“Apaga la luz que ya se ha
hecho de noche”
– me dijo mi padre. Era la hora de la siesta y estábamos a la sombra del
ciruelo que ocupa un rincón del patio. Una tierra de nadie, las raíces y la
sombra del ciruelo no permiten cultivar nada en un par de metros alrededor, entre
los surcos donde él mismo había sembrado los ajos el último noviembre y la
parcelita de judías verdes plantadas apenas un par de meses atrás. El ciruelo,
variedad claudia, apenas dos palmos de esqueje clavado en el suelo cuando yo
era pequeño, al menos así lo recuerdo, ha crecido, con cierta desmesura, a lo
largo de los años, sobrepasando un par de metros el tapial de adobe. En los
atardeceres de verano, uno de los lugares favoritos para el vuelo esquivo y
atormentado de los vencejos que anidan en la portada.
Al principio creí no haberlo entendido
correctamente, pero cuando insistió: “No
te he dicho que apagues la luz”, miré escéptico al cielo para observar,
como no podía ser de otra manera, en aquella tarde de agosto abrasadora, que el
sol lucía en todo lo alto. Ni una sóla nube en el límpido azul de Castilla la
Vieja. Fue en ese preciso instante cuando me percaté de que la caída de la
bicicleta días atrás, a pesar de lo que habían dicho los médicos en la capital,
quizá con demasiada celeridad, comenzaba a tener consecuencias serias. Muy graves.
No sorprendentes, claro, después de todo, lo raro, en un anciano de 91 años, es
que no se hubiera quebrado un par de huesos, incluso la cabeza, pese que
bromeábamos que la tenía más dura que un tronco de roble.
En realidad, de eso me dí cuenta “a posteriori”, durante
los últimos días había habido otras señales poco alentadoras de que el abuelo
viejo, como le llamábamos cariñosamente, había mostrado. Por ejemplo, los
lapsos de tiempo. Como el jueves, cuando a media tarde se encaminó, todo
decidido, a la calle para ir a la misa de lo que él creía que era domingo por
la mañana. Que no fuera a echar de comer a las gallinas el pan duro remojado en
agua, como había hecho durante décadas, y quitar los huevos con la latilla -una
lata de sardinas adaptada para la ocasión- también resultaba chocante.
Aunque lo más inaudito, sin duda, después de una
semana del accidente, es que pasara la mañana sentado en el patio y ni una sóla
vez se hubiera puesto a regar ni los tomates ni las cebollas. De las dalias,
ligeramente mustias, en un antiguo barreño descascarillado, no solía hacer
mucho caso. Pero desde que se jubiló, las escasas fincas de cereal las llevaba
un aparcero, el huerto del patio era la mitad de su vida y casi la totalidad de
sus ocupaciones. Desde que cavaba la tierra con las últimas lluvias de abril,
hasta que pasado el puente de diciembre recogía en un hato los palos retorcidos
por donde habían trepado los hilos de las alubias verdes.
Ni una sóla vez había hecho intención de regar, eso
que cada vez que salía al patio tenía que pasar por encima de la manguera, ni
siguiera hizo ademán de mandarme hacerlo. Cuando yo, tras unos minutos de
espera para ver si reaccionaba, echaba la manguera en el surco, como si no
quisiera verlo, se ponía a mirar los cumbreras del tejado de la antigua cuadra,
recientemente retejada. Con la mirada perdida en la chopera que sobresalía por
encima del tejado. Donde comenzaba la cañada que conducía a los roturos y
barbechos.
El huerto lo había ampliado desde que se jubiló.
Ahora ocupaba más de la mitad del patio, en pequeños rectángulos, irregulares y
desordenados, cada uno con su especialidad. Aquí calabacines, allá pepinos, más
allá berzas. La tierra había sido su medio de vida desde los catorce años y la
tierra, ahora ya en la superficie reducida del patio, seguía ocupando sus
quehaceres. Por eso, el que desde hacía una semana no se hubiera ocupado ni lo
más mínimo de regarlo, de quitar alguna broza o atar las tomateras a las
estacas de salce era el peor signo de que su cabeza estaba en otra cosa. Quizá
en su nueva vida de desmemoria.
“Padre, parece que esta
semana ya acaban de cosechar” o “Padre, este año no va a
haber mucha fruta”, le decía. Frases comunes, a las cuales, pese a su
sordera, aunque fuera de manera lacónica, unas semanas antes, hubiera
respondido. Casi siempre las mismas respuestas, año tras año, pues iguales eran
las preguntas. “Sí, Abundio anda muy suelto
con el tractor” (por diligente) o “Heló
muy fuerte para San Isidro”. Pero en esta ocasión en lugar de responder se
limitó a cruzar los brazos sobre la mesa amarilla, propaganda de una marca de
bebidas tónicas, apoyar su cabeza sobre ellos y comenzar a dormitar. O al menos
aparentarlo. Ni una sóla palabra.
El patio hubo una época que sólo había sido patio.
Un espacio tradicional en las casas castellanas que lo mismo servía para hacer
la matanza antes de las Navidades que para esquilar las ovejas antes de la
llegada del calor o comer en familia alargada el día del Santo Patrón. El
ciruelo siempre había estado allí. De niños solíamos subirnos a sus ramas, muy
quebradizas a vendimiar las ciruelas, los raros años que las heladas no mataban
la floración. Mi padre, no estoy muy seguro de que fuera cierto, siempre
aseguró que el esqueje original se lo había dado el suyo. Sacado de uno que, el
abuelo de verdad, tenía en la huerta del otro lado del río Negro, no muy lejos
del Turruntero. En todo caso, mi padre tenía un gran aprecio por aquel árbol
que, con el paso de los años, se había ido apoderando de aquella esquina del
patio. No dejaba que nadie lo podara, ni lo regara, mucho menos, una vez que
crecimos, que quitáramos las ciruelas.
Yo recuerdo el ciruelo como un árbol no mucho más
grande que nosotros, chavales de 7 u 8 años. Sobre todo, lo recordaba porque a
su sombra, es un decir, porque era enero, se difuminó una de las primeras
ilusiones infantiles que tengo en la memoria. Para Reyes había pedido una vaca.
De las de leche, pintas, blanca y negra, como las que él tenía en la vecina
cuadra, en la aldea llamadas pías. Y efectivamente, a cambio de un bozal de
avena que dejé el cinco por la noche en la ventana del piso bajo, los Magos me
trajeron una vaca. Eso sí, era de cartón, un recortable de no más de 30
centímetros.
Pero la silueta se parecía enormemente a la “Tulia”
(me pregunto de dónde sacaron ese nombre para una vaca lechera), la más
testaruda, pero la más lechera de la media docena que tenía mi padre. El día que
retomamos las clases con Don Tino, por las prisas o el nerviosismo, tras jugar
con ella, la vaca quedó olvidada, apeada al tronco del ciruelo. Más bien atada
con una cuerda. Para que no se escapara. Enero era enero y aquella noche cayó
una nevada, como dicen en la aldea “de las de antes”. Aunque en aquella época, mediados
de los sesenta, ya era antes. Cuando al día siguiente fui a recoger mi vaca, el
cartón estaba retorcido por la humedad y de las pintas negras no quedaba nada,
salvo algunos copos de nieve ennegrecidos por la tinta diluida. Para mí, el
ciruelo se convirtió en el camposanto, intocable, desde donde mi Tulia fue
transportada, una noche de nevada, al paraíso donde habiten las vacas lecheras.
Para mi padre siguió siendo el ciruelo que había heredado del suyo.
La situación de mi padre, con el paso de los días,
no mejoró, más bien al contrario. Ya muy raramente levantaba la vista para
mirar por encima del tejado. Donde comenzaba la cañada que conducía a los
roturos y barbechos. Se pasaba las horas con la cabeza entre los brazos de la
mesa de refrescos. Ni siquiera le llamaba la atención la llegada del panadero, menos
aún, había tenido afición a hojearlo, que le dejara encima la mesa el Diario
Palentino. A las sólas llamadas que atendía eran a las del almuerzo (¡Abuelo, a comeeeeeeeeeer!). O ya, cuando
el sol caía y comenzaba a refrescar, se encaminaba, sin mediar palabra, al
cuarto de estar.
El último día de las vacaciones de verano, sin
embargo, ocurrió un pequeño milagro. Yo no le había dicho que me iría al día
siguiente. Quizá se lo había comentado alguien, quizá lo dedujo al ver que
metía los tomates, de los que él ya no había regado, en una jaula de plástico.
Pero cogió su azada, desgastada por el uso, casi convertida en otra extremidad
de su cuerpo durante tantos años, y se acercó al ciruelo. Por un momento,
apenas tenía fuerzas, pensé que iba a golpear el tronco, no sé, inmerso en alguna
extraña locura de la memoria y los recuerdos que, a estas alturas, debían de
abrumar sus duermevelas. Pero no, en la base del tronco, separado como medio
metro, acogido a la humedad que emanaba del cercano albañal, había crecido un
hijuelo de apenas 25 centímetros. Aunque mi padre apenas si tenía fuerza para
tenerse en pié, la habilidad con la azada, como los tenistas veteranos con la
raqueta, no se le había escapado. Así que en menos de 10 minutos se las apañó
para excavar por debajo del plantón y sacarlo intacto, con las raíces al
completo. Como no llevaban tierra, pensé que, difícilmente, durarían el largo
viaje de regreso.
Con una mano me entregó la azada, con la otra el
plantón de ciruelo. Nunca jamás he visto a mi padre llorar. En esta ocasión, me
pareció, sólo me lo pareció, advertir sus ojos ligeramente vidriosos. Acaso me
lo imaginé. Poco dado a las palabras y menos en aquella situación de olvido que
le acosaba (“Apaga la luz que se ha hecho de noche”) lo que menos esperaba yo era
un solemne discurso en torno a la herencia familiar de ciruelos, azadas y recuerdos.
Unas frases definitivas sobre el valor eterno que comporta el cultivo de la
tierra generación tras generación, un sentido discurso sobre la necesidad
insoslayable de buscar, en el afán de todos los días, que la existencia de los
que te siguen sea menos penosa que la tuya propia.
Pero no, mi padre nunca ha sido muy dado a perder su
tiempo en hablar. Así que me dijo lo mismo que me había dicho centenares de
veces: “Conduce despacio, que, aunque llegues una hora más tarde no pasa nada”.
Así que aquí estoy yo, he conducido muy lentamente, casi medianoche en medio del patio, del mío, excavando un hoyo, lo
suficientemente profundo para que el ciruelo arraigue sin problemas. Tengo mis
dudas. Ochocientos kilómetros al sur no es nada fácil que el ciruelo se adapte
a esta climatología tan agostada. Menos aún con este rebrote que debe de arrastrar
la huella genética de decenas de gélidos inviernos y una infinidad de arrugas
de la meseta. De repente, sin ton ni son, me ha venido a la cabeza una frase del
Libro de los Proverbios: “La esperanza que se demora, es tormento del corazón;
mas árbol de vida es el deseo cumplido”.
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