viernes, 27 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA XI: Elipsis perfecta


Un servidor aprendió a leer en una taberna. Creo que lo tengo escrito. No es literalmente exacto, pero tiene mucho de verdad. El señor Elpidio regentaba la de mi aldea, la cual hacía también las veces de colmado de ultramarinos. La imagen que tengo de las estanterías con artículos variados, como variados podían ser los productos comercializados a principios de los sesenta en un villorrio de Castilla la Vieja, es más bien vaga. Por el contrario, tengo una noción casi fotográfica del cuarto de estar de la casa, en la trastienda, donde nos refugiábamos sus nietos, compañeros de juegos infantiles, los días de lluvia, para jugar al parchís.

Al calor de la gloria, en los laterales del saloncillo, había unos bancos de madera corrido y una mesa con un hule estampado con margaritas amarillas, más bien desvaído por el uso. Por las cuatro paredes, como era costumbre en la época, desde el zócalo hasta medio muro, páginas enteras de El Diario Palentino pegadas contra la cal con engrudo casero. Durante muchos años creí que yo me había forjado esta decoración a partir de mi imaginación. Este otoño, no menos de cincuenta y tantos años después, volví a entrar -Pablito estaba reformando la casa paternal- en lo que quedaba de cuartín.

Allí seguían, antes de que fueran raspados por la paleta, algunos restos del “papel”, como llamaban al periódico en el pueblo, adornando las cuatro paredes. “Aquí aprendiste tú a leer”, me confirmó Pablito, mientras intentábamos descifrar en los recortes deteriorados, que habían resistido el paso de los decenios, las noticias que a principio de los sesenta atemorizaban al mundo: la crisis de los misiles de Cuba, el asesinato de Kennedy, la inauguración de otro pantano por el Generalísimo, el precio del quintal de trigo…

Efectivamente, en aquellas largas mañanas de invierno, con los tejados escarchados y los goterales flameando de chupiteles al sol reluciente, yo intentaba adivinar los vocablos de los grandes titulares manchados en tinta oscura o deletrear los pies de las fotos en blanco y negro. En la portada, bien de mañana, al calor del orujo, los abuelos comenzaban la tertulia y sus aburridas discusiones sobre qué pago era más propicio para sembrar centeno o cuantas ovejas le habían parido al Alejandro.

Banalidades comparadas con las urgentes noticias, aunque llevaran allí pegadas muchos meses, quizá años, que se desprendían de la cabecera, a veces era complicado completarlas, pues habían sido coladas más bien al albur, del rotativo provincial. O sea que lo de que aprendí a leer en una taberna, no es “fake news”, pero tampoco la verdad más genuina.

Me viene todo esto a la memoria porque, al escribir estas líneas, sobre las estanterías de mi despacho (“la cueva”, como lo denomina mi hija), se han ido decantando, tras unos catorce traslados de domicilio, en forma de libros, las huellas de aquellos primeros pasos tentativos en la lectura, comenzadas en la trastienda del señor Elpidio. Aquel amor a primera vista por los periódicos y la lectura bien se puede resumir en el puñado de libros que me acompañarán a la otra vida, cuando quiera que llegue.

Esta afirmación puede parecer un poco fatalista, en estos tiempos de cólera en forma de coronavirus, pero si en algún sitio de la nebulosa celestial existe un registro de todas las lecturas que me han llevado por la vida, con toda certeza, ese registro será el mejor testimonio de los laberintos por los que la vida me ha llevado. Los intereses literarios en determinados momentos. Por ejemplo, en la biblioteca municipal de Ávila me leí, tiempo de adolescencia retrasada, los tomos al completo de los misterios de Agatha Christie.

En aeropuertos diversos, al filo de los años, fui coleccionando la gran mayoría de las publicaciones de John Le Carré. Hace un par de años terminaron en otra biblioteca municipal de Molina. Al ver las cajas de las ediciones de bolsillo en el carrito de la compra del cercano Mercadona, la bibliotecaria se reservó el derecho de admitirlas en su depósito. “Como usted quiera, señora, para mí ya han pasado a mejor vida”. Espero que no acabaran en una incineradora. Después de todo “El hombre que vino del frío” es una de las mejores novelas de espionaje jamás escritas.

Más lejos fueron a parar los tochos adquiridos por obligación. Diccionarios hebraicos, gramáticas de griego -que no me lo tenga en cuenta Doña Adelaida, mi incomparable profesora de aoristos en el instituto abulense- comentarios de los sinópticos -las biblias, como ya dije están todas a buen recaudo- concordancias neotestamentarias y libros devocionales varios. Al Seminario Mayor de Bamako, capital de Mali. Un largo trayecto desde la librería de la Gregoriana en Roma, todo hay que decirlo, pero los libros son como las personas, hacen recorridos de lo más pintoresco e incomprensible.

Si no de qué otro modo, entre el reducido fondo que ha sobrevivido traslados, donaciones y regalos varios, me encuentro con “Víctimas de la guerra civil en la provincia de Palencia (1936-1945)” un tomazo, lo que dice mucho de la barbarie, con 875 páginas. O las obras completas de Jose Ángel Valente: “Contemplo yo a mi vez la diferencia / entre el hombre y su sueño de más vida / la solidez gremial de la injusticia / la candidez azul de las palabras” (El fulgor). ¿De dónde habrá salido una edición, más bien artesanal, de “Tren nocturno de la Vía Láctea” de Kenji Miyazawa”?

Por el contrario, otro puñado de volúmenes, tengo clara conciencia de dónde proceden y por qué han sobrevivido a los sobresaltos del tiempo transcurrido. Los libros de texto de bachillerato, sobre todo los de historia del arte y literatura, creo que los tengo al completo. Algunos han perdido las pastas, ciertos tienen garabatos en las contraportadas, pocos arañazos, en realidad, para tantas mudanzas.

Ciertos libros de estilo y diccionarios de dudas, incluso el DRAE, todavía ocupan espacio en las baldas. Mas que nada ahí están por pura nostalgia, cuando mirar un antónimo necesitaba de chequeos bien precisos entre las finas páginas de un preciado tomo heredado de algún profesor de literatura. Ahora, la oferta de Internet rinde innecesarias esas consultas.

Asimismo, como producto de la añoranza quedan unos cuantos atlas del archipiélago nipón y un par de mapas con las calles en texto bilingüe de Tokio. De vez en cuando me gusta abrirlos, mientras intento descifrar los nombres de los barrios que recorrí o localizar las casas que, estos mismos libros de los que ahora hablo, habitaron durante un cierto tiempo que ahora parece tan pretérito.

Así que los libros, los que volaron hasta Bamako, los arrinconados en un sótano de la biblioteca municipal de la Vega del Segura y el puñado de los que ahora restan a mi derecha y a mi izquierda, conforman la mejor rodada para rastrear la jornada de lo que me vida ha sido. Sus páginas, incluso las que ya no están a mi alcance, han constituido un itinerario -a veces confuso, otras osado o pacato, las más exploratorio- del dédalo de la vida. La mía. Siempre me salvaron de encrucijadas, siempre, incluso los de Formación del Espíritu Nacional, los devocionales, los pocos que no llegué a terminar. Todos sirvieron para abrir nuevos horizontes. También me redimirán, no me cabe duda, de la que ahora atravesamos.

Hace ya años que no compro ni uno. Forofo como soy de los medios digitales, los llevo todos a cuestas en mi iPad. Desde “A History of God” (Karen Amstrong) hasta “Ten Fateful Choices” (Ian Kershaw). Traslados creo que me quedan pocos. Si acaso uno. Al camposanto que domina el promontorio, en la ribera del río de mi infancia. Será la elipsis perfecta de una existencia. Completar el mapamundi de la vida. Enterrarme con mi iPad a un centenar de metros de dónde todo tuvo su origen. En las paredes empapeladas de la cantina del señor Elpidio, que en gloria esté.

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