martes, 24 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA VIII: Por probar no se pierde nada


Las calles de Pekín en aquel viaje

Acabáramos. Acabo de encontrar las explicaciones a este fin del mundo en “Le Monde” y se llama #ToiletPaperApocalypse que explica la irracionalidad con que actúa el género humano en situaciones similares a la actual. Sí, por sorprendente que parezca, tras este Apocalipsis del Papel de Wáter, existen modelos matemáticos y sesudos estudios, aderezados en los medios de comunicación por expertos y sociólogos expertos en el comportamiento humano. ¿Hasta dónde lleva la irracionalidad?

Yo lo he comprobado en mí mismo, llenando la nevera de huevos camperos. Aunque esto debe ser una variante ligera de tamaña locura, vistas las conductas de otros especímenes del género Homo Sapiens, término este último que, visto lo visto, no se debería aplicar con ligereza.

En Hongkong, un par de truhanes han asaltado un camión de reparto, la noticia no especifica si a punta de cuchillo o de pistola, para llevarse unas cuantas centenas de rollos. En Australia, un periódico llevando al paroxismo esta locura de acaparamiento, ha publicado un cuadernillo de 8 páginas con líneas sobrepuestas para que, en caso de urgencia, recortar por lo puntos y usar en el reservado.

Incluso hay una página web Howmuchpapertoilet.com que calcula, en tiempo real, indicándole de cuantos rollos dispone uno, cuándo se le agotarán las existencias. Con diez rollos, en razón de tres visitas diarias al cuarto de baño, aparentemente, uno tiene 53 días de margen antes de reponer el stock casero.

A mí lo que se me está acabando es el té, por puro aburrimiento me bebo una media de 10 o 12 tazas al día, si mi madre me viera, acostumbrada a los viejos remedios de que el té sólo es para los muy enfermos y además debilita, me echaría una buena regañina. También se me están acabando las existencias de verdejo de Rueda, que traje hace unos meses para las grandes ocasiones y, como esta, al menos por las circunstancias lo es, vamos a botellica diaria.

Menos mal que hace meses le había cogido el gusto al agua mineral. Las legumbres, tan redichas del norte de Castilla, también se están llevando un buen mordisco. Hasta la paciencia comienza a agotarse. No tanto por la reclusión cuanto porque desde hace cuatro días vivimos en una oscuridad atmosférica notable y no para de llover.

En el fin del mundo, dice la Biblia, habrá llanto y crujir de dientes, no recuerdo de memoria si añade que el apocalipsis vendrá puesto a remojo, pero yo estoy plenamente convencido de que será en medio de tormentas aparatosas. Agua y más agua, como ahora. No puede ser que se produzca a plena luz del sur, del Levante español. La que, por fin, anuncian para mañana. Ya es hora.

También afirma que unos serán colocados a la izquierda y los otros, y otras, claro, lo serán a la derecha. Si yo tuviera que colocar a la derecha, que el Altísimo me perdone esta blasfemia meramente imaginaria, a los que a lo largo de mis seis décadas han mostrado su bondad y generosidad, su templanza y su largueza, no es por nada, pero tendría un problema de espacio. Incluso haciendo una selección de la selección de la selección. Están los obvios, familiares más cercanos y otros más alejados, un buen puñado de profesores y maestros, decenas de compañeros de ruta, en los estudios, en la otra vida, algunos de los cuales se perdieron por los laberintos de la existencia, otros que todavía siguen caminando cerca. Algunos colegas de trabajo, incluso algún jefe.

En esa ladera derecha, la que desciende del Monte Olivete, también encontraría hueco para algunas personas encontradas por puro azar. Alguna de las cuales, sin ninguna relación especial, con la que apenas tuve contacto de días, incluso de horas, imprimió un recuerdo imborrable. No sabría explicar muy bien la razón. Seguramente porque ejercieron de buenos samaritanos en algún momento delicado de mi devenir y lo hicieron sin esperar nada a cambio y sin que nada a cambio recibieran. Hasta es más que probable que ni se acuerden de mí como yo me acuerdo de ellos.

Repaso idas, venidas, viajes, encuentros, actividades personales, tiempos de ocio, agobios de profesión. ¿Quién me viene en primera instancia a la mente? Quiang Liu Gui. Sí, un chino. Un buen samaritano de Xi'an, la ciudad donde se hayan los Guerreros de Terracota y donde me había perdido un fin de semana helador del otoño de 2002. Un accidente en la autovía del aeropuerto me hizo llegar tarde a coger un vuelo para Pekín. Imposible llegar a tiempo a primera hora del lunes a una reunión de trabajo. No había sido el único.

Decenas de chinos se arremolinaban delante de la ventanilla, literalmente un agujero en la pared, del servicio de atención, por decir algo, de la aerolínea para encontrar otro vuelo. Quien conozca China ya habrá comprendido que lo de arremolinarse no es una figura literaria, sino la pura literalidad de la estrambótica situación. Gritos en una lengua ininteligible, peleas, alguna de ellas a puñetazo limpio, empujones, griterío. Los chinos de hace dos décadas no se distinguían precisamente por su delicadeza en el trato.

Me asignan a una lista de espera para primera hora de la tarde. Podría haber sido peor. Soy el sexto y el único extranjero. Cuando llega el quinto que no era otro que mi Quiang Liu Gui, la azafata me dice que se han acabado las tarjetas de embarque. Viendo mi tremendo apuro, que con el paso de los años considero que era realmente una mera inconveniencia material, Quiang, de quien sólo conocía su espalda por haber permanecido detrás de él en la fila durante horas, y en un inglés roto, me dice que me cede el sitio.

Me deshago en agradecimientos que él ciertamente no entendía, al menos la literalidad de los mismos, y en gesto copiados a los japoneses, inclinación para arriba, inclinación para bajo. Doblar el espinazo, que diría mi santa madre. Camino de la puerta de embarque. El policía me dice que hay que pagar no sé que tasa. Vale. Saco los yuanes. No, no. Dollars, dollars, USD, USD, repite la cantinela. Pues iba a ser que no porque había cambiado todos mis fondos a yuanes y de los billetes verdes no quedaba ni uno. Me giro desesperado y allí aparece mi ángel guardián con los 20 dólares requeridos. Vuelta a las reverencias, a los agradecimientos interminables y a la carrera hasta la escalerilla. Estaba salvado.

Nunca en mi vida volví a saber nada de Quiang. En un papel me garabateó su dirección en chino, que alguien me tradujo en Pekín para devolverle los 20 dólares y un pequeño obsequio. Muchas veces me he preguntado las razones de aquel doble gesto inesperado. Por más vueltas e hipótesis no he llegado a una conclusión razonable. Posiblemente porque todos los actos que se hacen por pura bondad no la tienen, ni la necesitan. Es decir, salvando las distancias, como la gracia divina en la teología católica.

Milagrosamente, pese a las docenas de cambios de agendas de direcciones, después de cambios de móvil, pérdidas de memoria digitales, discos duros rayados, milagrosamente digo, aún conservo -supongo que con el desarrollo que ha tenido la sociedad china, su bloque de edificios o donde quiera que viviera ha pasado a mejor vida- su dirección postal: 38th Building 353 Tao Yuan, Lian Hu District, Xian City.

Algunos afirman que, hasta la dadivosidad, como de la que yo disfruté en Xian, y para el caso la razón por la que puedo colocar tanta tribu en la parte de la derecha del valle de Josafat, se puede explicar matemáticamente. Y que me perdone el P. Regino Borregón que me aprobaba las mates en tercero de bachillerato, inútil como yo era en la materia, por… pura bondad. El concepto fundamental es la aleatoriedad.

Así, un borracho atraviesa una habitación va chocando contra las paredes. Tomando nota de las veces que pasa por un determinado punto, se puede deducir la forma y el tamaño de la habitación. Para los curiosos, el estudio de la trayectoria de un objeto para revelar información sobre el espacio se denomina teoría ergódica.

Pues bien, en Xian, aunque bien sobrio que estaba aquella mañana de niebla china, yo podría ser considerado el borracho, alguien que había ido chocando con muchas paredes. El atasco en la autovía, la salida tardía del hotel, que el remolino de chinos me dejara en sexto lugar y un infinito etcétera de casualidades. O ¿fue la Providencia, el azar, la fortuna, la corte celestial, el hada madrina, todos juntos, los que propiciaron que la teoría ergódica revelara mi trayectoria en el espacio para terminar dándome de bruces con la prodigalidad inconmensurable de Mr. Quiang?

Fuera lo que fuese, el señor Quiang se ganó un sitio de privilegio en mi panteón de almas bondadosas, incluso aunque fuera por un motivo tan banal como cederme el puesto en una lista de espera. Por lo tanto, a la derecha.

Quizá no fuera mala idea, a la espera de otro milagro, escribirle una carta para recordarle su magnificencia.

La teoría ergódica, como la infinita bondad divina, permite suponer que todo es posible. A saber, que el bloque 38 siga en pie y tenga un buzón con el mismo destinatario de hace lustros. En todo caso, todo esto tiene más racionalidad, por rocambolesco que parezca, que arrasar con la balda de papel higiénico en el supermercado.

Por probar no se pierde nada.

1 comentario:

  1. Aunque pueda parecer mentira, las personas bondadosas y que ayudan a los demas desinteresadamente son muchísimas.
    Lo que ocurfe es que a los povos realmente malos, se les nota demasiado en este valle de lágrimas. En estos momengos convulsos, más aún y no quiero dar nombres. Que cada cual saque sus conclusiones.
    Gracias, Ignacio por esta crónica de hoy,preciosa como todas.
    Un abrazo.
    Valentín

    ResponderEliminar