Ningún país ha examinado tan profundamente los agujeros
negros de su historia (todos, absolutamente todos los tienen) como lo ha hecho
Alemania con el nazismo. Seguramente porque fue derrotada. Los vencedores no
son muy dados a revisar sus yerros y desaciertos. La expiación sólo concierne a
los vencidos. No porque los desastres no merecieran ser enjuiciados, que lo
eran. Sino que se lo pregunten a los maoístas de Mao o los estalinistas de Stalin.
Si los disparates fueran un asunto aséptico de cifras y estadística está
probado que superaron a los nazis. Aunque no, y esto es un matiz importante en
el caso de Alemania, el genocidio no estuviera tan programado como con los
nazis –en China fue en gran parte fruto del caos- y desde luego no hubo, en
ninguno de los dos países más al este, esa condescendencia y contribución
masiva, fuere más o menos consciente, según los casos, de una gran mayoría de
la población. Por lo demás, supuestamente, culta, académica, educada, incluso
exquisita. Aunque como dice Hanna "no importa lo quie pienso, no importa lo que siento, los muertos siguen muertos"
Ayer volví a ver The Reader
(“El lector”), cuyo director, Stephen Daldry, a primera vista, parece querer
sacar partido de ésa sorprendente paradoja: la ignorancia o el desconocimiento,
eximiría de la terrible culpa. La afirmación la aplica metafóricamente – en el
rol de Hanna Schmitz, que de manera extraordinaria desempeña Kate Winslet- al analfabetismo de
la protagonista. Ella se limitaba a cumplir órdenes. Como guardiana de un campo
de concentración deja que 300 personas refugiadas en una iglesia ardan vivas “porque
mi misión como guardiana era que no escaparan”. Incluso cuando muchos años
después lo afirma en el juicio, parece que todavía está convencida de que
cumplió adecuadamente con su deber.
Se suponía que entonces, hacia 1959, casi 20 años después de
los hechos, habría encontrado una cierta forma de redención en la literatura
que le leía su amante adolescente. Y en el afecto, claro, del joven de 18 años
(“primero la lectura y después hacemos el
amor”). Pero no ha sido suficiente, la culpa y el pecado no pueden ser
expiados por una simple lista de lectura, cuando menos heterogénea, por
recomendables que sean los libros.
No debe ser fácil redimirse con las “Aventuras de Huckleberry
Finn” o las andanzas de Tintín en “Las siete bolas de cristal”. Quizá la salvación del mal podría haber
llegado por los dos primeros libros que su apasionado amante juvenil le
escenifica en las primeras lecturas, “La Odisea” o “Emilia Galotti”, la obra diocechesca,
en cinco actos, de Gotthold Ephraim Lessing. Los viajes de Ulises o las
peripecias políticas, plena época de Ilustración, de Emilia, pueden parecer más
llevaderas a la hora de sobrellevar, u ocultar, la culpa nazi.
Michael Berg (David Cross), el estudiante continúa con “Intriga y amor” de Friedrich Schiller a lo que, acertadamente, Kate apostilla “Schiller necesita una mujer”, mientras que a la lectura de “El amante de Lady Chatterley” y sus proezas amatorias (“qué asco, deberías estar avergonzado”). Aunque el libro que se lee por dos veces es la clásica narración corta de “La señora del perrito” de Antón Chejov (“Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían”). De paso, aunque no se lea, cita a Ana Karenina y la novela de Heinrich Böll, “Retrato de grupo con señora”.
En cualquier caso, todas son lecturas que sirven de
aperitivo, ocasionalmente de postre, tras haber hecho el amor. El meollo está
en el libro que se cita, pero no se lee, del filósofo Karl Jaspers: “El
problema de la culpa: sobre la responsabilidad política de Alemania” quien
terminó por nacionalizarse suizo, a finales de los cuarenta, ante el asqueo que sentía por su país. Jaspers
–que se enfrentó al nazismo desde la propia Alemania y salió milagrosamente
indemne- fue siempre un firme partidario de la culpabilidad de Alemania en su
conjunto, como pueblo y nación. En realidad la película nunca plantea esa
responsabilidad general. Habla sólo de dos culpabilidades. La de Hanna, obvia
por su servidumbre a los nazis y la de Michael, su amante, quien ya de adulto –ejerce
de abogado- se siente culpable por haber amado a una ejecutora del Holocausto.
Incluso aunque fuera en la ignorancia y el desconocimiento.
Como tantos otros, Kasper, para mi gusto, se equivoca. La
culpa y el pecado son únicos, absolutamente personales y completamente
intransferibles. Como lo es la expiación (salvo que creas en la redención
divina). Lo mismo que la responsabilidad. No existe la culpa colectiva. Es una
entelequia. Ni siquiera la suma de culpas individuales puede llegar a crear una
culpa común. Cada uno es responsable de
sus actos. Al final Hanna lo entiende y poco antes de salir de la cárcel –cumplida
su condena- se encarama a una mesa, tras cuidadosamente descalzarse, sobre la
que ha colocado ordenadamente todos sus libros y se ahorca del techo de la
celda. De alguna forma, se redime por la literatura. Como quien dice, literalmente.
Culpa, pecado y expiación. Jaque mate. O como dicen los alemanes en tres rotundos
vocablos: Sünde, Sühne, Schuld.
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