lunes, 23 de marzo de 2020

CUARENTENA DÍA VII: No preguntes por quien doblan las campanas


No se puede decir que no tenga huevos. De hecho, me he juntado con cuatro docenas. Debí quedar traumatizado el primer día que fui a Mercadona y no había ni medio en las estanterías, de allí a Supercor y otro tanto de lo mismo. Así que esta mañana de domingo me he vengado en la gasolinera. Como previsible, a las 7 de la mañana soy el primer y único cliente. Como conozco un poco los vericuetos de la Administración, este establecimiento está en el visor de algún inspector de comercio desde hace años porque la legislación vigente, que permite apertura las 24 horas como estación de servicio, no permite que la cifra de facturación sea mayor en la alimentación con el combustible. Pero ya se sabe que donde hecha la ley…

El caso es que presta un gran servicio y no tiene nada que envidiar a una gran superficie. Además, el precio de super-95 ha bajado 8 céntimos en unos días. Se ha arrejuntao tó que dicen por estos lares. Las disputas entre rusos y saudíes, el dichoso coronavirus, el batacazo bursátil. Ni corto ni perezoso lleno el depósito. Nunca se sabe si al paso que vamos no tenga que liarme un día la manta a la cabeza y tirar ‘pal’ norte. Como es un recorrido mil veces hecho, me conozco todas las gasolineras de Molina hasta Villaherreros y hay unas cuantas en los 714 kilómetros de distancia, ya tengo asegurado que como mucho como mucho me dará para llegar hasta la de Sasamón. O seáse, necesitaría un bidoncillo de 5 litros suplementario para alcanzar mi refugio antes de que llegue el fin del mundo.

Todo considerado, pues, hay que echarle huevos, así que cojo una docena de ecológicos, otra de camperos, otra de los de toda la vida. Ni siquiera cuanto mi madre tenía ponedoras en el corral me he juntado con tantos. He leído instrucciones varias, otros compañeros me han pasado las que han compuesto, la cartelería de la tienda precisa otras, así que si la compra no se ha convertido en una planificación de corte militar, venga Dios y lo vea. Que si pagas con la tarjeta, que si en la góndola de verduras tocas el teclado de la balanza con los nudillos, enfundadas las manos en los guantes, que si esto, que si lo otro.

Tan apresurado voy que en 20 minutos estoy en la caja. Pero como suele pasar siempre -he ojeado un par de tesis doctorales al respecto, sobre el poder de las matemáticas en las filas de espera y los atascos- algo se tuerce. La cajera es nueva y cada código de barras se le atasca, cada artículo que pasa por el lector le llena de dudas. Finalmente, todo ufano, de mi celeridad en la ejecución de la estrategia, pago y entonces…

Entonces entra el repartidor de periódicos que a lo largo de toda la mañana seguro que pasará por decenas de punto de venta, tocando paquetes, recogiendo otros, deslizando albaranes, devolviendo sobrantes, etc. No lleva nada, ni guantes, ni mascarilla, ni nada que se lo parezca. Como si fuera a merendar al campo. Las chicas le echan una buena bronca, el hombre no parece muy espabilado, lo cual tendría gracia porque este transportador de información, supuestamente una de las mejores armas para luchar contra el bichito, aparte de la distancia social, no parece que este enterado, en cualquier caso, le trae al pairo, lo de si el virus sobrevive tres horas entre los cartones, tres días en los pomos de acero o 10 minutos en los estornudos.

Finalmente, a regañadientes, acepta enjuagarse, tan deprisa como ha arrojado los envoltorios de la prensa en un rincón, con el gel que tienen a la entrada. ¿Cómo era aquello del crecimiento exponencial? En llegando a casa, visto el panorama, dejo las bolsas de la compra en cuarentena toda la mañana, en el trastero, me lavo y relavo las manos una docena de veces y, al borde de la histeria, ¿serán imaginaciones mías? comienzo a sentir una ligera presión en el pecho. Me consuelo leyendo una novela, “My Dark Vanessa” (Kate Elisabeth Russell) -para algunos la novela más controvertida en lo que va de año- donde se describe, estilo “Lolita” de Vladimir Nobokov, las relaciones entre una adolescente y su profesor de literatura, esta vez, filtradas con todo el berenjenal del #metoo yanki, también el patrio, la difusa y confusa barrera entre el amor, la compulsión y el abuso. ¡Qué sencillo parecía, en la otra vida, en las clases de Derecho Canónico, aquello del matrimonio rato y consumado!

No había medias tintas, ni paradojas grises, ni los síes se movían en la penumbra, ni los noes eran un semáforo rojo. Como dice el chiste o te quedabas embarazada o no, no se quedaba una embarazada a medias. Hablo metafóricamente, claro. De principios filosóficos nítidos, de certezas absolutas, de voluntades transparentes. El mundo se ha vuelto, no sí más líquido, en todo caso más acuoso, difuminado. Como este virus infame cuyo frente de ataque avanza, no cara a cara, como un enemigo externo, sino desde dentro, como una mancha de aceite que se extiende, como un enemigo que nos corroe desde dentro. Sin contornos claros. Sin saber muy bien donde está, ni hacia donde se dirige. Ni hasta donde nos llevará.

Mientras esté en los medios de comunicación, en las tertulias, parece como que estuviéramos a salvo. Después de todo, Madrid esta a unas cuantas leguas, no digamos Milán. La distancia, la cercanía es, pues, un buen medidor de lo que nos atañe emocionalmente. Ya se sabe que, si se mueren centenares de negros en una hambruna africana, muy probablemente, ni nos enteremos. Si hay un herido en un tiroteo por drogas en Puente Tocinos (sí, hay un pueblo en Murcia que se llama así, Bacon Bridge), en mi círculo de colegas y conocidos se discutirá hasta los detalles más ínfimos.

Al factor de la distancia, tenemos que contrarrestarle el de los sentimientos. La mancha que se extiende me resultaba curiosa cuando apareció en Wuhan, llamativa cuando se centuplicó en Milán, preocupante cuando los militares gabachos se preparan para instalar hospitales de campaña en la vecindad de la incendiada Notre Dame. Y la mancha que se extiende, la curva que no baja, las proyecciones matemáticas que hacen las funciones de oráculos, el peligro que se acerca. Tres muertos en la Región de Murcia.

Uno se consuela pensando que no los conocía. Parece un poco cínico, después de todo, como decía el gran John Donne: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la masa. Si el mar se lleva un terrón, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa señorial de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.

Hasta que el tañido de las campanas termina por alcanzarte. Literalmente, podría afirmar. Inconfundible el repique de difuntos, estremecedor, cuando las campanas de las iglesias de las aldeas del norte palentino doblan por la muerte de un vecino. El hermano de Teodoro, antiguo presidente de la Fundación de Antiguos Alumnos, así nos lo anuncia, ya en la noche el domingo, acaba de fallecer en Madrid por esta mierda de peste. Nueve kilómetros la distancia que separa el campanario de su pueblo del mío. Es muy posible que, en las innumerables idas y venidas por aquellos páramos y valles, nuestras vidas se hayan cruzado sin saberlo.

Fray Paulino, un hermano cooperador, lego, como antes les llamaban, algo adusto como buen castellano, dedicado trabajador, servicial como él sólo, natural de Lagunilla de la Vega, otra veintena de kilómetros nos separaban en la época de la infancia, también acaba de fallecer en Ávila. Con él conviví seis años de juventud en Madrid. Quizá los mejores años de mi vida. Volvimos a coincidir, otro par de años, a mediados de los ochenta en Roma. Descansen en paz. Levis sit terra ei

No preguntes por quién doblan las campanas.

2 comentarios:

  1. Hermoso, lleno de guiños a la vida, a esto y a lo otro. Gracias por el regalo cotidiano.

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  2. Emocionante y emotivo, Ignacio. Gracias, one more time.

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