En 1979, tras una agresión ultraderechista |
Así, como el título de esta entrada, es como apodaban en los círculos
militantes, tan bulliciosos como comprometidos con la causa, cualesquiera que ésta fuera, a Josefina López-Gay.
Lo de ser militante de la izquierda, más a la izquierda y un poco más a la
izquierda, en 1979, no era algo que pudiera ser tomado a broma. Menos si eras una
firme y atractiva candidata del Partido del Trabajo de España, de
ideología marxista-leninista de tendencia maoísta. ¡Ahí es nada! Sin
olvidarnos de que era la presidenta de la Joven Guardia Roja y que Pina, como
era conocida por la prensa, había sufrido dos consejos de guerra y, más tarde,
escaparía a un intento de secuestro, durante el golpe de Tejero en 1981. Amén de agresiones varias.
A Pina la conocí a la pata coja, durante una reunión de emergencia, en
una sala de las de visita que había a la derecha, según se entraba en la
portería del convento dominicano de S. Pedro Mártir, subiendo a La Moraleja
(ahora, cuando radian los atascos en Madrid, se conoce como “la cuesta de los
dominicos”; pues ahí, aunque entonces no había aglomeraciones). Era un jueves,
hacia mediados de junio, por la tarde. Acudió, tan maravillosamente guapa, y
más, a como aparecía en las fotos de Cambio 16. Etérea bajo su melena lisa y su
gracejo andaluz llegó Inés (nom de guerre),
con una compañera, quiero decir, camarada, para salvar el congreso del Partido
del Trabajo de España, cuya celebración estaba prevista el fin de semana
siguiente en el Salón de Actos de los susodichos padres dominicos. Vaporosa y
ondulante en una maxifalda floreada y unas sandalias que arrastraban el polvo
de incontables mítines en las barriadas obreras del sur de la capital y decenas
de alborotadas asambleas en las aulas de la Complutense. Al norte. El pánico
era recíproco.
Yo acudí para salvarme a mí mismo de lo que pensaba era (penalti) y
expulsión segura del claustro, disolución ipso facto de mis votos religiosos. En
alguna esquinita de mi alma piadosa hasta temía la excomunión, incluso el fuego
eterno, si aquel contubernio que se
preparaba en el salón de actos se llegaba a celebrar. Sin comerlo ni beberlo,
con mis ingenuos veintitrés años allí estaba yo discutiendo con una de las
musas más curtidas de la Transición, acusándola de haberme metido en un lío
que, cuando menos, iba a finiquitar mis ideales religiosos en el peor de los
casos, y con un poco de suerte, el castigo no podía calificarse de inferior,
dar con mis huesos de por vida en el internado escolar de Valladolid, como vulgar
profesor de alguna maría insoportable.
Cuando a principios de curso, los jóvenes teólogos y filósofos nos
votábamos cargos y responsabilidades, como jardinero, sacristán, bibliotecario,
etc. a mí me había tocado, algo que no me disgustaba en absoluto, ocuparme del
mantenimiento del salón de actos, la proyección de películas, iluminación de
las obras teatrales y adecentar el vetusto estudio de radio reconvertido en
sala de profesores. Entre otras tareas que nos autoasignamos en nuestro
imparable voluntarismo, junto con el siempre servicial Luis Alberto Rey que tan
desgraciadamente, años más tarde, terminó sus días en la lejana Seúl, estaba la
de repintar el techo del citado salón. Nuestro admirado genio de la
arquitectura Miguel Fisac -que tantas maravillas había diseñado, desde la
extraordinaria vidriera hasta los mismísimos sillones de la sala de visitas
donde discutía con Pina- como tantos artistas, no siempre avenía adecuadamente
la parte práctica con la estética.
La cubierta ondulada del salón era un prodigio de sonorización
perfecta y a la vez una obra maestra para la retención del agua de lluvia. Las
goteras se convertían, a poco que lloviera, en un chorreo insufrible sobre el
patio de butacas, los charcos abundaban en el suelo y las filtraciones dejaban
unas manchas inmensas en el techo blanco. Así que Luis Alberto, mismamente yo y
algunos generosos compañeros (correligionarios más bien, no camaradas)
dedicamos parte de la primavera a repintar el techo, con la mala suerte de que
al mover uno de los andamios mi rodilla quedo atrancada entre un brazo de
butaca y la tubular del andamio. Consecuencia, el líquido sinovial puso la
rodilla como un botijo, con posible rotura de menisco. Todo ello sin tocar una
maldita pelota de fútbol.
El salón de actos, en aquellos años revueltos donde escaseaban los
espacios públicos en Madrid, y menos para actividades semiclandestinas, era
alquilado al primer postor, sin hacer preguntas. Por lo menos no demasiadas,
sobre de dónde venías y a dónde te dirigías. En la ebullición de la época,
nuestra generosidad, acompañada con el óbolo que incitaba nuestra
disponibilidad, todo hay que decirlo, compaginaba a las mil maravillas con la
necesidad de decenas de organizaciones de todo pelaje que pasaban sus días, a
veces también sus madrugadas, en reuniones y debates perpetuos e interminables.
Por allí pasaron asociaciones de enfermeras, conciertos de cantantes protesta, o
grupos folkloricos (Aguaviva ensayaba su mítico «Poetas Andaluces»). El
sindicato USO, por ejemplo, celebró en el mismo lugar su asamblea constituyente
y, según contaban nuestros próceres, unos años antes, hasta el mismísimo
Marcelino Camacho había tenido que saltar la tapia posterior del convento,
enfundado en su conocido jerséi de cuello de cisne, cuando en plena
clandestinidad de CCOO se vió obligado a poner piés en polvorosa tras que le
advirtieran de la inminente llegada de la pasma.
Así que cuando Pina había venido unas semanas antes para reservar el
teatro para un fin de semana donde, según ella, iba a tener una reunión de “boy
scouts” y sus líderes, las 12.000 pesetas que aportarían por las molestias de
la ocupación (“pagar la luz, la limpieza la hacemos nosotros mismos el sábado
por la mañana”) parecían hasta excesivas para un movimiento paraeclesial que en
muchas parroquias madrileñas era usado por coadjutores y arciprestes para que
los adolescentes se desfogaran en la sierra madrileña los fines de semana.
Así que allí estaban mis dominios, recién pintado el techo, barridos
los suelos, fregados los pasillos, cuadro de mandos eléctrico en perfecto
funcionamiento, sillas y mesas cuidadosamente preparadas en el escenario para
que nuestros esforzados, honrados y corteses “boy scouts” tuvieran su función
del fin de semana. Que dilucidaran en pacíficas discusiones las modalidades
óptimas de ayuda para ayudar a las ancianitas a cruzar los semáforos. En una de
las visitas para chequear que el equipamiento era correcto y los micrófonos
funcionaban, héte aquí que al acercarme al vestíbulo un grupo de animosos jóvenes
estaban decorando diversos carteles. Y aquello no parecían lemas muy apropiados
para “boy scouts”: “La tierra para quien la trabaja”, “Solidaridad con los
presos”, “Pan, trabajo y libertad” y una larga retahíla de eslóganes. A cual
más pernicioso.
Que la hoz y el martillo apareciera en todas y cada una de las
pancartas acababa de rematar la visión apocalíptica en la que me encontraba
inmerso. Una reunión sindical de obreros del metal, pase en nombre de nuestra
conciencia social cuyos ecos nos llegaban de forma teórica desde las aulas,
situadas a apenas 100 metros de distancia de las pancartas marxistas-leninistas
recién descubiertas. Vista gorda al concierto de Agua Viva y sus míticos poetas
andaluces. Nada que decir con la asamblea de enfermeras reclamando salarios
justos. Pero que el mismo Lucifer en forma de hermosa mujer ataviada con un
halo de radicalismo y vanguardia solidaria me hubiera tomado el pelo era el
acabóse.
Para más inri por sus venas de sangre azul corrían señas de identidad revolucionaria
y marxista. El no va más. Una cosa era que nuestro, excelente, profesor de
Edmund Husserl y su fenomenología, Chus Villarroel nos invitara a hojear ‘El
Capital’, o por lo menos soportar la lectura de algunos extractos y otra bien
diferente que 600 aguerridos y aguerridas, claro, militantes cantaran a grito pelado
“La Internacional”. Todo ello, mientras al otro lado del patio, en la iglesia, bajo
la hermosa vidriera de Fisac, los fieles entonaban devota y fraternalmente lo
de “En este mundo que Cristo nos da”. ¡Dios salve a Bob Dylan!
De alguna manera, la noticia de que algo raro estaba pasando y de que
los “boy scouts” no eran tales se había filtrado hasta llegar a los más altos
responsables de la comunidad dominicana, padre prior incluído. Así que allí
estaba yo un jueves por la tarde, recostado en uno de los sofás, pues no podía
doblar la pierna, intentado convencer a mi Pina del enorme dilema al que un humilde
estudiante de teología y una combativa radical se enfrentaban. Era su asamblea subversiva
contra la disolución de mis votos de pobreza, castidad y obediencia. O
viceversa.
Las 12.000 pesetas, con toda seguridad, no iban a amansar al ala
ultraconservadora de la comunidad de dominicos, los mismos que se delectaban con
el semanario “Fuerza Nueva” y, si lo pillaban, escondían “El País” en la
papelera, mientras tildaban al ABC como de izquierdoso. Ya me veía yo el lunes
camino de la estación de Chamartín para coger el tren que salía para Palencia a
las 8:25. Era junio, así que llegaría a tiempo para la sementera de la patata tardía,
sobrado de tiempo para la siega de la cebada temprana. Al menos mi padre
dispondría de obra barata. Si Pina supiera…
Yo no tenía muchas armas, excepto la de la llave de entrada al salón
de actos. Afortunadamente Pina, pese a resultar tan avezada en la lucha de
clases, habilidosa en sus debates infinitos y eternas jornadas solidarias no
tenía muchas más. Bien sabía que si yo no entregaba la llave, la asamblea
constituyente no se celebraría ese domingo. Impensable buscar otro espacio tan
grande en tan corto espacio de tiempo con la policía pisándoles los talones.
Así que por su bien y el mío llegamos a un acuerdo. Adiós, al menos en el
aparcamiento de la entrada, a la dialéctica de clases y al castillo de cartas
de las superestructuras capitalistas.
Tras pedir encarecidamente disculpas por no haberme dicho la verdad
desde el principio –¿quien era yo, imberbe estudiante de una antigualla como la
metafísica tomista, para rechazarlas, procedentes de tal belleza de la
progresía y adalid de la dialéctica ideológica de la Joven Guardia Roja?-
quedamos en que una vez llegados los delegados, éstos, con la mayor discreción
posible, se meterían en el salón y, en ningún caso, harían corrillos en el
patio donde solían aparcar sus Mercedes los feligreses y, menos aún, sacarían
ni una sóla de sus revolucionarias pancartas fuera del salón. Cantar que
cantaran lo que quisieran, pero siempre con las puertas cerradas. Ya dije que
la sonorización era excelente, la insonorización no le iba a la zaga.
La rosa roja de la transición cumplió su palabra. El domingo a
mediodía, cuando fui a inspeccionar mis predios, el salón echaba humo, tanto
físico como ideológico, en esos debates perennes, todo quisqui fumaba tanto o
más que discutía, lo que ya es decir; los muros estaban cubiertos de pasquines;
los debates y los cánticos se sucedían lindando con la insurrección. Allí, en
el centro geográfico de la mesa de presidencia, estaba esplendorosa mi Pina,
bien controladas todas sus hordas marxistas leninistas de tendencia maoísta.
Estoy seguro de que, aunque hubiera aparecido algún feroz cachorro de los
Guerrilleros de Cristo Rey, también lo habría amansado.
A escasos 200 metros, la feligresía de la misa de 12 –mayormente de la
alta-altísima burguesía de la cercana
Moraleja- compuesta por un público más que adinerado, marquesas varias,
damas de honor de Su Majestad y discretos empresarios a los que en aquel
entonces exhibir su riqueza les daba vergüenza, escuchaban con fervor aquello
de “Uno de la gente le dijo: Maestro, dí a mi hermano que reparta la herencia
conmigo” (Mt. 12, 13). En la otra esquina del patio, puertas cerradas a cal y
canto, mi Pina, puño en alto, se desgañitaba con lo de “Arriba los pobres del
mundo, de pie los esclavos sin pan y gritemos todos unidos viva la
internacional”.
Para bien o para mal, yo continué con mis votos incólumes, con mi
sosegada existencia en el claustro,
aunque cada vez más escéptico ante las cinco vías del Aquinense para probar la
existencia divina. Y Pina-Inés, que además de abanderada de la revolución era
una auténtica dama de la oligarquía andaluza, apareció el martes con una
botella de Rioja en sus dulces y delicadas manos, para agradecerme tanta
comprensión hacia la clase explotada y trabajadora.
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