocer centenaria se ha convertido, con el paso del tiempo, en mi héroe
familiar. En parte porque sobrevivió con entereza, cimentada su vida en una fe
católica de armas tomar, a todas las desventuras que la guerra, las guerras,
para ser exactos, también la segunda, le acarrearon.
Y, en parte, aunque esto sólo me concierne a mí,
porque con su escritura transparente, ingenua y límpida, de su diario personal,
me ha convencido, si no lo estuviera ya por otras circunstancias, que
relativizar ciertos asuntos de nuestro devenir diario, por ejemplo, la gripe
española (esto me dice algo), allá por 1917, son factores esenciales para
mantener la cordura y sobrevivir. Y al relativizar, resulta inevitable, valorar
otros aspectos que, en las prisas de todos los días, damos por sentados.
Minucias, insignificancias que en contextos de agobio e inquietud terminan por
ser referencias insoslayables
¿Cómo, si no aguantar la dureza de la separación, desde
la costa normanda, durante años, meses completos sin noticias, de su padre y
hermano, finalmente fallecido con 17 años, aislados, quizá muertos, acaso
prisioneros, en una ciudad de las Ardenas lindando con la frontera belga? Respuesta:
con una pequeña fiesta con la familia de segundo grado, ofreciéndose voluntaria
como enfermera en el hospital militar de campaña, dando clase de francés a una
niña exilada de la capital, recogiendo una concha en la playa del Canal de la Mancha.
Y así decenas de pequeños, a veces grandes, gestos en los que antes uno no
había puesto la mínima atención.
Y con la escritura, por supuesto, como trinchera de
primera línea contra esta peste que nos ha tocado vivir.
Así que, en honor a Xenia, hemos puesto la botella
de champagne en el refrigerador y, mañana, sábado, celebraremos su memoria
releyendo, al azar, una entrada de su diario que, con tanto drama, a veces con
notable humor y, en general, siempre con mucha serenidad, fue relatando en unos
años donde, pese a lo que nos pueda parecer, fueron incomparablemente peores
que estos días de zozobra y congoja por los que estamos pasando.
Yo aprovecho para regodearme con las trivialidades
de la vida. Ordeno mi colección de té, decenas de bolsitas impermeabilizadas,
algunas deben de tener lustros, que me han ido regalando visitantes de Extremo
Oriente, las que han estado pasando de un cajón, al otro y al siguiente.
Incluso, mentalmente, todavía no he llegado a la sofisticación de tomar lápiz y
cuaderno, he establecido una especie de pautas de cata y numeraciones según si
uno me agrada más que el otro, sus sabores, sus olores, su textura.
Banalidades.
Me paso las horas muertas etiquetando y clasificando
las 80.000 fotos digitalizadas que se amontonan en mi ordenador. Algunas de
ayer mismo, el almendro ya con su frondosa cubierta de hojas y la plaga
habitual de todos los años. Tendré que sulfatarlo. Otras, y hay centenares, de
la otra vida, cuando la pasión me devoraba por transformar el mundo y me presentaba
voluntario para salvar almas fuese en la selva amazónica o en los barrios
chabolistas de Madrid. Por no hablar de miles de paisajes, rostros, monumentos
que pueblan los de 40 países diferentes, 41 si contamos Ciudad del Vaticano,
visitados. También hay una aplicación para estos cálculos. Otra insignificancia:
he puesto los pies, más bien mi Nikon, en tan sólo el 16% de la superficie
terrestre. Todavía me quedan, pues, muchos caminos por recorrer.
Ocasión pintiparada para contar cuantas biblias y
nuevos testamentos he ido coleccionando a lo largo de los años. Versiones y
traducciones sobre las que se ha almacenado el polvo de décadas, revueltas, como
han estado, con textos escolares del internado, colecciones baratas de
literatura que en otra época regalaban con los periódicos, la colección
completa de las películas de Yasujiro Ozu, en VHS, para la que ya no tengo
reproductos.
Me consuelo con advertir que del trabajo que me da
de comer con el sudor de mi frente, no tengo, salvo en el ordenador, ni un solo
papel en casa. Incluso entre las pastas de una de las múltiples Biblias de Jerusalén
almacenadas, encuentro un billete de 100 pesetas. Supongo que el Banco de
España lo considerará más que periclitado. ¡Anda, en una estantería retranqueada
encuentro las fichas de trabajo de mi tesis doctoral! La primera es una reseña
del libro “Die Apostelgeschichte” de un tal Otto Bauernfeind, Leipzig 1939. Ni
la mínima noción de que iba esto. Aunque imagino que para leer u hojear el
tocho de 372 páginas empleé no poco tiempo.
Por lo tanto, casi mejor volver a mi Xenia (Sedán,
14 de agosto de 1912): “Papá esperaba en la estación a mi hermano Marcel que llegaba
del internado de Friburgo, a la una y media. Yo volvía de la iglesia cuando se
han presentado en nuestra tienda (bazar) los dos. Nos hemos abrazado
con mamá alegremente, hemos conversado, hemos sido felices”.
Solo un par de cosas, Ignacio, si menpermites la corrección o para que revises: los campos de barbecho, almenos en Los Ausines, primero se efectuaba la tarea denominada alzar, con el arado rromano y que consistia en levantar un pelín latierrapara wue se fueran secando las malas hierbas, por primavera y luego, poco antes del verano se araban con arado de vertedera o braván, con profundidad y dejarlos listos para la siembra temprana con las primeras lluvias de octubre.
ResponderEliminarPor otro lado, al principio mencionas a dos, cuando estas hablando de una sola persona o asi lo he interpretado yo, mientras leia ávidamente el relato,como siempre. Al releerlo, interpreto que te refieres a tus dos hijos,pero quien no sepa que tienes un hijo y una hija, pudiera confundirse.
Gracias por tus estupendos y reconfortantes relatos.
Valentín
Perdonad los errores, ortogŕaficos y laselipsis en algunas frases,fruto de la escritura precipitada con el móvil.
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