Salió el sol. No habrá lucido ni un par de horas.
Sin embargo, poder disfrutar de unos rayos, tras tantos días de penumbra y
nubarrones, parece anunciar una lucecita al final del túnel. Pero a eso de las
once vuelve a desaparecer y siguen cayendo las pésimas noticias. Las estadísticas
no tienen piedad, ya más muertos que en China, la curva que no cede, imágenes
de sanitarios protegiéndose con bolsas de basura y esparadrapo en las
empuñaduras de los brazos. Gran discusión familiar sobre si el confinamiento es
suficiente, si se necesitan medidas más draconianas, si la economía será caótica
durante meses, si esto nos enseñará alguna lección que otra. Al final, aún
sabiendo que son planes ilusorios, terminamos por debatir sobre los planes de
las vacaciones de verano. ¡Largo nos lo fiáis señor don Sancho!
Mentando al Quijote, se ve que en estos tiempos de
penuria y privación los clásicos resultan una referencia inmejorable, un colega del
trabajo me hace llegar esta cita: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que
otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales
de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas;
porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue
que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca” (Parte I, cap XVIII). Y después otro, otra. Y
mi amigo, Luiselmaestro (todo juntito), me dice que está leyendo a Jenofonte y
su “La marcha de los diez mil. Así que yo no voy a ser menos.
Echo mano de una de mis biblias. Indefectiblemente, incluso
aunque sea al albur, no hay recurso, ni fuente más fiable para, a la primera,
dar con un texto que encaja en las congojas del presente o en las alegrías del
futuro. No, no necesariamente estoy hablando de consuelos o referencias
espirituales. No me cabe ninguna duda de que, como referencia estrictamente
literaria, aunque sólo sea por los siglos que estuvo en producción, constituye
una fuente inagotable de inspiración y lectura incomparable.
Otra cosa es que, después, por la devaluación en que
han venido a caer los aspectos religiosos en este mundo tan secular, sea una
lectura, muchas veces incomprendida y otras veces incomprensible. Si lo sabré
yo que he intentado transmitir a mis hijos el valor meramente cultural y
literario del gran texto y en ello estoy, sin muchas esperanzas de conseguirlo.
Pero esta es otra historia y este no es lugar de disquisiciones teológicas ni
sociológicas.
Como ha permanecido en el acervo cultural de Occidente
y, por lo tanto, muy conocido a través del arte, la biblia no se queda corta en
plagas, pestes y epidemias. Las hay de todas formas y colores, desde las más
conocidas, las de Egipto, a otras no menos dramáticas como “el Señor mandó
entonces la peste a Israel, desde la mañana hasta el tiempo señalado. Y desde
Dan hasta Berseba murieron setenta mil hombres del pueblo” (2 Sam 24,15).
Transponer las referencias a la época actual es pan
comido para cualquier catastrofista, por no hablar, como mi P. Roberto apuntaba
el otro día, del matiz apocalíptico que tan fácil resulta desgajar de una cita
bíblica. Un complotista de segundo rango puede deducir, con ligeras
tergiversaciones, que el fin del mundo, en base a la insondable capacidad del
ser humano para pecar, llegará este fin de semana o el siguiente.
Porque la biblia, es bien sabido, se puede
justificar una cosa y todo lo contrario. Sin parpadear. De poetas y exégetas,
de augurios y vaticinios rebosa el mundo. Sobre todo, en época de sofocos y urgencias.
Por eso, sobre la biblia y la vida, estoy convencido, desde hace muchos años,
que no hay mejor intérprete que uno mismo. Que me perdonen los cancerberos de
la ortodoxia romana y loado sea el hereje Lutero a quien se lo pusieron a huevo
en la Roma y Gomorra de la época.
Así que al azar abro mi ejemplar de “Nueva Biblia
Española”, cuyo impulsor y principal traductor fue mi profesor en el Bíblico,
Luis Alonso Schökel. El apellido alemán, seguramente del cual había heredado su
porte teutón y una señorial barba encanecida, le otorgaba un aura de sabiduría
enorme, aunque, en realidad no lo necesitara. Tras tantos años de investigación
y docencia su prestigio en la facultad era inconmensurable. Eso que se tenía
que medir con un buen puñado de excelentes profesores alemanes, americanos,
franceses. Pero la colonia hispana teníamos debilidad por él.
Detesto anotar los libros. Tengo la impresión que marcar,
incluso a lapicero, un párrafo, resaltar unas líneas, desvirtúa y falsifica la
lectura del que la herede. Hasta aquí llega mi luteranismo. Cada uno que la
interprete como le pluga (anda, el corrector de Word no reconoce esta forma
verbal, algo anda mal en Seattle). Por el contrario, soy un forofo de ir
metiendo entre las pastas de los libros, cualquier recorte de periódico, carta,
nota, tarjeta que caiga entre mis manos y que no tenga otro espacio más
adecuado. Sí, ocasionalmente también billetes de 20 euros. En esta edición no
hay ninguno.
Me encanta meter esos recordatorios. Porque al cabo
de los años, cuando vuelvo a abrir algún libro, me sirven de medio para
rememorar historias, recuerdos, amores, amigos, acontecimientos. También para
ejercitar la mente e intentar adivinar, a muchos objetos les he perdido
completamente el origen, de quien proceden, por qué están en este sitio
preciso, por qué llegaron a mis manos. Incluso, a veces, me entretengo abriendo
un libro tras otro, por la simple curiosidad de ver con qué sorpresas me
encuentro.
En este ejemplar, ya tengo una pista clara. El “ex
libris”, marcado con un tampón japonés del año del jabalí, indica que la compré
el 6 de enero de 1987. Como dicen por aquí: ‘vamoavé, vamoavé… Eso quiere decir
que ya estaba en mi tercer y último año de licenciatura. Ya no me quedaban
muchos meses para pasar, camino de clase, por delante de la Fontana de Trevi.
Entre el dobladillo de la solapa aparece un par de sellos franceses, uno de cuatro
francos con un ánade (Le Tadorne de Belon) y otro con una planta (Rosera
rotundifolia). La fecha del matasellos, ilegible. Alguien, quizá yo, al recortar
las estampillas se llevó también una parte de la solapa del remite. Porta las
iniciales M.S.D que, claro está, son las iniciales de mi suegra. ¿Cómo ha
terminado aquí esta porción de misiva? Ni la más remota idea.
Al desdoblar dos folios, esto tiene más lógica, “Los
distintos relatos evangélicos de la visita de las mujeres al sepulcro”, dispuestos
en tres columnas, creo recordar que fue un examen del P. Stock, jesuita belga,
si mal no recuerdo, más bien severo y adusto, pero excelente maestro de su
especialidad, el Evangelio de Marcos. Entre los folios, una postal antigua de
Águilas, con el muelle del Hornillo (Entrega 22 del diario local La Opinión, es
decir, una dádiva a la que tan acostumbrada era la prensa escrita hace unos
lustros).
En otra cuartilla plegada, unas cuantas veces, un
chiste infantil de los que envuelven una golosina muy popular en Francia, Carambar.
Por detrás, caligrafía de primaria, un esbozo de corazón y, menos mal, los
signos de admiración correctamente escritos: ¡Papi te queremos!, Clara Adrián. Para
mí que falta una coma tras el vocativo de papi, pero no será el interesado el
que proteste por la falta ortográfica. En otra cuartilla, esta dibujada a
lapicero, un hada porta la varita mágica en la mano, flores y estrellas, incluso
una representa, la de David, conforman el decorado, un reloj de pared indica
que son las doce y veinte, pero no sabemos ni de qué día, ni de qué año. La leyenda
“Pour manman, La vraie fée!!!” Ale, aquí toda la razón del mundo, subrayada por
los tres signos de exclamación, si bien con un par de faltas para la colección.
Que proteste la madre.
En un corazón perfectamente recortado, tiene toda la
pinta de ser un trabajo escolar, de color rojo, en su parte trasera, ni una
falta de ortografía y cuatro buenas intenciones infantiles: estudiar bien, no
olvidarme de mis libros, portarme bien, ordenar las cosas.
Puestas así las cosas, acaso no necesito hojear la
biblia al azar. Y bien que el Deuteronomio no sea uno de los libros más populares,
echo mano del versículo 5,16, en la versión de Reina Valera, la primera en
español, protestante, claro está, que me perdone el bueno del P. Schökel por apartar
la suya: “Honra a tu padre y a tu madre, como Jehová tu Dios te ha mandado,
para que sean prolongados tus días, y para que te vaya bien sobre la tierra que
Jehová tu Dios te da”.
Honra que, estos tiempos de calamidad, contagio y
pestilencia, ha comenzado a llover, no nos vendrá nada mal. Sobre todo, si se
piensa que, en la sesentena, que me vaya bien sobre la tierra y se prolonguen
mis días, no es un logro menor. Por no hablar de mis suegros centenarios.
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