Acabo de comenzar a leer otro libro sobre la II Guerra Mundial, uno
más, y, más específicamente, sobre el
nazismo, en este caso compañero de viaje, crueles y sangrientos ambos dos, del
estalinismo. Contrapuestos ideológicamente compitieron por organizar, entre
1933 y 1945 uno de los desastres genocidas más espantosos de la historia de la
humanidad: el asesinato, en múltiples formas, de 14 millones de personas. Con
varias particularidades terribles. A destacar: estamos hablando de 14 millones
de personas, pero ninguno de ellas era soldado, es decir, se trataba de población
civil, y estamos hablando de que todo ocurrió en un espacio reducido, una
franja de terreno
(Timothy Snyder, Bloodlands: Europe Between Hitler
And Stalin, 2010, edición española) relativamente pequeña que
abarcaba la actual Polonia, los países bálticos, Bielorrusia, Ucrania y una pequeña
parte del oeste de Rusia.
Las cifras son asombrosas por terribles. Desde los 5,4 millones
judíos gaseados, tiroteados, dejados morir de hambre en el Holocausto (otros
300.000 perecieron fuera de estas Tierras de Sangre, en otros campos de
concentración más al oeste), o los 3,3 millones, víctimas –principalmente
ucranianas- que se resistieron a la colectivización de Stalin en la Unión
Soviética y perdieron sus vidas en la hambruna, poco antes de comenzar la II
Guerra. Y así hasta llegar a los 14 millones.
Lo de enumerar de esta manera, en grandes cifras, insípidas e
incoloras, a las víctimas de la barbarie, a tantos miles y miles de personas es
precisamente lo que intenta evitar Snyder. Acostumbrados a tantos libros de
historia donde la enumeración de hechos y años resulta rutinaria y termina por convertirse
en banal, la perspectiva de este autor resulta realmente novedosa. Ahora me
acuerdo de mi examen de reválida en 4º de bachillerato donde los apuntes
consistían, básicamente, en enumerar el año exacto de unos 250 acontecimientos
históricos: el concilio de Toledo, la batalla de las Navas de Tolosa, la
batalla de Bailén, etc. etc. Cierto, en los muertos y los perdedores, mi
profesor, el ínclito padre Salustiano Reyero no solía explayarse. Por supuesto,
el libro de texto era demasiado extenso y nos debimos de quedar en la
Revolución Francesa o por ahí.
Como apunta Snyder, cualesquiera que fuera la tecnología del
genocidio: asfixia con el monóxido de carbono de los tubos de escape, ácido cianhídrico,
rociarles tiros en la nuca o enterramientos vivos en fosas comunes, las
matanzas eran personales y bien personales. Para acentuar esta visualización
tan personalizada de la matanza, que tantas veces queda diluida por la futilidad
de los textos escritos tantos años después, cita cómo la gente que se moría de
hambre eran observadas desde las torre de vigilancia por sus guardianes y los
fusilados por el ejecutor, a través de la mirilla: “Antes de que les
asfixiaran, los verdugos tuvieron que mirarlos a la hora de detenerlos, cuando
les subían a los vagones de ganado, observarles cuando les empujaban hasta las
cámaras de gas. Perdieron todas sus posesiones, toda su ropa y, además, si eran
mujeres, también su cabello –Snyder termina de esta manera extraordinaria un
párrafo- “cada uno de ellos murió una
muerte diferente, puesto que cada uno de ellos había vivido una vida
diferente”.
Catorce millones de seres humanos que habían vivido una vida
diferente, unos de los otros. También tuvieron una muerte diferente. Personas
asesinadas mucho peor que animales. Es imposible, naturalmente, describir esa
vida diferente de cada uno de los 14 millones. Por ello, el autor recurre cada
pocos párrafos a citar notas de despedidas encontradas entre los oficiales
polacos fusilados por los rusos en Katyn, cartas de soldados alemanes de
pelotones de fusilamiento enviadas a sus familiares en Alemania, actas de
interrogatorios soviéticas, contabilidad de muertos llevadas con rigurosidad
por los propios asesinos. Insufla, dentro de la áspera descripción histórica, pequeños
soplos de vida para demostrar que esos 14 millones de asesinados eran, antes de
nada, personas. Tenían nombres, apellidos. No pueden ser transformados en
estadística. Tiene que ser tomadas una a una. Puesto que una a una eran diferentes
de las otras.
La rigurosidad de la excelente investigación histórica no debe soslayar
que los muertos eran personas, todos, del primero al último de los 14 millones.
Ni pasar por la tragedia, de puntillas, redondeando los números. Así: “será mejor pensar en las 780,863 personas
diferentes que murieron en Treblinka: como Tamara e Itta Willenberg, cuyos
vestidos quedaron entrelazados, tras que fueran gaseadas o Ruth Dorfmann, que
se echó a llorar junto con el prisionero que le cortaba el pelo, instantes
antes de entrar en la cámara de gas”
Hace unos años visité el campo de exterminio de Madjanek, al lado
de Lublin, en Polonia. Lo que más me sorprendió no fueron las cámaras de gas. Por más que uno
quisiera concentrarse en el tubo del techo por donde introducían el Zylon B resultaba
del todo imposible imaginarse, ni siquiera en lo más mínimo, el horror que atestiguaban aquellas, tan
angustiosas como letales, paredes. Tampoco, quizá porque había visto con
anterioridad muchas fotos, me chocaron en extremo los mortales hornos
crematorios. Lo que me dejó literalmente anonadado fue que un espacio trivial, no
muy alejado de los hornos crematorios, unos ligeros montículos, apenas una hondonada,
que ni siquiera llegaban a formar una mísera colina. Allí, 18.400 judíos fueron
ejecutados, en un solo día: el 3 de noviembre de 1943. Otra vez las cifras
planas. Descerebradas.
La única vez que he podido advertir un poco de color en tanta
negrura fue durante una visita al campo de concentración de Terezín, unos 70
kilómetros al norte de Praga. En el museo se podían ver algunos de los 4.500
dibujos que Freidl Dicker-Brandeis, internada en 1942, escondió poco antes de que en
1944 fuera deportada a Auschwitz, con 60 de sus estudiantes. Me
acuerdo perfectamente del diseño de unas mariposas coloreadas. Eva Dorian, una
de las alumnas que sobrevivió en Terezín dijo de su maestra Dicker-Brandeis “que las clases de arte que impartía a los
niños no eran tanto para aprender a dibujar, sino que servían para que
manifestáramos nuestros sentimientos, para que nos liberáramos de nuestros
miedos”.
Para
que no llegaran a formar parte de las estadísticas anodinas de la historia –muchos
no lo consiguieron- de Tierras de Sangre, como canta Aguaviva en el último soldado
estadísticamente muerto, espera…
El
libro de Snyder, en medio de toda la monstruosa narración de la muerte de 14
millones de personas en los “Bloodlands” hitlerianos y estalinistas, deja un
regusto agridulce pues intenta recuperar las voces de las mismas víctimas. Pero
resulta complicado que la crudeza de los números no termine por convertir en
roma nuestra percepción de la individualidad. La de las víctimas, y la de los
verdugos. Snyder cita certeramente a la poetisa rusa Anna Ahkmatova: “Me gustaría llamaros a cada uno de vosotros
por vuestro nombre, pero la lista ha sido destruida y no hay ningún sitio donde
mirar”
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