Hoy ha sido un día tristón. Ninguno de los cuatro hemos
traspasado la cancela de la casa ni un centímetro, ni siquiera para dar la
vuelta a la manzana con alevosía nocturna como hizo mi hija antes de ayer. Para
enredar más las cosas, la brillante luminosidad del Levante español, tan particular
en estas fechas de principios de primavera, ha quedado cubierta, primero por nubarrones
grises, poco a poco transformados en negros y, finalmente, en la lluvia que no
ha dejado de caer en toda la tarde.
Por fortuna, el patio es lo bastante amplio como
para poder hacer algo de ejercicio, estirar las piernas y eliminar las hojas
secas de los geranios. Incluso de acariciar los gatos salvajes que acuden,
siempre hambrientos, al refugio de las croquetas. Lamerones, por usar una
expresión de mi madre. En cuanto al ejercicio, veo a un tipo en la televisión
que afirma haber corrido una maratón en su terraza de siete metros cuadrados. Yo
me conformo con hacer, una docena de veces, el giro a la vivienda. Una vez para
mirar el limonero, me he entretenido contando cuantos limones -producen fruto
dos veces por año, algo de lo que mi padre siempre se admiraba- cuelgan de sus
ramas. Siete.
Pero las últimas lluvias han adelantado la floración
del azahar y tiene toda la pinta que para la próxima vendimia ¿se vendimian los
limoneros? la cosecha, como mínimo, se duplicará. Aburrido, termino por
sulfatar el almendro, eliminar las hojas secas de la buganvilla, quitar unos
tallos secos en las matas de menta, amontonar los troncos de la leñera contra
la pared como si esto fueran los Alpes, podar el granado para que podamos
circular mejor alrededor de la casa, aunque supongo que es un poco tarde para
podas, excavar la tierra endurecida en torno al pequeño laurel para que broten
hojas frescas con que aderezar las lentejas. Vamos, lo que suelo hacer un día
sí y otro no a lo largo del año.
Una vez que la lluvia me ha confinado aún más, me
recluyo en mi despacho. “Papa ya está en la cueva”, dice mi hija, preocupada
por si las entrevistas de trabajo realizadas la semana pasada, obtendrán una
respuesta positiva y en los próximos días. Demasiado pedir, demasiada
impaciencia en mi opinión. Con los años, esa enfermedad, se curará, lo sé por
experiencia propia. Aunque nunca se sabe. El mundo, esperemos, cogerá velocidad
de nuevo y, previsiblemente, todos saldremos de esta pesadilla de la que, hasta
hace no mucho, nos creíamos ajenos. Aunque los políticos y científicos afirman
que lo peor está por llegar.
No veo ni un solo coche circular por la calle. Como
que la gente, por fin, se hubiera, nos hubiéramos tomado, las advertencias con
mayor rigor y seriedad. Un canalón, que tengo que arreglar, empuja la lluvia cada
vez más pertinaz y abundante sobre un macizo de pensamientos al pie de la
enredadera que cubre el arco de entrada. Llueve y llueve y el ritmo de la caída
del agua, encauzada por el conducto roto, termina por asumir un ritmo cuasi musical.
Un reloj de agua que se acelera cuando la tormenta arrecia, que ralentiza los
minutos cuando escampa. Vuelta a empezar. El fuego de la chimenea me vuelve
pensativo y divagador, el agua de la canaleta: melancólico y distópico.
No se trata de que la mente se escurra por los
pensamientos apocalípticos de las innumerables películas de ciencia ficción a
las que tan aficionado soy. Pero unas cuantas me vienen a la mente mientras observo
que, con la lluvia, han desaparecido de la cerca de cipreses los tonos
amarillentos que generaban el polen acumulado en sus ramas. Incluso en el suelo
se observan, allí donde no han sido arrastrados por el agua, pequeños meandros de
partículas amarillentas, esperando ser barridos hacia el albañal en el próximo
aguacero. ¿Será así la lluvia amarilla, tras una conflagración atómica, a la
que tanto pavor teníamos cuando comenzamos a tener uso de razón, allá a mediados
de los sesenta?
“La carretera” (The Road, 2009), basada en la
excelente novela de Cormac McCarthy, se sitúa en ese marco apocalíptico,
mientras un padre, acompañado de su hijo, viaja hacia la costa, evitando todo
tipo de peligros, malhechores, caníbales, ya no hay animales, no crecen los
cultivos. El padre lucha durante toda la película por inculcar valores y
enseñar a su hijo cómo sobrevivir y mantener la cordura en un mundo donde los
nexos sociales se desvanecen (Wikipedia).
Muy recomendable, aunque mejor para dentro de unos
meses, cuando llegue el verano, cuando las autoridades chinas hayan establecido
controles rigurosos sobre los animales que degustan con fruición en mercadillos
ilegales de animales en Wuhan, cuando los tailandeses dejen de venderles
pangolines y otras especies exóticas, cuando Mercadona vuelva a cerrar a las
21:15 y Vueling haya restablecido los vuelos de El Altet a Orly.
Cuando vuelvan a pasar coches por mi calle y el
vecino saque a pasear a su perro para que mee en la esquina de mi casa. Volveré
entonces a sacar el único remedio que me ha dado resultado. Una cita (inventada)
George Friedrich Nietzsche, filósofo (educado) alemán: “MARRANOS NO SON LOS
PERROS, MARRANOS SON LOS AMOS”. Por cierto, ahora que lo pienso, no es un
vecino, sino una vecina. Lo que preciso por aquello de la inclusión de género,
etc. Un verano entero sin pipí de canes.
Volviendo al retiro, esto es a la reclusión forzosa
que, sin duda, millones de personas, equipararán a chirona, yo que tantos años
he pasado en una celda, ¡ojo, de la variedad convento! es pan comido. Salvo por
la lentitud exasperante del 4G. Algunas veces lo hacía por obligación,
especialmente en el noviciado de Ocaña, aquello sí que era equivalente a la
trena. Querida, sí, pero prisión, al fin y al cabo. Si cabe, era peor, no había
Internet.
Aunque, justo es reconocerlo, teníamos Kempis, vidas
de mártires y vírgenes y, hasta había firmado, un documento por el que
renunciaba a la herencia paternal. Retirado del mundanal ruido. Vamos que
comparado con el alboroto que, hasta en esta galera, nos llega del exterior vía
redes sociales y tertulianos varios, resulta mucho menos complicado sobrevivir
en este aislamiento multitudinario que a la montaña de exhortaciones
moralizantes del bueno del P. Fueyo. Y eso que no llevábamos el cilicio atada
al muslo.
Otras por sublimada, sí, en el altar del ascetismo y
la altura de miras espiritual. No tengo suficiente memoria para recordar
cuantas semanas podrían pasar sin salir del confinamiento místico al que nos
sometía el P. Fueyo y, es cierto, que algunos jueves dábamos rienda suelta a
nuestra presunción de inocencia, siempre con moderación, e íbamos a las eras de
la llanura manchega para despeinarnos jugando al fútbol. En definitiva, para
encierro, los de aquella época.
Por no hablar de las tandas de ejercicios, estos sí,
no pasaban de la semana, no íbamos a practicar los de los jesuitas que,
aparentemente, eran más duraderos, faltaría plus, por los que, como si fueran
las horcas caudinas, estábamos obligados a reflexionar antes de cruzar el
umbral del siguiente estadio de nuestro crecimiento espiritual. Aquellas reclusiones,
fueran las más continuadas o las más puntuales, las llevábamos, al menos el que
esto suscribe, con no poco esfuerzo, una notable desgana, por no señalar que
con escaso convencimiento de que aquel silencio, salvo para rezos y devociones,
impuesto, fuera de gran utilidad. Pero sobrevivimos, “ad majorem Dei gloriam”.
Y en eso estoy, la friolera de 47 años después, en
este mustio sábado, dilucidando si he vuelto a mi otra vida, si el fin del
mundo está al caer, si el goteo del agua del canalón está perdiendo su musicalidad.
Si terminará por escampar más pronto que temprano. Mientras, añado hummus a la
lista de la compra. Creo que he pillado el truco a la tienda de la gasolinera.
Si me presento mañana a las 7, apenas abra, seguro que encontraré hasta papel
higiénico.
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