domingo, 29 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA XIII: La ruta del colesterol


71,5 metros y medio, que me condone este error periodístico mi maestro Ramón por comenzar el párrafo escribiendo números, como si esto fuera una operación de álgebra. Que en realidad lo es. Setenta y un metros y medio el perímetro de la vivienda donde habitamos desde hace, exactamente veinte años. Afortunadamente tiene un modesto jardín, así que, entre las cuatro paredes exteriores y la valla de cipreses, tengo espacio más que suficiente para ejercitarme. Al menos andando, para otros trotes ya no estoy.

Tengo que sortear el limonero que, buscando el calorcico del sol ha extendido sus ramas pegándose a la pared encalada. Menos mal que hace unas semanas podé el mandarino y el granado, así que ahora puedo pasar con holgura. Esta es la mayor contrariedad para mí. Raramente socializo, por usar los términos de mi hijo, no salgo apenas de la cueva, como afirma su hermana.

Pero la carencia del paseo diario, la mayor de las veces en solitario, es lo que peor llevo. Así que, tras dos semanas encerrado, salvo por las dos excursiones para hacer la compra, dar vueltas a la casa, hasta que me canse, será el mejor ejercicio para aligerar la cerveza y el aburrimiento dominical.

Pongo el contador de la aplicación y con el móvil en la mano, comienzo a girar. No he dado la primera vuelta y mi cuñado, aficionado a las carreras largas y al entrenamiento cotidiano, ya me ha dado ánimos: “Si das 295 vueltas, tienes media maratón. ¡A por ella!”. Pero voy andando ¿esto también cuenta? “Todo cuenta”, responde. Así que acelero el paso. Hace una mañana magnífica, eso también ayuda. Me consuelo que para la misma media maratón, él tiene que dar 700 en su balcón oscense.

Pasar una y otra vez por el mismo sitio, constituye un excelente ejercicio de concienciación del mundo que nos rodea. Decenas de cosas que han estado siempre ahí y a las que apenas habíamos prestado atención, de repente cobran vida, como si alguien las acabara de instalar. Si de vez en cuando, se hace el recorrido a la inversa y una esquina se observa preferentemente con el ojo izquierdo, como contrapuesto al derecho, si el giro lo hago en el otro sentido, también propicia una renovada visión del mundo. Aunque el mundo sea una parcela de 495 metros.

Al final la aplicación me dice que habré dado 4.507 pasos, supongo que eso equivale a algo más de 3,5 kilómetros, no está mal tras quince días oxidado. En el interín me he dado cuenta, entre decenas de observaciones de que cualquier día de estos tengo que cortar el césped, pero esperaré tres o cuatro días, hasta que se marchiten las campanillas amarillas que comienzan a estar lacias.

El vecino, con el que apenas he intercambiado cuatro frases en veinte años, esto sí que es mantener la distancia social y lo demás son cuentos, ha aparecido de nuevo. Digo aparecido, porque normalmente no vive aquí, pero en estos quince días ha he notado que va y viene a la ciudad como un dominguero habitual. Me dan ganas de lanzarle algún improperio, pero como tengo que rogarle que me corte las ramas de su palmera que invaden mi propiedad, casi mejor no azuzarle con artículos del Boletín Oficial del Estado, ni siquiera con las normas más elementales del sentido común y la ciudadanía. Ya debe de andar por los setenta, él sabrá lo que se trae entre manos con tanta ida y venida.

Mi hijo se desfoga practicando con la batería. Los timbales retumban estruendosamente cada vez que hago el giro en la esquina este, a medida que avanzo hacia el otro lado, el golpeo furioso, a veces atronador, del bombo se va apagando para volver a empezar de inmediato en cuanto giro de nuevo. Esto comienza a parecerse a un tocadiscos de los de antes, con la aguja de diamante en mal estado, leyendo los surcos, a veces con excesivo volumen, a ratos completamente desaparecido.

¡Mira! uno de los cactus, estas plantas que resisten como ninguna la aridez del Levante español, ha tirado un tallo, en apenas una semana (¿o quizá llevaba así meses?), del cual sale una inflorescencia tremendamente curiosa, flores en forma de pepinillos, con el cuerpo rosáceo y las puntas verdes. Siempre me ha gustado tener cactus en el jardín. Rebajan en un porcentaje altísimo la factura del agua, nunca les entran enfermedades, se regeneran ellos solos, no necesitan apenas cuidados. Ocasionalmente, como me acabo de dar cuenta, ofrecen sorpresas. Otra vuelta más.

El olivo, tan bíblico y fornido, parece que, tras las lluvias de los últimos días, ha redoblado el crecimiento de las ramas más altas de su copa. Recuerdo perfectamente, muchacho del norte, la primera vez que divisé estos majestuosos árboles, entre Ontígola y Ocaña, desde las ventanillas del tren que me llevaban a la reclusión del noviciado en la Ciudad del Comendador. No tengo ni la más mínima memoria de dónde venía, me refiero a las estaciones físicas, supongo que de Valladolid o Ávila, como tampoco si iba sólo o acompañado, previsiblemente con algunos de mis futuros colegas de confinamiento. De aquel viaje a la santidad, a ahondar en mi vena mística, si es que existía, es la única imagen que me resta: extasiarme ante los olivos en las laderas que circundaban el trayecto de la locomotora cuando esta abandonaba la depresión del Tajo para penetrar en la interminable llanura manchega. He perdido la cuenta de las vueltas.

Desde la ventana de la cocina, Isabelle grita: ¡Allez, allez! como si esto fuera el Tour de Francia y estuviera escalando el Tourmalet. No es recomendable pasar por delante de la cocina cuando uno está concentrado, de lleno, en el ejercicio físico. Los efluvios que salen por la ventana comienzan a hacer ronchas en el estómago. Por no hablar de la Alhambra que me espera en el refrigerador. Estamos a 21 grados, así que si acelero un poco el paso rompo a sudar. ¡Uy! tengo que ordenar y limpiar la leñera. Por aburrimiento, hemos consumido toda la ración de troncos anual en la chimenea, eso que estamos camino de abril. Esta mañana me he dormido con el cambio de hora. No me he levantado hasta las cinco y media. Un disparate en mi rutina cotidiana.

En el patio interior, debajo de la parra -ya han brotado las primeras hojas, tengo que echarla un poco de quelato de cobre para que no amarilleen antes de tiempo- mi hija ensaya, en la modalidad de yoga, la posición del ‘cuervo’ que no sé exactamente en qué consiste. En otros tiempos, todo se reducía a hacer el pino o dar la voltereta en el plinto que decíamos entonces, ahora conocido como caballete. “¿Cuántas vueltas llevas, papi?”. Me faltan tres para la cerveza, respondo. Seguro que la aplicación del iPhone es mucho más estricta y me hará dar una docena más.

A los gatos, semisalvajes, que van y vienen entre el vecindario les ha dado pro reunirse hoy a todos bajo una hornacina donde guardo las herramientas de jardinería. Hasta seis, cuento. Adormilados al sol, no parece que estén muy agobiados con el COVID-19. La Academia dice que el bicho es femenino y debería ser llamado la COVID-19. Sea. Otra vuelta. ¿Te ha salido lo del cuervo, hija?, pregunto. “Casi, casi, pero no a la primera”, replica. Yo nunca fui capaz ni de hacer el pino. Así me fue en Educación Física con el P. Chopo.

Con la mención del cuervo, pienso que, últimamente, apenas se oye a los perros ladrar. ¿O son imaginaciones mías? Hasta parece que ha desaparecido el mirlo que debe de criar todas las primaveras en algún recoveco de los cipreses, pues en cuanto pongo semillas de cinnias en el macizo debajo de la higuera, rápidamente aparece, saltimbanqui de rama en rama, para escarbar la semilla recién plantada. Como las aves de la parábola.

Seguramente, hay muchas maneras de pasar una mañana de domingo resplandeciente de sol y luz. Que esta de dar vueltas a los muros de la casa. Me prometo a mí mismo que si los trabajadores, con vacaciones forzosas a partir de mañana lunes, se verán obligados a recobrar las horas antes del 31 de diciembre, yo no me daré tanta tregua para recuperar las caminatas perdidas en línea recta. En cuanto digan que el encierro ha terminado, me vengaré por veredas y cañadas. Se acabarán estas rutas caseras y circulares del colesterol.

De momento, me consuelo con ver que el ciruelo de mi padre está dejando caer las flores. He advertido media docena de abejas revoloteando sobre sus delicadas flores blancas. Espero que hayan cumplido con su deber de siglos y para julio maduren las ciruelas claudias.

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