El abuelo Basílides tenía un misterioso tatuaje en
el brazo izquierdo que en los días calurosos del verano, cuando no le quedaba
otro remedio que arremangarse, se hacía visible para intriga de todos los
pequeños de la casa, en una época en que semejantes adornos epidérmicos no
estaban tan a la moda entre los actores de Hollywood. A la altura del bíceps,
sobre el antebrazo, se perfilaba claramente una serpiente sigilosamente
enroscada en tonos azulados, ligeramente desvaídos. Acaso por el largo espacio
transcurrido desde la
incisión. Yo siempre pensé que aquello era cosa de sus
tiempos de soldado en el frente. Nunca llegamos a saberlo a ciencia cierta.
Locuaz para tantas cosas, sobre todo para asuntos de
política, de la época de la guerra, en sus inicios debía de tener unos 30 años,
apenas hablaba. Sabíamos de oídas que había estado en el frente de Bilbao,
reclutado a la fuerza por los franquistas, hacia el final de la contienda. Ocasionalmente,
le gustaba hablar de la batalla del Ebro, aunque me parece que nunca llegó a
estar allí, de las hazañas del general Líster y del campo de aviación italiano
que los fascistas habían montado en un páramo no muy lejos del pueblo para
atizar a los milicianos de la cuenca minera, un poco más al norte. Cuando nos atrevimos
a preguntarle dónde se había hecho el tatuaje ya era demasiado mayor y no supo,
quizá no quiso, decírnoslo. Así que la culebra retorcida será un misterio para
siempre.
En el pueblo siempre acarreó fama de rojo y los
diversos enfrentamientos que tuvo con algunos vecinos tenían, ciertamente, un
trasfondo político. Eso sí, con los tintes habituales de las rencillas seculares
de las aldeas: linderones arados más allá de la cuenta o cortes de agua en la
vega porque a mi acequia llega del cuérnago antes que a la tuya. El pueblo, cierto,
apenas fue tocado directamente por la guerra. Eso sí, los nombres y apellidos de media
docena de voluntarios, o más bien involuntarios, aparecían –presentes- en la
lápida de la fachada de la iglesia, fallecidos en aquellos terribles años. Hasta
que fue quitada en tiempos bastante recientes por un párroco, ¡milagro¡,
propenso a la separación Iglesia Estado. De uno, Ildefonso, sé que perdió la
vida en el durísimo frente de Teruel, tras el aciago y helador invierno del 37.
Aparentemente, su madre enardecida por la propaganda política o por su propio
ardor patriótico fue a levantarle de la cama, con 18 años, una mañana que
apareció por el pueblo una camioneta de falangistas reclutando personal. A los
pocos meses cayó en algún desconocido parapeto. En los libros parroquiales se
dice que murió el 28 de enero de 1938 en Cella (Teruel). Sin dar más explicaciones
de las causas, fueran las heladas o el plomo. Su madre, dicen, nunca se recuperó
de aquella tragedia que ella misma había propiciado.
Mientras, apenas a unos 40 kilómetros , en las
minas del norte de Palencia y Asturias, la guerra civil causaba estragos. Los
vecinos veían pasar con frecuencia aviones y convoyes hacia las montañas del
norte. Incluso se comentaba que en el pequeño aeródromo en la vecindad de
Saldaña, del que mi abuelo hablaba, las mozas de los pueblos vecinos se pirraban
por retozar con los apuestos pilotos italianos. Los peores momentos ocurrieron
tras el estallido de la contienda, cuando el desorden y descontrol reinaban por
doquier. En el recuerdo ha quedado el hecho de que en la ermita de Buenavista,
a cinco kilómetros, fueron fusilados algunos republicanos traidos prisioneros
de las trincheras cercanas. Literalmente, aquí te pillo y unos kilómetros más
allá, te mato. Así que no es de extrañar que con las noticias que circulaban en
julio y agosto de 1936, el bisabuelo Fidenciano enviara al abuelo Basilídes,
todas las noches, a dormir a las adoberas. En las cavidades generadas por la
extracción del barro para hacer adobes, a la orilla del río Negro, apenas a un
kilómetro de distancia del pueblo, dormía acurrucado, esperando que a ningún
envalentonado falangista se le ocurriera aparecer buscando rojos y voluntarios.
Ocasionalmente el refugio de las adoberas era cambiado por el monte donde los
colmenares y los corrales de los pastores, diseminadas por pinares y majadas, resultaban
casi imposibles de hallar.
De hecho, en alguna ocasión las temidas camionetas
aparecieron en el pueblo para buscar no a Basilides, que acaso no era de los
rojos más destacados, sino a Feliciano que en más de una ocasión había hecho
burla del cura yendo desde la iglesia a su casa, un paso por delante de él,
entonando coplas zahirientes contra el clero y la recta moral. Llegaron los sublevados
y comenzaron a buscar por todo el pueblo a Feliciano. Pasaron la tarde y parte
de la noche recorrieron olmedas, apriscos, horneras, desvanes, pajares y
paneras sin que dieran con el fugitivo. A nadie, claro está, se le ocurrió
buscar en la casa parroquial. Éste, haciendo caso omiso de las coplas y
cantares de Feliciano y conocedor de las barbaridades de aquellas cuadrillas
volantes, fue él mismo a buscar a Feliciano. Ni corto ni perezoso le escondió
en el hueco de la chimenea de su casa. Si difícil es que hubieran indagado en
tal lugar semisagrado, la chimenea se convirtió en un escondite perfecto y,
sobre todo, salvador.
Así pues, salvo por las consecuencias ineludibles
pero relativamente lejanas de la guerra civil, ésta no tuvo grandes
repercusiones en el pueblo. La vida, no sin sobresaltos, pero con una cierta rutina,
siguió su curso: siembra, siega y trilla, esconder la cosecha para que no fuera
requisada y vuelta a empezar. La posguerra fue, si cabe y salvo por los
muertos, que ya es demasiado, mucho más complicada. Esta empezó cuando el 1 de
abril del primer Año Glorioso, todos los escolares de los alrededores, acompañados
de todos los adultos capaces de caminar, banderitas de papel en mano, fueron
convocados para celebrar la victoria del Generalísimo en Villabasta, una aldea
perdida en un montículo inhóspito en dirección a la capital.
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