Costa del Mar Interior de Japón, la del perfume a trilla y bielda |
Las notas de salida son bergamota, mandarina y
tomillo. Las notas de fondo son pachulí, musgo de roble y ámbar. Los
perfumistas, ciertamente con más razón que los enólogos, de cuyas descripciones
desconfío, seguramente por ignorancia, y que en ocasiones rayan lo cómico, poseen
una base mucho más sólida para hacer descripciones de este tipo. Después de
todo, el negocio consiste en mezclar las fragancias y que, estas, como les encanta
decir a los publicitarios, transmitan emociones.
De los cinco sentidos humanos, en el del olfato no
estoy muy versado. Además, tengo bien claro la jerarquía, lo digo por si
llegara, maldito el día, en el que tuviera que perder uno o varios. Desde luego,
el último que me gustaría perder sería el de la vista, después el oído,
siguiendo por el gusto, el olfato y, el menos importante, el tacto. El sexto, ese
del sentido común, a ciertas edades resulta imposible perderlo, salvo que te
corroa el Alzheimer o alguna gotera pareja. En otras palabras, creo que podría
sobrevivir sin el olfato.
Aparentemente, aunque todavía no hay pruebas científicamente
contrastadas, entre los pacientes del coronavirus, hasta en un 35% de casos
estudiados preliminarmente en Italia, antes incluso de tener los síntomas de la
peste que nos asola, comienzan por perder el sentido del olfato. A veces combinado
con la pérdida del gusto. Vamos, que, a falta de test chinos fiables, el olfato,
la carencia en este caso, puede ayudar a discernir si nos hemos lavado correctamente
las manos tras asir el carro del supermercado.
Como no lo tengo muy desarrollado, siempre me han
sorprendido la cantidad de personas que, en las tiendas de los aeropuertos,
para pasar el rato, se entretienen pasándose por la muñeca la espátula de
cartón dilucidando las curiosas descripciones que los perfumistas otorgan a sus
elaboraciones. Al lado de la oficina, en proceso de liquidación, hay una tienda
que vende perfumes al por mayor, sin marcas famosas, en coloridos frascos. Acaso
antes de que cierre definitivamente y monten el próximo bar me acerco a que
Teresa, como la dependienta se llama, me de unas lecciones de olisqueo.
Aunque no tenga muy afinado el
sentido del olfato, tras varias chocantes sorpresas, por aquí cerca y allende
los mares, he llegado a la conclusión de que los perfumes son un arma
insuperable para envolver en una burbuja temporal, que puede durar décadas, y
si se trata de personas, toda la vida. Como dicen los propios perfumistas, sus
producciones están estructuradas, no son fruto del albur.
En mi opinión, están tan
estructurados que constituyen un insuperable planisferio de las rutas por las
que la vida me ha conducido. Así, están los perfumes imperecederos de la
infancia, la versión nasal de la conocida magdalena de Marcel Proust para el
gusto. Durante muchos veranos, antes de que me exilaran al internado, también
durante la duración de este, en las vacaciones de verano, ayudar con la bielda
del cereal trillado, era una tarea en la que hasta los más pequeños echábamos
una mano. A veces en trabajos tan sencillos como apartar el grano que, por
debajo de la panza de la beldadora, salía separado de la granza. Tantas tardes
de verano respirando ese polvillo de la bielda, cuando el cierzo se amansaba en
las largas tarde de agosto, debió de penetrarme, no sé si hasta el alma, pero
sí hasta la médula. En todo caso quedó plasmado en la pituitaria. Un perfume inmortal:
el de la paja molida.
Como 23 años más tarde, paseando
por la playa de una isla perdida, en el Mar Interior de Japón, a 14.000
kilómetros de distancia de las eras de mi pueblo, sentí idéntico olor. Era principios de septiembre. De repente
aspiré, no pude menos que dar un respingo, un olor que me reenvió, sin previo
aviso, a mi infancia. Por arte de birlibirloque comencé a oler, de manera
inconfundible, la trilla de mi padre, pleno agosto, en medio de la meseta
castellana. Rápidamente descubrí el secreto. Detrás de unas viviendas humildes
de tablones de madera, posiblemente levantadas en la posguerra, se oía el
traqueteo de una cosechadora diminuta, de juguete, que recogía el arroz de una
parcela mínima.
Por alguna razón, las cañas secas
de arroz, recién cortado, desprendían, el mismísimo olor, en este caso lo elevo
a la categoría de perfume (notas de cornezuelo, mezcladas con los aires salinos
del cierzo y aderezadas con el sudor que se desprende de la frente de mi padre),
que los tallos resecos de centeno que despedazaba el pedernal incrustado en el
trillo de mi padre, camino de la bielda. La identidad era tan absoluta que,
hasta lo puedo jurar, creí oír el chasquido del trillo arrastrado por el par de
mulas y las aspas de la beldadora aspirando el viento, impulsadas por el esfuerzo
con que mi padre hacía dar vueltas a la zancada. Al unísono: olfato y oído. Primera etapa: hasta los 20
años.
Entre los veinte y los cuarenta,
es la franja para respirar con el perfume del primer amor. Y los que vinieron
después. Inexperto como soy en los olores y aprendiz como lo era en la veintena
con los amores, no es de extrañar que el primero imprimiera carácter: en el
cuerpo, en el alma y en las fosas nasales. Apenas sé distinguir que alguien más
emplee la misma colonia que yo uso todas las mañanas desde hace decenios. Sin
embargo, sería muy capaz de discernir el paso de una mujer, en medio de una
muchedumbre, portando el perfume con notas de bergamota, mandarina y tomillo
citado más arriba. Inconfundible, Azur de Puig.
Cuando ocasionalmente lo siento
en la calle, me penetra por la nariz, como si tragara una cucharada de mostaza
o como cuando me excedo con el rábano que complementa la degustación de los “sushi”.
Después de tantos años, lleva el sabor de las primeras caricias y los primeros
besos. O como dice el propio fabricante, que lo puso en el mercado en 1969, sus
notas de corazón son el jazmín y el lirio de los valles (muguete). Y sí, con
ese zarpazo tan contundente a la memoria, también me traslado a un espacio bien
definido, imborrable, del primer abrazo, en el rellano en penumbra, de un
segundo piso de un popular barrio madrileño. De una manera tan asombrosa que,
en ciertas ocasiones, he terminado por hacer lo que creía especialmente cómico
en otros. Buscar en la tienda de cualquier aeropuerto, el frasco azulado, en
formato paralelepípedo, estrechado hacia el centro para, como si fuera posible,
mejor estrecharla por la cintura. Es poner unas gotas en la muñeca y volar. Segunda
etapa: entre los veinte y los cuarenta.
La tercera fase, pasada la cuarentena,
ha sido la menos aventurera, hasta podría ser tildada de banal. Supongo que
tiene que ver con el popular dicho: “De los cuarenta para arriba no te mojes la
barriga”. Mojarla no, pero con echar tripita sí. Porque a partir de esa edad,
me pregunto si es mera casualidad, los olores tienen que ver con las comidas. Además,
a horas intempestivas. Voy, en realidad bajo en moto, porque el trabajo está en
el valle y vivo en las alturas, a una hora donde apenas hay tráfico y, por lo
tanto, las calles no apestan tanto a humos y gasoil.
Digamos que es una hora excelente
para sentir el frescor del alba, incluso en determinadas mañanas, entre marzo y
abril, el perfume del azahar que exhalan los campos de limoneros en la cada vez
más escasa huerta. Pero la poesía dura poco. Al llegar a la rotonda de los
centros comerciales, todavía no he conseguido averiguar por qué y menos a esta
hora, aunque supongo que procede de un polígono industrial vecino, la brisa
matinal se torna vibrante con el olor, no me atrevería a llamarlo perfume, del chorizo
frito aderezado en el aceite de la orza.
Supongo que es la hora de entrada
de los obreros en la fábrica y su primera tarea es pasar por gigantescas freidoras
el chorizo que enlatarán a lo largo de la jornada. Es cierto que, por un
instante, me recuerda a los días posteriores a la matanza en la casa familiar,
cuando mi madre, acompañada de las vecinas se pasaba las mañanas friendo y friendo
sartas para meter en las ollas. Pero es sólo una ilusión pasajera. Tampoco
sabría definir qué notas de salida, menos aún, qué notas del corazón, atribuir
a semejantes olores.
El caso es que, tras los perfumes
de la infancia en la trilla, de los primeros amores en las sombras de un
descansillo, el olor a embutido embalsamado en aceite requemado, para bien o
para mal, ha marcado este tercer ciclo. Entre los cuarenta y los sesenta. La
comida.
Me pregunto qué perfume marcará
este cuarto estadio, pasados los sesenta. Espero no perder, menos aún como
producto del bichito de Wuhan, mis capacidades olfativas, incluso aunque estén
disminuidas por el paso del tiempo. Después de todo, los perfumes señalados y
muchos otros que los podrían complementar, de alguna manera parecida a los
libros, han servido para navegar por los meandros de mi vida. En el fondo, a
estas alturas de la vida acaso sea mera ilusión, me gustaría -antes de cumplir
los ochenta- retornar a la trilla, a la bielda, al azur. A la infancia y al
amor.
Aunque fuera por un instante fugaz,
aunque la longevidad y la estela de todas esas fragancias fueran tan pasajeras
como la del azahar de los mandarinos esta primavera maldita.
Chapeau, Ignacio
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