viernes, 23 de mayo de 2014

TIERRAS DE SANGRE

Acabo de comenzar a leer otro libro sobre la II Guerra Mundial, uno más,  y, más específicamente, sobre el nazismo, en este caso compañero de viaje, crueles y sangrientos ambos dos, del estalinismo. Contrapuestos ideológicamente compitieron por organizar, entre 1933 y 1945 uno de los desastres genocidas más espantosos de la historia de la humanidad: el asesinato, en múltiples formas, de 14 millones de personas. Con varias particularidades terribles. A destacar: estamos hablando de 14 millones de personas, pero ninguno de ellas era soldado, es decir, se trataba de población civil, y estamos hablando de que todo ocurrió en un espacio reducido, una franja de terreno (Timothy Snyder, Bloodlands: Europe Between Hitler And Stalin, 2010, edición española) relativamente pequeña que abarcaba la actual Polonia, los países bálticos, Bielorrusia, Ucrania y una pequeña parte del oeste de Rusia.

Las cifras son asombrosas por terribles. Desde los 5,4 millones judíos gaseados, tiroteados, dejados morir de hambre en el Holocausto (otros 300.000 perecieron fuera de estas Tierras de Sangre, en otros campos de concentración más al oeste), o los 3,3 millones, víctimas –principalmente ucranianas- que se resistieron a la colectivización de Stalin en la Unión Soviética y perdieron sus vidas en la hambruna, poco antes de comenzar la II Guerra. Y así hasta llegar a los 14 millones.

Lo de enumerar de esta manera, en grandes cifras, insípidas e incoloras, a las víctimas de la barbarie, a tantos miles y miles de personas es precisamente lo que intenta evitar Snyder. Acostumbrados a tantos libros de historia donde la enumeración de hechos y años resulta rutinaria y termina por convertirse en banal, la perspectiva de este autor resulta realmente novedosa. Ahora me acuerdo de mi examen de reválida en 4º de bachillerato donde los apuntes consistían, básicamente, en enumerar el año exacto de unos 250 acontecimientos históricos: el concilio de Toledo, la batalla de las Navas de Tolosa, la batalla de Bailén, etc. etc. Cierto, en los muertos y los perdedores, mi profesor, el ínclito padre Salustiano Reyero no solía explayarse. Por supuesto, el libro de texto era demasiado extenso y nos debimos de quedar en la Revolución Francesa o por ahí.

Como apunta Snyder, cualesquiera que fuera la tecnología del genocidio: asfixia con el monóxido de carbono de los tubos de escape, ácido cianhídrico, rociarles tiros en la nuca o enterramientos vivos en fosas comunes, las matanzas eran personales y bien personales. Para acentuar esta visualización tan personalizada de la matanza, que tantas veces queda diluida por la futilidad de los textos escritos tantos años después, cita cómo la gente que se moría de hambre eran observadas desde las torre de vigilancia por sus guardianes y los fusilados por el ejecutor, a través de la mirilla: “Antes de que les asfixiaran, los verdugos tuvieron que mirarlos a la hora de detenerlos, cuando les subían a los vagones de ganado, observarles cuando les empujaban hasta las cámaras de gas. Perdieron todas sus posesiones, toda su ropa y, además, si eran mujeres, también su cabello –Snyder termina de esta manera extraordinaria un párrafo- “cada uno de ellos murió una muerte diferente, puesto que cada uno de ellos había vivido una vida diferente”.

Catorce millones de seres humanos que habían vivido una vida diferente, unos de los otros. También tuvieron una muerte diferente. Personas asesinadas mucho peor que animales. Es imposible, naturalmente, describir esa vida diferente de cada uno de los 14 millones. Por ello, el autor recurre cada pocos párrafos a citar notas de despedidas encontradas entre los oficiales polacos fusilados por los rusos en Katyn, cartas de soldados alemanes de pelotones de fusilamiento enviadas a sus familiares en Alemania, actas de interrogatorios soviéticas, contabilidad de muertos llevadas con rigurosidad por los propios asesinos. Insufla, dentro de la áspera descripción histórica, pequeños soplos de vida para demostrar que esos 14 millones de asesinados eran, antes de nada, personas. Tenían nombres, apellidos. No pueden ser transformados en estadística. Tiene que ser tomadas una a una. Puesto que una a una eran diferentes de las otras.

La rigurosidad de la excelente investigación histórica no debe soslayar que los muertos eran personas, todos, del primero al último de los 14 millones. Ni pasar por la tragedia, de puntillas, redondeando los números. Así: “será mejor pensar en las 780,863 personas diferentes que murieron en Treblinka: como Tamara e Itta Willenberg, cuyos vestidos quedaron entrelazados, tras que fueran gaseadas o Ruth Dorfmann, que se echó a llorar junto con el prisionero que le cortaba el pelo, instantes antes de entrar en la cámara de gas”

Hace unos años visité el campo de exterminio de Madjanek, al lado de Lublin, en Polonia. Lo que más me sorprendió  no fueron las cámaras de gas. Por más que uno quisiera concentrarse en el tubo del techo por donde introducían el Zylon B resultaba del todo imposible imaginarse, ni siquiera en lo más mínimo,  el horror que atestiguaban aquellas, tan angustiosas como letales, paredes. Tampoco, quizá porque había visto con anterioridad muchas fotos, me chocaron en extremo los mortales hornos crematorios. Lo que me dejó literalmente anonadado fue que un espacio trivial, no muy alejado de los hornos crematorios, unos ligeros montículos, apenas una hondonada, que ni siquiera llegaban a formar una mísera colina. Allí, 18.400 judíos fueron ejecutados, en un solo día: el 3 de noviembre de 1943. Otra vez las cifras planas. Descerebradas.

La única vez que he podido advertir un poco de color en tanta negrura fue durante una visita al campo de concentración de Terezín, unos 70 kilómetros al norte de Praga. En el museo se podían ver algunos de los 4.500 dibujos que Freidl Dicker-Brandeis, internada en 1942, escondió poco antes de que en 1944 fuera deportada a Auschwitz, con 60 de sus estudiantes. Me acuerdo perfectamente del diseño de unas mariposas coloreadas. Eva Dorian, una de las alumnas que sobrevivió en Terezín dijo de su maestra Dicker-Brandeis “que las clases de arte que impartía a los niños no eran tanto para aprender a dibujar, sino que servían para que manifestáramos nuestros sentimientos, para que nos liberáramos de nuestros miedos”.

Para que no llegaran a formar parte de las estadísticas anodinas de la historia –muchos no lo consiguieron- de Tierras de Sangre, como canta Aguaviva en el último soldado estadísticamente muerto, espera…


El libro de Snyder, en medio de toda la monstruosa narración de la muerte de 14 millones de personas en los “Bloodlands” hitlerianos y estalinistas, deja un regusto agridulce pues intenta recuperar las voces de las mismas víctimas. Pero resulta complicado que la crudeza de los números no termine por convertir en roma nuestra percepción de la individualidad. La de las víctimas, y la de los verdugos. Snyder cita certeramente a la poetisa rusa Anna Ahkmatova: “Me gustaría llamaros a cada uno de vosotros por vuestro nombre, pero la lista ha sido destruida y no hay ningún sitio donde mirar”

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