sábado, 28 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA XII: Perfumes

Costa del Mar Interior de Japón, la del perfume a trilla y bielda

Las notas de salida son bergamota, mandarina y tomillo. Las notas de fondo son pachulí, musgo de roble y ámbar. Los perfumistas, ciertamente con más razón que los enólogos, de cuyas descripciones desconfío, seguramente por ignorancia, y que en ocasiones rayan lo cómico, poseen una base mucho más sólida para hacer descripciones de este tipo. Después de todo, el negocio consiste en mezclar las fragancias y que, estas, como les encanta decir a los publicitarios, transmitan emociones.

De los cinco sentidos humanos, en el del olfato no estoy muy versado. Además, tengo bien claro la jerarquía, lo digo por si llegara, maldito el día, en el que tuviera que perder uno o varios. Desde luego, el último que me gustaría perder sería el de la vista, después el oído, siguiendo por el gusto, el olfato y, el menos importante, el tacto. El sexto, ese del sentido común, a ciertas edades resulta imposible perderlo, salvo que te corroa el Alzheimer o alguna gotera pareja. En otras palabras, creo que podría sobrevivir sin el olfato.

Aparentemente, aunque todavía no hay pruebas científicamente contrastadas, entre los pacientes del coronavirus, hasta en un 35% de casos estudiados preliminarmente en Italia, antes incluso de tener los síntomas de la peste que nos asola, comienzan por perder el sentido del olfato. A veces combinado con la pérdida del gusto. Vamos, que, a falta de test chinos fiables, el olfato, la carencia en este caso, puede ayudar a discernir si nos hemos lavado correctamente las manos tras asir el carro del supermercado.

Como no lo tengo muy desarrollado, siempre me han sorprendido la cantidad de personas que, en las tiendas de los aeropuertos, para pasar el rato, se entretienen pasándose por la muñeca la espátula de cartón dilucidando las curiosas descripciones que los perfumistas otorgan a sus elaboraciones. Al lado de la oficina, en proceso de liquidación, hay una tienda que vende perfumes al por mayor, sin marcas famosas, en coloridos frascos. Acaso antes de que cierre definitivamente y monten el próximo bar me acerco a que Teresa, como la dependienta se llama, me de unas lecciones de olisqueo.

Aunque no tenga muy afinado el sentido del olfato, tras varias chocantes sorpresas, por aquí cerca y allende los mares, he llegado a la conclusión de que los perfumes son un arma insuperable para envolver en una burbuja temporal, que puede durar décadas, y si se trata de personas, toda la vida. Como dicen los propios perfumistas, sus producciones están estructuradas, no son fruto del albur.

En mi opinión, están tan estructurados que constituyen un insuperable planisferio de las rutas por las que la vida me ha conducido. Así, están los perfumes imperecederos de la infancia, la versión nasal de la conocida magdalena de Marcel Proust para el gusto. Durante muchos veranos, antes de que me exilaran al internado, también durante la duración de este, en las vacaciones de verano, ayudar con la bielda del cereal trillado, era una tarea en la que hasta los más pequeños echábamos una mano. A veces en trabajos tan sencillos como apartar el grano que, por debajo de la panza de la beldadora, salía separado de la granza. Tantas tardes de verano respirando ese polvillo de la bielda, cuando el cierzo se amansaba en las largas tarde de agosto, debió de penetrarme, no sé si hasta el alma, pero sí hasta la médula. En todo caso quedó plasmado en la pituitaria. Un perfume inmortal: el de la paja molida.

Como 23 años más tarde, paseando por la playa de una isla perdida, en el Mar Interior de Japón, a 14.000 kilómetros de distancia de las eras de mi pueblo, sentí idéntico olor.  Era principios de septiembre. De repente aspiré, no pude menos que dar un respingo, un olor que me reenvió, sin previo aviso, a mi infancia. Por arte de birlibirloque comencé a oler, de manera inconfundible, la trilla de mi padre, pleno agosto, en medio de la meseta castellana. Rápidamente descubrí el secreto. Detrás de unas viviendas humildes de tablones de madera, posiblemente levantadas en la posguerra, se oía el traqueteo de una cosechadora diminuta, de juguete, que recogía el arroz de una parcela mínima.

Por alguna razón, las cañas secas de arroz, recién cortado, desprendían, el mismísimo olor, en este caso lo elevo a la categoría de perfume (notas de cornezuelo, mezcladas con los aires salinos del cierzo y aderezadas con el sudor que se desprende de la frente de mi padre), que los tallos resecos de centeno que despedazaba el pedernal incrustado en el trillo de mi padre, camino de la bielda. La identidad era tan absoluta que, hasta lo puedo jurar, creí oír el chasquido del trillo arrastrado por el par de mulas y las aspas de la beldadora aspirando el viento, impulsadas por el esfuerzo con que mi padre hacía dar vueltas a la zancada. Al unísono:  olfato y oído. Primera etapa: hasta los 20 años.

Entre los veinte y los cuarenta, es la franja para respirar con el perfume del primer amor. Y los que vinieron después. Inexperto como soy en los olores y aprendiz como lo era en la veintena con los amores, no es de extrañar que el primero imprimiera carácter: en el cuerpo, en el alma y en las fosas nasales. Apenas sé distinguir que alguien más emplee la misma colonia que yo uso todas las mañanas desde hace decenios. Sin embargo, sería muy capaz de discernir el paso de una mujer, en medio de una muchedumbre, portando el perfume con notas de bergamota, mandarina y tomillo citado más arriba. Inconfundible, Azur de Puig.

Cuando ocasionalmente lo siento en la calle, me penetra por la nariz, como si tragara una cucharada de mostaza o como cuando me excedo con el rábano que complementa la degustación de los “sushi”. Después de tantos años, lleva el sabor de las primeras caricias y los primeros besos. O como dice el propio fabricante, que lo puso en el mercado en 1969, sus notas de corazón son el jazmín y el lirio de los valles (muguete). Y sí, con ese zarpazo tan contundente a la memoria, también me traslado a un espacio bien definido, imborrable, del primer abrazo, en el rellano en penumbra, de un segundo piso de un popular barrio madrileño. De una manera tan asombrosa que, en ciertas ocasiones, he terminado por hacer lo que creía especialmente cómico en otros. Buscar en la tienda de cualquier aeropuerto, el frasco azulado, en formato paralelepípedo, estrechado hacia el centro para, como si fuera posible, mejor estrecharla por la cintura. Es poner unas gotas en la muñeca y volar. Segunda etapa: entre los veinte y los cuarenta.

La tercera fase, pasada la cuarentena, ha sido la menos aventurera, hasta podría ser tildada de banal. Supongo que tiene que ver con el popular dicho: “De los cuarenta para arriba no te mojes la barriga”. Mojarla no, pero con echar tripita sí. Porque a partir de esa edad, me pregunto si es mera casualidad, los olores tienen que ver con las comidas. Además, a horas intempestivas. Voy, en realidad bajo en moto, porque el trabajo está en el valle y vivo en las alturas, a una hora donde apenas hay tráfico y, por lo tanto, las calles no apestan tanto a humos y gasoil.

Digamos que es una hora excelente para sentir el frescor del alba, incluso en determinadas mañanas, entre marzo y abril, el perfume del azahar que exhalan los campos de limoneros en la cada vez más escasa huerta. Pero la poesía dura poco. Al llegar a la rotonda de los centros comerciales, todavía no he conseguido averiguar por qué y menos a esta hora, aunque supongo que procede de un polígono industrial vecino, la brisa matinal se torna vibrante con el olor, no me atrevería a llamarlo perfume, del chorizo frito aderezado en el aceite de la orza.

Supongo que es la hora de entrada de los obreros en la fábrica y su primera tarea es pasar por gigantescas freidoras el chorizo que enlatarán a lo largo de la jornada. Es cierto que, por un instante, me recuerda a los días posteriores a la matanza en la casa familiar, cuando mi madre, acompañada de las vecinas se pasaba las mañanas friendo y friendo sartas para meter en las ollas. Pero es sólo una ilusión pasajera. Tampoco sabría definir qué notas de salida, menos aún, qué notas del corazón, atribuir a semejantes olores.

El caso es que, tras los perfumes de la infancia en la trilla, de los primeros amores en las sombras de un descansillo, el olor a embutido embalsamado en aceite requemado, para bien o para mal, ha marcado este tercer ciclo. Entre los cuarenta y los sesenta. La comida.  

Me pregunto qué perfume marcará este cuarto estadio, pasados los sesenta. Espero no perder, menos aún como producto del bichito de Wuhan, mis capacidades olfativas, incluso aunque estén disminuidas por el paso del tiempo. Después de todo, los perfumes señalados y muchos otros que los podrían complementar, de alguna manera parecida a los libros, han servido para navegar por los meandros de mi vida. En el fondo, a estas alturas de la vida acaso sea mera ilusión, me gustaría -antes de cumplir los ochenta- retornar a la trilla, a la bielda, al azur. A la infancia y al amor.

Aunque fuera por un instante fugaz, aunque la longevidad y la estela de todas esas fragancias fueran tan pasajeras como la del azahar de los mandarinos esta primavera maldita.

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