domingo, 22 de marzo de 2020

DIARIO DE UNA CUARENTENA DÍA VI: Ad majorem Dei gloriam


Hoy ha sido un día tristón. Ninguno de los cuatro hemos traspasado la cancela de la casa ni un centímetro, ni siquiera para dar la vuelta a la manzana con alevosía nocturna como hizo mi hija antes de ayer. Para enredar más las cosas, la brillante luminosidad del Levante español, tan particular en estas fechas de principios de primavera, ha quedado cubierta, primero por nubarrones grises, poco a poco transformados en negros y, finalmente, en la lluvia que no ha dejado de caer en toda la tarde.

Por fortuna, el patio es lo bastante amplio como para poder hacer algo de ejercicio, estirar las piernas y eliminar las hojas secas de los geranios. Incluso de acariciar los gatos salvajes que acuden, siempre hambrientos, al refugio de las croquetas. Lamerones, por usar una expresión de mi madre. En cuanto al ejercicio, veo a un tipo en la televisión que afirma haber corrido una maratón en su terraza de siete metros cuadrados. Yo me conformo con hacer, una docena de veces, el giro a la vivienda. Una vez para mirar el limonero, me he entretenido contando cuantos limones -producen fruto dos veces por año, algo de lo que mi padre siempre se admiraba- cuelgan de sus ramas. Siete.

Pero las últimas lluvias han adelantado la floración del azahar y tiene toda la pinta que para la próxima vendimia ¿se vendimian los limoneros? la cosecha, como mínimo, se duplicará. Aburrido, termino por sulfatar el almendro, eliminar las hojas secas de la buganvilla, quitar unos tallos secos en las matas de menta, amontonar los troncos de la leñera contra la pared como si esto fueran los Alpes, podar el granado para que podamos circular mejor alrededor de la casa, aunque supongo que es un poco tarde para podas, excavar la tierra endurecida en torno al pequeño laurel para que broten hojas frescas con que aderezar las lentejas. Vamos, lo que suelo hacer un día sí y otro no a lo largo del año.

Una vez que la lluvia me ha confinado aún más, me recluyo en mi despacho. “Papa ya está en la cueva”, dice mi hija, preocupada por si las entrevistas de trabajo realizadas la semana pasada, obtendrán una respuesta positiva y en los próximos días. Demasiado pedir, demasiada impaciencia en mi opinión. Con los años, esa enfermedad, se curará, lo sé por experiencia propia. Aunque nunca se sabe. El mundo, esperemos, cogerá velocidad de nuevo y, previsiblemente, todos saldremos de esta pesadilla de la que, hasta hace no mucho, nos creíamos ajenos. Aunque los políticos y científicos afirman que lo peor está por llegar.

No veo ni un solo coche circular por la calle. Como que la gente, por fin, se hubiera, nos hubiéramos tomado, las advertencias con mayor rigor y seriedad. Un canalón, que tengo que arreglar, empuja la lluvia cada vez más pertinaz y abundante sobre un macizo de pensamientos al pie de la enredadera que cubre el arco de entrada. Llueve y llueve y el ritmo de la caída del agua, encauzada por el conducto roto, termina por asumir un ritmo cuasi musical. Un reloj de agua que se acelera cuando la tormenta arrecia, que ralentiza los minutos cuando escampa. Vuelta a empezar. El fuego de la chimenea me vuelve pensativo y divagador, el agua de la canaleta: melancólico y distópico.

No se trata de que la mente se escurra por los pensamientos apocalípticos de las innumerables películas de ciencia ficción a las que tan aficionado soy. Pero unas cuantas me vienen a la mente mientras observo que, con la lluvia, han desaparecido de la cerca de cipreses los tonos amarillentos que generaban el polen acumulado en sus ramas. Incluso en el suelo se observan, allí donde no han sido arrastrados por el agua, pequeños meandros de partículas amarillentas, esperando ser barridos hacia el albañal en el próximo aguacero. ¿Será así la lluvia amarilla, tras una conflagración atómica, a la que tanto pavor teníamos cuando comenzamos a tener uso de razón, allá a mediados de los sesenta?

“La carretera” (The Road, 2009), basada en la excelente novela de Cormac McCarthy, se sitúa en ese marco apocalíptico, mientras un padre, acompañado de su hijo, viaja hacia la costa, evitando todo tipo de peligros, malhechores, caníbales, ya no hay animales, no crecen los cultivos. El padre lucha durante toda la película por inculcar valores y enseñar a su hijo cómo sobrevivir y mantener la cordura en un mundo donde los nexos sociales se desvanecen (Wikipedia).

Muy recomendable, aunque mejor para dentro de unos meses, cuando llegue el verano, cuando las autoridades chinas hayan establecido controles rigurosos sobre los animales que degustan con fruición en mercadillos ilegales de animales en Wuhan, cuando los tailandeses dejen de venderles pangolines y otras especies exóticas, cuando Mercadona vuelva a cerrar a las 21:15 y Vueling haya restablecido los vuelos de El Altet a Orly.

Cuando vuelvan a pasar coches por mi calle y el vecino saque a pasear a su perro para que mee en la esquina de mi casa. Volveré entonces a sacar el único remedio que me ha dado resultado. Una cita (inventada) George Friedrich Nietzsche, filósofo (educado) alemán: “MARRANOS NO SON LOS PERROS, MARRANOS SON LOS AMOS”. Por cierto, ahora que lo pienso, no es un vecino, sino una vecina. Lo que preciso por aquello de la inclusión de género, etc. Un verano entero sin pipí de canes.

Volviendo al retiro, esto es a la reclusión forzosa que, sin duda, millones de personas, equipararán a chirona, yo que tantos años he pasado en una celda, ¡ojo, de la variedad convento! es pan comido. Salvo por la lentitud exasperante del 4G. Algunas veces lo hacía por obligación, especialmente en el noviciado de Ocaña, aquello sí que era equivalente a la trena. Querida, sí, pero prisión, al fin y al cabo. Si cabe, era peor, no había Internet.

Aunque, justo es reconocerlo, teníamos Kempis, vidas de mártires y vírgenes y, hasta había firmado, un documento por el que renunciaba a la herencia paternal. Retirado del mundanal ruido. Vamos que comparado con el alboroto que, hasta en esta galera, nos llega del exterior vía redes sociales y tertulianos varios, resulta mucho menos complicado sobrevivir en este aislamiento multitudinario que a la montaña de exhortaciones moralizantes del bueno del P. Fueyo. Y eso que no llevábamos el cilicio atada al muslo.

Otras por sublimada, sí, en el altar del ascetismo y la altura de miras espiritual. No tengo suficiente memoria para recordar cuantas semanas podrían pasar sin salir del confinamiento místico al que nos sometía el P. Fueyo y, es cierto, que algunos jueves dábamos rienda suelta a nuestra presunción de inocencia, siempre con moderación, e íbamos a las eras de la llanura manchega para despeinarnos jugando al fútbol. En definitiva, para encierro, los de aquella época.

Por no hablar de las tandas de ejercicios, estos sí, no pasaban de la semana, no íbamos a practicar los de los jesuitas que, aparentemente, eran más duraderos, faltaría plus, por los que, como si fueran las horcas caudinas, estábamos obligados a reflexionar antes de cruzar el umbral del siguiente estadio de nuestro crecimiento espiritual. Aquellas reclusiones, fueran las más continuadas o las más puntuales, las llevábamos, al menos el que esto suscribe, con no poco esfuerzo, una notable desgana, por no señalar que con escaso convencimiento de que aquel silencio, salvo para rezos y devociones, impuesto, fuera de gran utilidad. Pero sobrevivimos, “ad majorem Dei gloriam”.

Y en eso estoy, la friolera de 47 años después, en este mustio sábado, dilucidando si he vuelto a mi otra vida, si el fin del mundo está al caer, si el goteo del agua del canalón está perdiendo su musicalidad. Si terminará por escampar más pronto que temprano. Mientras, añado hummus a la lista de la compra. Creo que he pillado el truco a la tienda de la gasolinera. Si me presento mañana a las 7, apenas abra, seguro que encontraré hasta papel higiénico.

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