miércoles, 14 de mayo de 2014

EL ABUELO BASÍLIDES

El abuelo Basílides tenía un misterioso tatuaje en el brazo izquierdo que en los días calurosos del verano, cuando no le quedaba otro remedio que arremangarse, se hacía visible para intriga de todos los pequeños de la casa, en una época en que semejantes adornos epidérmicos no estaban tan a la moda entre los actores de Hollywood. A la altura del bíceps, sobre el antebrazo, se perfilaba claramente una serpiente sigilosamente enroscada en tonos azulados, ligeramente desvaídos. Acaso por el largo espacio transcurrido desde la incisión. Yo siempre pensé que aquello era cosa de sus tiempos de soldado en el frente. Nunca llegamos a saberlo a ciencia cierta.

Locuaz para tantas cosas, sobre todo para asuntos de política, de la época de la guerra, en sus inicios debía de tener unos 30 años, apenas hablaba. Sabíamos de oídas que había estado en el frente de Bilbao, reclutado a la fuerza por los franquistas, hacia el final de la contienda. Ocasionalmente, le gustaba hablar de la batalla del Ebro, aunque me parece que nunca llegó a estar allí, de las hazañas del general Líster y del campo de aviación italiano que los fascistas habían montado en un páramo no muy lejos del pueblo para atizar a los milicianos de la cuenca minera, un poco más al norte. Cuando nos atrevimos a preguntarle dónde se había hecho el tatuaje ya era demasiado mayor y no supo, quizá no quiso, decírnoslo. Así que la culebra retorcida será un misterio para siempre.

En el pueblo siempre acarreó fama de rojo y los diversos enfrentamientos que tuvo con algunos vecinos tenían, ciertamente, un trasfondo político. Eso sí, con los tintes habituales de las rencillas seculares de las aldeas: linderones arados más allá de la cuenta o cortes de agua en la vega porque a mi acequia llega del cuérnago antes que a la tuya. El pueblo, cierto, apenas fue tocado directamente por la guerra. Eso sí, los nombres y apellidos de media docena de voluntarios, o más bien involuntarios, aparecían –presentes- en la lápida de la fachada de la iglesia, fallecidos en aquellos terribles años. Hasta que fue quitada en tiempos bastante recientes por un párroco, ¡milagro¡, propenso a la separación Iglesia Estado. De uno, Ildefonso, sé que perdió la vida en el durísimo frente de Teruel, tras el aciago y helador invierno del 37. Aparentemente, su madre enardecida por la propaganda política o por su propio ardor patriótico fue a levantarle de la cama, con 18 años, una mañana que apareció por el pueblo una camioneta de falangistas reclutando personal. A los pocos meses cayó en algún desconocido parapeto. En los libros parroquiales se dice que murió el 28 de enero de 1938 en Cella (Teruel). Sin dar más explicaciones de las causas, fueran las heladas o el plomo. Su madre, dicen, nunca se recuperó de aquella tragedia que ella misma había propiciado.

Mientras, apenas a unos 40 kilómetros, en las minas del norte de Palencia y Asturias, la guerra civil causaba estragos. Los vecinos veían pasar con frecuencia aviones y convoyes hacia las montañas del norte. Incluso se comentaba que en el pequeño aeródromo en la vecindad de Saldaña, del que mi abuelo hablaba, las mozas de los pueblos vecinos se pirraban por retozar con los apuestos pilotos italianos. Los peores momentos ocurrieron tras el estallido de la contienda, cuando el desorden y descontrol reinaban por doquier. En el recuerdo ha quedado el hecho de que en la ermita de Buenavista, a cinco kilómetros, fueron fusilados algunos republicanos traidos prisioneros de las trincheras cercanas. Literalmente, aquí te pillo y unos kilómetros más allá, te mato. Así que no es de extrañar que con las noticias que circulaban en julio y agosto de 1936, el bisabuelo Fidenciano enviara al abuelo Basilídes, todas las noches, a dormir a las adoberas. En las cavidades generadas por la extracción del barro para hacer adobes, a la orilla del río Negro, apenas a un kilómetro de distancia del pueblo, dormía acurrucado, esperando que a ningún envalentonado falangista se le ocurriera aparecer buscando rojos y voluntarios. Ocasionalmente el refugio de las adoberas era cambiado por el monte donde los colmenares y los corrales de los pastores, diseminadas por pinares y majadas, resultaban casi imposibles de hallar.

De hecho, en alguna ocasión las temidas camionetas aparecieron en el pueblo para buscar no a Basilides, que acaso no era de los rojos más destacados, sino a Feliciano que en más de una ocasión había hecho burla del cura yendo desde la iglesia a su casa, un paso por delante de él, entonando coplas zahirientes contra el clero y la recta moral. Llegaron los sublevados y comenzaron a buscar por todo el pueblo a Feliciano. Pasaron la tarde y parte de la noche recorrieron olmedas, apriscos, horneras, desvanes, pajares y paneras sin que dieran con el fugitivo. A nadie, claro está, se le ocurrió buscar en la casa parroquial. Éste, haciendo caso omiso de las coplas y cantares de Feliciano y conocedor de las barbaridades de aquellas cuadrillas volantes, fue él mismo a buscar a Feliciano. Ni corto ni perezoso le escondió en el hueco de la chimenea de su casa. Si difícil es que hubieran indagado en tal lugar semisagrado, la chimenea se convirtió en un escondite perfecto y, sobre todo, salvador.

Así pues, salvo por las consecuencias ineludibles pero relativamente lejanas de la guerra civil, ésta no tuvo grandes repercusiones en el pueblo. La vida, no sin sobresaltos, pero con una cierta rutina, siguió su curso: siembra, siega y trilla, esconder la cosecha para que no fuera requisada y vuelta a empezar. La posguerra fue, si cabe y salvo por los muertos, que ya es demasiado, mucho más complicada. Esta empezó cuando el 1 de abril del primer Año Glorioso, todos los escolares de los alrededores, acompañados de todos los adultos capaces de caminar, banderitas de papel en mano, fueron convocados para celebrar la victoria del Generalísimo en Villabasta, una aldea perdida en un montículo inhóspito en dirección a la capital.

El abuelo Basilides se las ingenió para ocuparse toda la jornada poniendo aguamiel a las abejas del colmenar que poseía en el monte. El que está escondido en medio de un frondoso robledal, poco antes de alcanzar la majada y el cordel de las merinas. Él se tomó aquella silenciosa y solitaria peregrinación, en pos de las abejas, como una suerte de silencioso y solitario homenaje al desarmado y cautivo ejército rojo. De forma y manera que durante muchos años después, incluso cuando ya tenía que apoyarse en la cachaba para recorrer los seis kilómetros que separaban la aldea del colmenar, cada primero de abril, lloviera, saliera el sol o nevara –algo que no era tan raro en los páramos de la meseta- allá que se acercaba. Misteriosa manera de celebrar una derrota. Tan enigmática como la serpiente de su antebrazo.

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