sábado, 21 de marzo de 2020

DIARIO DE UNA CUARENTENA DÍA V: Hemos sido felices


El bazar en una foto de la época, hacia 1910
Entre que ayer fue festivo y mañana (por hoy) empieza el fin de semana, me he despertado bastante confuso, sin saber exactamente dónde me encontraba. Han sido décimas de segundo, pero las suficientes para mezclarlas, en ese tránsito imperceptible, entre la ficción y la realidad, con el sueño del último minuto. Que como me suele ocurrir últimamente, por recurrente, me ha visto caminando por una calle tradicional de Tokio, en un barrio residencial, las pequeñas tiendas de salazones, los puestos diminutos de verduras, utensilios de cocina y material escolar sencillo.

Ciertos elementos, de los tejadillos metálicos donde se cobijan los comerciantes, datando de los años sesenta, eran las del barrio donde habité hace cuarenta años, otros elementos son idénticos a los que ahora, hace justamente un año, visité con mi hijo, las del último vecindario en el que vivimos y donde ellos dos aprendieron a caminar. Don Sigmund se volvería tarumba para interpretar estas mezcolanzas tan variopintas. Al menos, siempre es un consuelo, no me he despertado angustiado, es también una recurrencia de los últimos meses, a bordo de un avión que, durante un aterrizaje forzoso, pierde el ala izquierda, siempre ese lado, tras chocar contra las viviendas cercanas al aeropuerto. El pueblo de Barajas, inconfundible, en el otro siglo, en la época de mi primer vuelo transoceánico.

Mi hijo entra en mi despacho, esto ya es la realidad bien tangible, no un sueño, llevo un par de horas en teletrabajo forzado, a primerísima hora de la mañana. Tan concentrado estoy en mi pantalla, en mis notas de prensa, en mis tablas de Excel, en responder a los correos que se han acumulado ayer a última hora que le espeto, sin levantar la vista: “Pasa. ¿Qué quieres?”. Solo cuando se echa a reír, me doy cuenta, que no se trata de un colega impertinente con otra urgencia innecesaria en medio de las prisas de siempre. Rebobinamos y nos decimos buenos días. Efectivamente, no es mi puesto de trabajo habitual, a través de la ventana veo que el ciruelo de claudias regalado por mi padre ha alcanzado su floración plena.

Si yo voy así por la vida, por la semana y por los días, no quiero ni pensar cómo se las apaña Solange, mi suegra, confinada en un apartamento parisino, a punto de convertirse en centenaria. Ella que pasó por una guerra terrible, la segunda -el primer ministro francés no para de decir que estamos en otra- en su juventud y heredó, de su madre, fallecida con 103, las vivencias de otra casi peor, la primera. Quien a su vez heredó de la suya los ecos de las barricadas de la Comuna de París.

De Xenia, nombre de emperatriz rusa, pero normanda de hondo arraigo, madre de Solange Marie Louise -me encanta esta triplicación de los nombres propios, he heredado sus diarios, una decena de cuadernos negros caligrafiados en una primorosa letra de adolescente y primera juventud. Una decena de joyas familiares que han sobrevivido a los vaivenes de la historia familiar e, increíblemente, han terminado en quien esto suscribe, recorriendo los vericuetos impensables de decenas de existencias para que, finalmente, terminen en mis manos.

En mí que, a estas horas, con los primeros retazos, todavía muy leves, de la primavera en ciernes, bien podría estar subido al tractor y binando los barbechos, en algún páramo castellano, si no fuera porque centenas de laberínticos recorridos por la vida no me hubieran llevado hasta donde ahora estoy. Escribiendo estas líneas, en el Levante español, enfrente de un ciruelo desarraigado, yo y el frutal, de un patio familiar, al pie del tapial de adobe, seguramente ahora escarchado con la helada de anoche. Allá en el norte.

Xenia Lucie Nathalie, a quien tuve la fortuna de conocer centenaria se ha convertido, con el paso del tiempo, en mi héroe familiar. En parte porque sobrevivió con entereza, cimentada su vida en una fe católica de armas tomar, a todas las desventuras que la guerra, las guerras, para ser exactos, también la segunda, le acarrearon.

Y, en parte, aunque esto sólo me concierne a mí, porque con su escritura transparente, ingenua y límpida, de su diario personal, me ha convencido, si no lo estuviera ya por otras circunstancias, que relativizar ciertos asuntos de nuestro devenir diario, por ejemplo, la gripe española (esto me dice algo), allá por 1917, son factores esenciales para mantener la cordura y sobrevivir. Y al relativizar, resulta inevitable, valorar otros aspectos que, en las prisas de todos los días, damos por sentados. Minucias, insignificancias que en contextos de agobio e inquietud terminan por ser referencias insoslayables

¿Cómo, si no aguantar la dureza de la separación, desde la costa normanda, durante años, meses completos sin noticias, de su padre y hermano, finalmente fallecido con 17 años, aislados, quizá muertos, acaso prisioneros, en una ciudad de las Ardenas lindando con la frontera belga? Respuesta: con una pequeña fiesta con la familia de segundo grado, ofreciéndose voluntaria como enfermera en el hospital militar de campaña, dando clase de francés a una niña exilada de la capital, recogiendo una concha en la playa del Canal de la Mancha. Y así decenas de pequeños, a veces grandes, gestos en los que antes uno no había puesto la mínima atención.

Y con la escritura, por supuesto, como trinchera de primera línea contra esta peste que nos ha tocado vivir.

Así que, en honor a Xenia, hemos puesto la botella de champagne en el refrigerador y, mañana, sábado, celebraremos su memoria releyendo, al azar, una entrada de su diario que, con tanto drama, a veces con notable humor y, en general, siempre con mucha serenidad, fue relatando en unos años donde, pese a lo que nos pueda parecer, fueron incomparablemente peores que estos días de zozobra y congoja por los que estamos pasando.

Yo aprovecho para regodearme con las trivialidades de la vida. Ordeno mi colección de té, decenas de bolsitas impermeabilizadas, algunas deben de tener lustros, que me han ido regalando visitantes de Extremo Oriente, las que han estado pasando de un cajón, al otro y al siguiente. Incluso, mentalmente, todavía no he llegado a la sofisticación de tomar lápiz y cuaderno, he establecido una especie de pautas de cata y numeraciones según si uno me agrada más que el otro, sus sabores, sus olores, su textura. Banalidades.

Me paso las horas muertas etiquetando y clasificando las 80.000 fotos digitalizadas que se amontonan en mi ordenador. Algunas de ayer mismo, el almendro ya con su frondosa cubierta de hojas y la plaga habitual de todos los años. Tendré que sulfatarlo. Otras, y hay centenares, de la otra vida, cuando la pasión me devoraba por transformar el mundo y me presentaba voluntario para salvar almas fuese en la selva amazónica o en los barrios chabolistas de Madrid. Por no hablar de miles de paisajes, rostros, monumentos que pueblan los de 40 países diferentes, 41 si contamos Ciudad del Vaticano, visitados. También hay una aplicación para estos cálculos. Otra insignificancia: he puesto los pies, más bien mi Nikon, en tan sólo el 16% de la superficie terrestre. Todavía me quedan, pues, muchos caminos por recorrer.

Ocasión pintiparada para contar cuantas biblias y nuevos testamentos he ido coleccionando a lo largo de los años. Versiones y traducciones sobre las que se ha almacenado el polvo de décadas, revueltas, como han estado, con textos escolares del internado, colecciones baratas de literatura que en otra época regalaban con los periódicos, la colección completa de las películas de Yasujiro Ozu, en VHS, para la que ya no tengo reproductos.

Me consuelo con advertir que del trabajo que me da de comer con el sudor de mi frente, no tengo, salvo en el ordenador, ni un solo papel en casa. Incluso entre las pastas de una de las múltiples Biblias de Jerusalén almacenadas, encuentro un billete de 100 pesetas. Supongo que el Banco de España lo considerará más que periclitado. ¡Anda, en una estantería retranqueada encuentro las fichas de trabajo de mi tesis doctoral! La primera es una reseña del libro “Die Apostelgeschichte” de un tal Otto Bauernfeind, Leipzig 1939. Ni la mínima noción de que iba esto. Aunque imagino que para leer u hojear el tocho de 372 páginas empleé no poco tiempo.

Por lo tanto, casi mejor volver a mi Xenia (Sedán, 14 de agosto de 1912): “Papá esperaba en la estación a mi hermano Marcel que llegaba del internado de Friburgo, a la una y media. Yo volvía de la iglesia cuando se han presentado en nuestra tienda (bazar) los dos. Nos hemos abrazado con mamá alegremente, hemos conversado, hemos sido felices”.

2 comentarios:

  1. Solo un par de cosas, Ignacio, si menpermites la corrección o para que revises: los campos de barbecho, almenos en Los Ausines, primero se efectuaba la tarea denominada alzar, con el arado rromano y que consistia en levantar un pelín latierrapara wue se fueran secando las malas hierbas, por primavera y luego, poco antes del verano se araban con arado de vertedera o braván, con profundidad y dejarlos listos para la siembra temprana con las primeras lluvias de octubre.
    Por otro lado, al principio mencionas a dos, cuando estas hablando de una sola persona o asi lo he interpretado yo, mientras leia ávidamente el relato,como siempre. Al releerlo, interpreto que te refieres a tus dos hijos,pero quien no sepa que tienes un hijo y una hija, pudiera confundirse.
    Gracias por tus estupendos y reconfortantes relatos.
    Valentín

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    1. Perdonad los errores, ortogŕaficos y laselipsis en algunas frases,fruto de la escritura precipitada con el móvil.

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