Quizá no fue la primera vez, pero sí una de las
primeras en las que tuve la oportunidad de comer una mandarina. A principios de
los sesenta, en la España rural, esa fruta era un auténtico lujo, sobre todo
las que venían envueltas en papel. Éramos, fruto de la necesidad y el clima
áspero, más de peras de cuchillo y manzanas reineta de las huertas que bordeaban
el Río Grande. Pero en aquella cuarentena de la infancia, para no propagar el
sarampión en la aldea, imagino que, al final, todos los alumnos de la escuela
primaria terminarían por pillarlo, la mandarina que me ofreció la Luci,
imprimió carácter.
En realidad, buceando en la memoria, aquella circunstancia
fue la primera vez, al menos que yo recuerde, donde me sentí mimado, querido.
No es que a mis padres les arribara el cariño por la enfermedad contagiosa,
pero poco dados, como castellanos viejos, a exhibiciones afectuosas, la
enfermedad debió de obligarles a consentimientos que en otras circunstancias no
se hubieran permitido. Desde la citada naranja, hasta natillas caseras en
formato de libre disposición, pasando por orejuelas, creo recordar que era poco
antes de la Cuaresma de 1962 o por ahí.
Como los adultos no se contagiaban, aparte de la
Luci, mis progenitores, bisabuela, médico de cabecera, Don Audaz -entonces la España
vaciada estaba bastante llena-, un nombre muy apropiado para una cuarentena, y
no digamos las visitas diarias de otro prohombre de la parroquia, el cura, que
nombrado, también como hecho a la medida, se llamaba Don Maximiano.
Al calor de la hornacha, recuerdo perfectamente que
era en casa de mi bisabuela, supongo que para no contaminar a mis hermanos (la
distancia social en aquella época era la existente entre una calle del pueblo y
la siguiente, pongamos que 20 metros). Encima de la trébede del cuartín pasaba
las horas muertas, yo era el epicentro de aquel insignificante terremoto, que
en mis ojos infantiles, centro de todas las atenciones familiares, se convirtió
en la primera certeza de que mis padres estaban más preocupados por mí que del
ordeño de las vacas o de observar el cielo por si la lluvia permitiría la
sementera tardía.
Unas cuantas décadas más tarde, aquí me encuentro,
confinado en casa y, como para todos, el mundo ha girado demasiado deprisa en los
últimos días, metafórica y literalmente. Pese a ello, por alguna razón, como si
estuviera observándome a mí mismo a través de la ventana del patio, veo y
vuelvo a verme postrado con fiebre, manchas rojas por la espalda y los brazos y
mis padres trayéndome más natillas, más orejuelas, más mandarinas. Sigo siendo
el centro de sus mimos.
Solamente que todo eso es absolutamente imposible.
No sólo por el paso del tiempo, también y tristemente porque mis padres se han
ido en apenas un par de años. La tierra fresca donde reposan sus ataúdes
todavía no se ha asentado sobre el lecho del camposanto y forman un par de
pequeños promontorios. Me consuelo con que el último otoño planté unas raíces
de brezo del monte y, milagrosamente, pese a las heladas del invierno, las
matas han agarrado. En cuanto llegue el verano, seguro que florecerán con ese
color púrpura que tanto apreciaba mi madre.
Una cuarentena que sirve para rememorar el cariño que
envolvía la otra, tantos años atrás, algo debe de tener de bueno en medio de
tantas tragedias humanas. Pese a las ausencias y las distancias que se
produjeron a lo largo de los años, tengo el convencimiento de que yo conocía
muy bien a mis padres. Es muy posible que empezara a conocerlos en aquel
instante preciso de la mandarina. Que, por lejano, y hasta puede ser que imaginario,
el cariño -eso sí, siempre austero y parco- coincidiera en el tiempo con aquel
primer aislamiento.
No me resulta, pues, complicado, suponer lo que uno
y otro dirían, si hasta aquí hubieran llegado, en las actuales circunstancias.
Mi madre propensa al pesimismo, algo así como: “Ay, hijo, con los años que
tengo yo no paso de ésta”. De la misma forma que decía que nunca hubiera pasado
por ser una refugiada siria atravesando el Egeo o una matrona del Congo
afectada por el ébola. “Que sea lo que Dios quiera”, hubiera dicho mi padre,
más dado a la resignación, la cristiana y la de no inmutarse, al menos no demasiado,
cuando la granizada arrasaba con el centeno de los páramos: “¿Qué vamos a
hacer?”.
Así que, tras una segunda incursión consumista, ayer
Día del Padre, me han entrado unas ganas locas de coger el coche y largarme
para el norte, que lo que Dios quiera me pille amparado por los adobes de la casa
familiar, al cobijo de choperas y robledales. Sólo es un deseo. La Secretaria
General del organismo público donde trabajo me acaba de amargar el dulce del
largo viaje. El BOE acaba de publicar la modificación del decreto de
confinamiento, mucho más restrictivo. Me temo que si me detienen las fuerzas
del orden a la altura de Algete, en Madrid, enfilando la Autovía de Burgos, el
truco de la bolsa del supermercado va a resultar poco convincente. ¿A dónde
va usted? A comprar a Mercadona. Pero si su vehículo tiene matrícula de Murcia.
Papeles…
De hecho, la salida del sitio la elegí mejor. Vistas
las carencias de Aldi hace unos días, preferí acercarme a la gasolinera,
siempre bien surtida. Es primera hora de la mañana, muy pocos clientes, aunque
los enmascarados ya superan en número a los que vamos a pecho descubierto (eso
sí, con guantes y pago con el móvil, las monedas son un nido de bichitos), como
que hubiera vuelto la sensatez. Hay hasta huevos. Me llevo cuatro docenas. Ha
vuelto la insensatez. La pescadería, esta gasolinera parece un centro
comercial, y la carnicería con las baldas en perfecto estado de revista. El
carnicero dice que los clientes se pasaron unos cuantos pueblos y que, además,
al no consumirse en los restaurantes, ahora el vacuno, ovino y cabrito empieza
a rezumar por las costuras. De los frigoríficos y congeladores.
Un servidor, por previsión, llena el depósito de
gasolina no sea que en el último minuto decidamos, seríamos cuatro en el vehículo,
otro impedimento más, poner pies en Polvorosa. Escribir Polvorosa no es un
error tipográfico. El pueblo al lado del mío se llama así. Cut. Algete road.
Police control: “¿A donde van? A comprar a Mercadona. ¿Los cuatro? Sí, agente.
Pero si lleva matrícula de Murcia. Papeles... Cut and over.
Pese a todo, a caballo de la imposibilidad legal y
la responsabilidad ciudadana, vuelo, con la imaginación, por supuesto, hacia el
valle de mi infancia. El patio y la ventana de la época del sarampión siguen,
prácticamente idénticos a como eran hace cincuenta y tantos años. Es cierto que
mis padres no están, salvo en el montículo que ocupa el cementerio en la
ribera del río.
Sin embargo, de alguna manera, muy presentes, aquí, muy
cerquita, en el recuerdo del cariño infantil, en la reclusión del otro siglo, en
los espacios vacíos, de alguna manera tan llenos por su memoria, incluso en la
trébede que ya no existe, mientras mi madre trae un platillo más de natillas y
mi padre mira por la ventana para ver si escampa y puede ir a gradear los quiñones
del monte.
Los mismos pagos y fincas, en realidad un puñado de
fanegas, que hace un par de semanas yo mismo he heredado.
La historia familiar: un bucle de memorias infinito,
entre los que se fueron, los que estamos y los que vendrán.
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