Un servidor aprendió a leer en una taberna. Creo que
lo tengo escrito. No es literalmente exacto, pero tiene mucho de verdad. El señor
Elpidio regentaba la de mi aldea, la cual hacía también las veces de colmado de
ultramarinos. La imagen que tengo de las estanterías con artículos variados,
como variados podían ser los productos comercializados a principios de los
sesenta en un villorrio de Castilla la Vieja, es más bien vaga. Por el
contrario, tengo una noción casi fotográfica del cuarto de estar de la casa, en
la trastienda, donde nos refugiábamos sus nietos, compañeros de juegos infantiles,
los días de lluvia, para jugar al parchís.
Al calor de la gloria, en los laterales del saloncillo,
había unos bancos de madera corrido y una mesa con un hule estampado con margaritas
amarillas, más bien desvaído por el uso. Por las cuatro paredes, como era
costumbre en la época, desde el zócalo hasta medio muro, páginas enteras de El
Diario Palentino pegadas contra la cal con engrudo casero. Durante muchos años
creí que yo me había forjado esta decoración a partir de mi imaginación. Este
otoño, no menos de cincuenta y tantos años después, volví a entrar -Pablito
estaba reformando la casa paternal- en lo que quedaba de cuartín.
Allí seguían, antes de que fueran raspados por la paleta,
algunos restos del “papel”, como llamaban al periódico en el pueblo, adornando
las cuatro paredes. “Aquí aprendiste tú a leer”, me confirmó Pablito, mientras intentábamos
descifrar en los recortes deteriorados, que habían resistido el paso de los
decenios, las noticias que a principio de los sesenta atemorizaban al mundo: la
crisis de los misiles de Cuba, el asesinato de Kennedy, la inauguración de otro
pantano por el Generalísimo, el precio del quintal de trigo…
Efectivamente, en aquellas largas mañanas de
invierno, con los tejados escarchados y los goterales flameando de chupiteles
al sol reluciente, yo intentaba adivinar los vocablos de los grandes titulares
manchados en tinta oscura o deletrear los pies de las fotos en blanco y negro. En
la portada, bien de mañana, al calor del orujo, los abuelos comenzaban la
tertulia y sus aburridas discusiones sobre qué pago era más propicio para
sembrar centeno o cuantas ovejas le habían parido al Alejandro.
Banalidades comparadas con las urgentes noticias,
aunque llevaran allí pegadas muchos meses, quizá años, que se desprendían de la
cabecera, a veces era complicado completarlas, pues habían sido coladas más
bien al albur, del rotativo provincial. O sea que lo de que aprendí a leer en
una taberna, no es “fake news”, pero tampoco la verdad más genuina.
Me viene todo esto a la memoria porque, al escribir
estas líneas, sobre las estanterías de mi despacho (“la cueva”, como lo denomina
mi hija), se han ido decantando, tras unos catorce traslados de domicilio, en
forma de libros, las huellas de aquellos primeros pasos tentativos en la
lectura, comenzadas en la trastienda del señor Elpidio. Aquel amor a primera
vista por los periódicos y la lectura bien se puede resumir en el puñado de
libros que me acompañarán a la otra vida, cuando quiera que llegue.
Esta afirmación puede parecer un poco fatalista, en
estos tiempos de cólera en forma de coronavirus, pero si en algún sitio de la
nebulosa celestial existe un registro de todas las lecturas que me han llevado
por la vida, con toda certeza, ese registro será el mejor testimonio de los laberintos
por los que la vida me ha llevado. Los intereses literarios en determinados
momentos. Por ejemplo, en la biblioteca municipal de Ávila me leí, tiempo de adolescencia
retrasada, los tomos al completo de los misterios de Agatha Christie.
En aeropuertos diversos, al filo de los años, fui
coleccionando la gran mayoría de las publicaciones de John Le Carré. Hace un
par de años terminaron en otra biblioteca municipal de Molina. Al ver las cajas
de las ediciones de bolsillo en el carrito de la compra del cercano Mercadona,
la bibliotecaria se reservó el derecho de admitirlas en su depósito. “Como
usted quiera, señora, para mí ya han pasado a mejor vida”. Espero que no
acabaran en una incineradora. Después de todo “El hombre que vino del frío” es
una de las mejores novelas de espionaje jamás escritas.
Más lejos fueron a parar los tochos adquiridos por
obligación. Diccionarios hebraicos, gramáticas de griego -que no me lo tenga en
cuenta Doña Adelaida, mi incomparable profesora de aoristos en el instituto
abulense- comentarios de los sinópticos -las biblias, como ya dije están todas
a buen recaudo- concordancias neotestamentarias y libros devocionales varios. Al
Seminario Mayor de Bamako, capital de Mali. Un largo trayecto desde la librería
de la Gregoriana en Roma, todo hay que decirlo, pero los libros son como las
personas, hacen recorridos de lo más pintoresco e incomprensible.
Si no de qué otro modo, entre el reducido fondo que
ha sobrevivido traslados, donaciones y regalos varios, me encuentro con “Víctimas
de la guerra civil en la provincia de Palencia (1936-1945)” un tomazo, lo que
dice mucho de la barbarie, con 875 páginas. O las obras completas de Jose Ángel
Valente: “Contemplo yo a mi vez la diferencia / entre el hombre y su sueño
de más vida / la solidez gremial de la injusticia / la candidez azul de las
palabras” (El fulgor). ¿De dónde habrá salido una edición, más bien
artesanal, de “Tren nocturno de la Vía Láctea” de Kenji Miyazawa”?
Por el contrario, otro puñado de volúmenes, tengo
clara conciencia de dónde proceden y por qué han sobrevivido a los sobresaltos
del tiempo transcurrido. Los libros de texto de bachillerato, sobre todo los de
historia del arte y literatura, creo que los tengo al completo. Algunos han
perdido las pastas, ciertos tienen garabatos en las contraportadas, pocos
arañazos, en realidad, para tantas mudanzas.
Ciertos libros de estilo y diccionarios de dudas,
incluso el DRAE, todavía ocupan espacio en las baldas. Mas que nada ahí están
por pura nostalgia, cuando mirar un antónimo necesitaba de chequeos bien
precisos entre las finas páginas de un preciado tomo heredado de algún profesor
de literatura. Ahora, la oferta de Internet rinde innecesarias esas consultas.
Asimismo, como producto de la añoranza quedan unos
cuantos atlas del archipiélago nipón y un par de mapas con las calles en texto bilingüe
de Tokio. De vez en cuando me gusta abrirlos, mientras intento descifrar los nombres
de los barrios que recorrí o localizar las casas que, estos mismos libros de
los que ahora hablo, habitaron durante un cierto tiempo que ahora parece tan pretérito.
Así que los libros, los que volaron hasta Bamako, los
arrinconados en un sótano de la biblioteca municipal de la Vega del Segura y el
puñado de los que ahora restan a mi derecha y a mi izquierda, conforman la
mejor rodada para rastrear la jornada de lo que me vida ha sido. Sus páginas,
incluso las que ya no están a mi alcance, han constituido un itinerario -a
veces confuso, otras osado o pacato, las más exploratorio- del dédalo de la
vida. La mía. Siempre me salvaron de encrucijadas, siempre, incluso los de
Formación del Espíritu Nacional, los devocionales, los pocos que no llegué a
terminar. Todos sirvieron para abrir nuevos horizontes. También me redimirán,
no me cabe duda, de la que ahora atravesamos.
Hace ya años que no compro ni uno. Forofo como soy de
los medios digitales, los llevo todos a cuestas en mi iPad. Desde “A History of
God” (Karen Amstrong) hasta “Ten Fateful Choices” (Ian Kershaw). Traslados creo
que me quedan pocos. Si acaso uno. Al camposanto que domina el promontorio, en
la ribera del río de mi infancia. Será la elipsis perfecta de una existencia.
Completar el mapamundi de la vida. Enterrarme con mi iPad a un centenar de metros de dónde todo tuvo su origen. En
las paredes empapeladas de la cantina del señor Elpidio, que en gloria esté.
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