viernes, 30 de mayo de 2014

LA ROSA ROJA DE LA TRANSICIÓN

 En 1979, tras una agresión ultraderechista
Así, como el título de esta entrada, es como apodaban en los círculos militantes, tan bulliciosos como comprometidos con la causa, cualesquiera que ésta fuera, a Josefina López-Gay. Lo de ser militante de la izquierda, más a la izquierda y un poco más a la izquierda, en 1979, no era algo que pudiera ser tomado a broma. Menos si eras una firme y atractiva candidata del Partido del Trabajo de España, de ideología marxista-leninista de tendencia maoísta. ¡Ahí es nada! Sin olvidarnos de que era la presidenta de la Joven Guardia Roja y que Pina, como era conocida por la prensa, había sufrido dos consejos de guerra y, más tarde, escaparía a un intento de secuestro, durante el golpe de Tejero en 1981. Amén de agresiones varias.

A Pina la conocí a la pata coja, durante una reunión de emergencia, en una sala de las de visita que había a la derecha, según se entraba en la portería del convento dominicano de S. Pedro Mártir, subiendo a La Moraleja (ahora, cuando radian los atascos en Madrid, se conoce como “la cuesta de los dominicos”; pues ahí, aunque entonces no había aglomeraciones). Era un jueves, hacia mediados de junio, por la tarde. Acudió, tan maravillosamente guapa, y más, a como aparecía en las fotos de Cambio 16. Etérea bajo su melena lisa y su gracejo andaluz llegó Inés (nom de guerre), con una compañera, quiero decir, camarada, para salvar el congreso del Partido del Trabajo de España, cuya celebración estaba prevista el fin de semana siguiente en el Salón de Actos de los susodichos padres dominicos. Vaporosa y ondulante en una maxifalda floreada y unas sandalias que arrastraban el polvo de incontables mítines en las barriadas obreras del sur de la capital y decenas de alborotadas asambleas en las aulas de la Complutense. Al norte. El pánico era recíproco.

Yo acudí para salvarme a mí mismo de lo que pensaba era (penalti) y expulsión segura del claustro, disolución ipso facto de mis votos religiosos. En alguna esquinita de mi alma piadosa hasta temía la excomunión, incluso el fuego eterno,  si aquel contubernio que se preparaba en el salón de actos se llegaba a celebrar. Sin comerlo ni beberlo, con mis ingenuos veintitrés años allí estaba yo discutiendo con una de las musas más curtidas de la Transición, acusándola de haberme metido en un lío que, cuando menos, iba a finiquitar mis ideales religiosos en el peor de los casos, y con un poco de suerte, el castigo no podía calificarse de inferior, dar con mis huesos de por vida en el internado escolar de Valladolid, como vulgar profesor de alguna maría insoportable.

Cuando a principios de curso, los jóvenes teólogos y filósofos nos votábamos cargos y responsabilidades, como jardinero, sacristán, bibliotecario, etc. a mí me había tocado, algo que no me disgustaba en absoluto, ocuparme del mantenimiento del salón de actos, la proyección de películas, iluminación de las obras teatrales y adecentar el vetusto estudio de radio reconvertido en sala de profesores. Entre otras tareas que nos autoasignamos en nuestro imparable voluntarismo, junto con el siempre servicial Luis Alberto Rey que tan desgraciadamente, años más tarde, terminó sus días en la lejana Seúl, estaba la de repintar el techo del citado salón. Nuestro admirado genio de la arquitectura Miguel Fisac -que tantas maravillas había diseñado, desde la extraordinaria vidriera hasta los mismísimos sillones de la sala de visitas donde discutía con Pina- como tantos artistas, no siempre avenía adecuadamente la parte práctica con la estética.

La cubierta ondulada del salón era un prodigio de sonorización perfecta y a la vez una obra maestra para la retención del agua de lluvia. Las goteras se convertían, a poco que lloviera, en un chorreo insufrible sobre el patio de butacas, los charcos abundaban en el suelo y las filtraciones dejaban unas manchas inmensas en el techo blanco. Así que Luis Alberto, mismamente yo y algunos generosos compañeros (correligionarios más bien, no camaradas) dedicamos parte de la primavera a repintar el techo, con la mala suerte de que al mover uno de los andamios mi rodilla quedo atrancada entre un brazo de butaca y la tubular del andamio. Consecuencia, el líquido sinovial puso la rodilla como un botijo, con posible rotura de menisco. Todo ello sin tocar una maldita pelota de fútbol.

El salón de actos, en aquellos años revueltos donde escaseaban los espacios públicos en Madrid, y menos para actividades semiclandestinas, era alquilado al primer postor, sin hacer preguntas. Por lo menos no demasiadas, sobre de dónde venías y a dónde te dirigías. En la ebullición de la época, nuestra generosidad, acompañada con el óbolo que incitaba nuestra disponibilidad, todo hay que decirlo, compaginaba a las mil maravillas con la necesidad de decenas de organizaciones de todo pelaje que pasaban sus días, a veces también sus madrugadas, en reuniones y debates perpetuos e interminables. Por allí pasaron asociaciones de enfermeras, conciertos de cantantes protesta, o grupos folkloricos (Aguaviva ensayaba su mítico «Poetas Andaluces»). El sindicato USO, por ejemplo, celebró en el mismo lugar su asamblea constituyente y, según contaban nuestros próceres, unos años antes, hasta el mismísimo Marcelino Camacho había tenido que saltar la tapia posterior del convento, enfundado en su conocido jerséi de cuello de cisne, cuando en plena clandestinidad de CCOO se vió obligado a poner piés en polvorosa tras que le advirtieran de la inminente llegada de la pasma.

Así que cuando Pina había venido unas semanas antes para reservar el teatro para un fin de semana donde, según ella, iba a tener una reunión de “boy scouts” y sus líderes, las 12.000 pesetas que aportarían por las molestias de la ocupación (“pagar la luz, la limpieza la hacemos nosotros mismos el sábado por la mañana”) parecían hasta excesivas para un movimiento paraeclesial que en muchas parroquias madrileñas era usado por coadjutores y arciprestes para que los adolescentes se desfogaran en la sierra madrileña los fines de semana.

Así que allí estaban mis dominios, recién pintado el techo, barridos los suelos, fregados los pasillos, cuadro de mandos eléctrico en perfecto funcionamiento, sillas y mesas cuidadosamente preparadas en el escenario para que nuestros esforzados, honrados y corteses “boy scouts” tuvieran su función del fin de semana. Que dilucidaran en pacíficas discusiones las modalidades óptimas de ayuda para ayudar a las ancianitas a cruzar los semáforos. En una de las visitas para chequear que el equipamiento era correcto y los micrófonos funcionaban, héte aquí que al acercarme al vestíbulo un grupo de animosos jóvenes estaban decorando diversos carteles. Y aquello no parecían lemas muy apropiados para “boy scouts”: “La tierra para quien la trabaja”, “Solidaridad con los presos”, “Pan, trabajo y libertad” y una larga retahíla de eslóganes. A cual más pernicioso.

Que la hoz y el martillo apareciera en todas y cada una de las pancartas acababa de rematar la visión apocalíptica en la que me encontraba inmerso. Una reunión sindical de obreros del metal, pase en nombre de nuestra conciencia social cuyos ecos nos llegaban de forma teórica desde las aulas, situadas a apenas 100 metros de distancia de las pancartas marxistas-leninistas recién descubiertas. Vista gorda al concierto de Agua Viva y sus míticos poetas andaluces. Nada que decir con la asamblea de enfermeras reclamando salarios justos. Pero que el mismo Lucifer en forma de hermosa mujer ataviada con un halo de radicalismo y vanguardia solidaria me hubiera tomado el pelo era el acabóse.

Para más inri por sus venas de sangre azul corrían señas de identidad revolucionaria y marxista. El no va más. Una cosa era que nuestro, excelente, profesor de Edmund Husserl y su fenomenología, Chus Villarroel nos invitara a hojear ‘El Capital’, o por lo menos soportar la lectura de algunos extractos y otra bien diferente que 600 aguerridos y aguerridas, claro, militantes cantaran a grito pelado “La Internacional”. Todo ello, mientras al otro lado del patio, en la iglesia, bajo la hermosa vidriera de Fisac, los fieles entonaban devota y fraternalmente lo de “En este mundo que Cristo nos da”. ¡Dios salve a Bob Dylan!

De alguna manera, la noticia de que algo raro estaba pasando y de que los “boy scouts” no eran tales se había filtrado hasta llegar a los más altos responsables de la comunidad dominicana, padre prior incluído. Así que allí estaba yo un jueves por la tarde, recostado en uno de los sofás, pues no podía doblar la pierna, intentado convencer a mi Pina del enorme dilema al que un humilde estudiante de teología y una combativa radical se enfrentaban. Era su asamblea subversiva contra la disolución de mis votos de pobreza, castidad y obediencia. O viceversa.

Las 12.000 pesetas, con toda seguridad, no iban a amansar al ala ultraconservadora de la comunidad de dominicos, los mismos que se delectaban con el semanario “Fuerza Nueva” y, si lo pillaban, escondían “El País” en la papelera, mientras tildaban al ABC como de izquierdoso. Ya me veía yo el lunes camino de la estación de Chamartín para coger el tren que salía para Palencia a las 8:25. Era junio, así que llegaría a tiempo para la sementera de la patata tardía, sobrado de tiempo para la siega de la cebada temprana. Al menos mi padre dispondría de obra barata. Si Pina supiera…

Yo no tenía muchas armas, excepto la de la llave de entrada al salón de actos. Afortunadamente Pina, pese a resultar tan avezada en la lucha de clases, habilidosa en sus debates infinitos y eternas jornadas solidarias no tenía muchas más. Bien sabía que si yo no entregaba la llave, la asamblea constituyente no se celebraría ese domingo. Impensable buscar otro espacio tan grande en tan corto espacio de tiempo con la policía pisándoles los talones. Así que por su bien y el mío llegamos a un acuerdo. Adiós, al menos en el aparcamiento de la entrada, a la dialéctica de clases y al castillo de cartas de las superestructuras capitalistas.

Tras pedir encarecidamente disculpas por no haberme dicho la verdad desde el principio –¿quien era yo, imberbe estudiante de una antigualla como la metafísica tomista, para rechazarlas, procedentes de tal belleza de la progresía y adalid de la dialéctica ideológica de la Joven Guardia Roja?- quedamos en que una vez llegados los delegados, éstos, con la mayor discreción posible, se meterían en el salón y, en ningún caso, harían corrillos en el patio donde solían aparcar sus Mercedes los feligreses y, menos aún, sacarían ni una sóla de sus revolucionarias pancartas fuera del salón. Cantar que cantaran lo que quisieran, pero siempre con las puertas cerradas. Ya dije que la sonorización era excelente, la insonorización no le iba a la zaga.

La rosa roja de la transición cumplió su palabra. El domingo a mediodía, cuando fui a inspeccionar mis predios, el salón echaba humo, tanto físico como ideológico, en esos debates perennes, todo quisqui fumaba tanto o más que discutía, lo que ya es decir; los muros estaban cubiertos de pasquines; los debates y los cánticos se sucedían lindando con la insurrección. Allí, en el centro geográfico de la mesa de presidencia, estaba esplendorosa mi Pina, bien controladas todas sus hordas marxistas leninistas de tendencia maoísta. Estoy seguro de que, aunque hubiera aparecido algún feroz cachorro de los Guerrilleros de Cristo Rey, también lo habría amansado.

A escasos 200 metros, la feligresía de la misa de 12 –mayormente de la alta-altísima burguesía de la cercana  Moraleja- compuesta por un público más que adinerado, marquesas varias, damas de honor de Su Majestad y discretos empresarios a los que en aquel entonces exhibir su riqueza les daba vergüenza, escuchaban con fervor aquello de “Uno de la gente le dijo: Maestro, dí a mi hermano que reparta la herencia conmigo” (Mt. 12, 13). En la otra esquina del patio, puertas cerradas a cal y canto, mi Pina, puño en alto, se desgañitaba con lo de “Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan y gritemos todos unidos viva la internacional”.


Para bien o para mal, yo continué con mis votos incólumes, con mi sosegada  existencia en el claustro, aunque cada vez más escéptico ante las cinco vías del Aquinense para probar la existencia divina. Y Pina-Inés, que además de abanderada de la revolución era una auténtica dama de la oligarquía andaluza, apareció el martes con una botella de Rioja en sus dulces y delicadas manos, para agradecerme tanta comprensión hacia la clase explotada y trabajadora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario