Querido Bruno: No puedo consolarte diciendo que yo no pasara por idénticos
momentos de desánimo estudiantil. Imagino que cualquier universitario ha transitado
por esos malos ratos. Echar muchas horas, redoblar los esfuerzos porque una
determinada materia resulta abstrusa y preguntarse al fin de la larga jornada
¿para qué me va a servir indagar sobre transductores acústicos cuando haya
cumplido los cuarenta? La respuesta fácil es decir que no te servirá para nada.
La respuesta certera es que ahora mismo no puedes dar una respuesta exacta. Si,
ya sé, esto parece un comentario de filosofía, disciplina a la que no le tienes
mucho cariño. Muy a mi pesar, debería añadir. Pero éste es otro cantar.
No sé si te sirve de ejemplo, pero cuando yo tenía 21 años como tú
–perdona, veinte, siempre me lío con tu edad, después tu madre se ofusca por esta desmemoria mía con las cifras- también me peleaba con una retahíla de
asignaturas que, todas juntas, al menos eso pensaba entonces, no valían un
chavo. Eso que tenían nombres más glamourosos que Tratamiento Digital de la Señal
o Electrónica Analógica. ¿Cómo pude llegar yo, qué disparate, a pensar que
estudiar “La interpretación de los sueños” de Herr Sigmund o la dialéctica hegeliana
eran aburridos? Pues lo eran. Vaya muermos.
Más si cabe, cuando la vida real en la calle –Madrid a mediados de los
setenta- era un hervidero. Desde ir a esotéricas sesiones de cineclubs
universitarios hasta salir por piernas de un concierto de Adolfo Celdrán antes
de que empezaran los palos. No necesitábamos aulas, ni aburridos profesores de
marxismo y mucho menos lecciones de pintoresca filosofía tomista. Estaba
convencido que aquellos profesores tan soporíferos, amén de tendenciosos (o al
menos así lo pensaba), aquellos apuntes en ciclostil desencajado, aquellas
horas de duermevela –yo era más bien de levantarme pronto- para aprobar en el
último minuto no me servirían ni a los cuarenta, ni a los cincuenta. Ni cuando
llegara, qué iluso, la eterna armonía en el mundo obrero.
Pero me sirvieron. Vaya que si me resultaron útiles. El caso más patente
era el de una asignatura, del profesor mejor ni hablar, que se llamaba
Metodología. Cosas tan elementales sobre cómo citar un libro, cómo ordenar un
párrafo, modalidades para hacer fichas de lectura. Te prometo que, incluso más
que Freud y Marx o los Santos Evangelios, pocas cosas me han servido más en la
vida que las explicaciones metodológicas del pelmazo de Manuel González. Todo ello
para decirte que la utilidad del aprendizaje no se transforma, arte de
birlibirloque (este vocablo es genial para un wasap, ja, ja), en resultados, inmediatamente,
en la vida real. Pueden pasar años, lustros y décadas antes de que algo que
aprendiste con veinte años te sirva en la vida.
Peor, o mejor aún, depende como se mire, lo más curioso es que, muy
posiblemente, no te resulte útil para aquello para lo que lo estudiaste. Las
cosas que aprendas ahora en “Señales y Sistemas”, por poner un caso, ¿Quién no
te dice que dentro de treinta años te sirvan para descubrir un exoplaneta
emisor en el rincón más alejado de la Vía Láctea? ¿No era entonces más remota
la posibilidad de que las aborrecibles y aborrecidas clases de Metodología me
hayan servido treinta años ¿o son cuarenta? después para escribir el Pregón de
Semana Santa de Águilas, villa marinera de la que entonces no tenía ni la más
remota idea de su existencia?. Voilá, -perdón,
voilà, algún día llegaré a aprender a poner correctamente los acentos en “frenchi”- por lo que concierne a la
utilidad de las teorías académicas.
Independientemente del asunto de la utilidad, y con toda seguridad mucho más
importante –y esto no sólo vale para el aprendizaje universitario- reside en esa
cualidad del carácter que te llevará a la excelencia. No hablo sólo de aquella
que puedas obtener en la universidad. Hablo en general de esa cualidad que, en
mi modesta opinión de mal padre, te guiará al éxito en la vida. Se trata del
coraje. De llegar al último final de los caminos por los que la vida te lleva. O te
llevará. Como decía, Chuck Close, un famoso artista del foto realismo: “La inspiración es para aficionados, para el
resto de nosotros, se trata de levantarse por las mañanas y empezar a trabajar” (“Inspiration
is for amateurs — the rest of us just show up and get to work).
Notarás que he forzado algo la traducción del inglés (para algo te tiene
que servir saberte de memoria las canciones de Credence Clearwater Revival, una
pequeña herencia, por vía paterna, de exquisito gusto, por lo demás). Lo he hecho a propósito
porque nuestro amigo Chuck sufrió una hemiplejía derecha, como se suele decir, en la flor de la vida, lo que restringió muchísimo su capacidad para trabajar.
También era pintor, pero se las arregló para buscar métodos alternativos. Así,
aunque te parezca exagerado, se ataba los pinceles a la muñeca para poder
seguir pintando.
Obviamente, tú no necesitas anclarte a tu mesa de estudio.
Afortunadamente. Entre otras cosas porque tienes una excelente disciplina de
horarios, digna de todo elogio y de la que me siento muy orgulloso. Pero seguro
que has pillado (por usar un vocablo que te gusta mucho) la moraleja del
ejemplo. Esta importancia de disponer de un fondo insondable de agallas les
concierne incluso a los genios. A la excelencia sólo se llega a través de la
dedicación y el esfuerzo. Y si no pregunta a tu amigo Paco. Tiene una mente
privilegiada, de los pocos genios que yo he conocido (¡con catorce años me
volvía loco con sus teorías de astrofísica!) y, no tengo ninguna duda, para ser
el primero, vale, el segundo, en la carrera de Medicina de la Universidad de
Murcia, no lo será por inspiración divina. Seguro que lo consigue a fuerza de
ímpetu y con determinación.
Ya que estamos con citas, a ver que te parece ésta: “El coraje es la capacidad
para apuntar hacia objetivos lejanos, con pasión y perseverancia. Determinación
significa fijarse objetivos a largo plazo y trabajar duro para lograrlos.
Coraje es vivir la vida como un maratón, no como un sprint”. Me gusta la
palabra coraje, aunque hay muchos sinónimos, me parece una excelente traducción
del original “grit”. Incluso lo mejora. A ti, que se te da bien el francés, s’accrocher, endurance, courage van en
el mismo sentido. Y si lo matizamos con pasión y perseverancia, difícil
encontrar un mejor concepto para completar la definición.
Y ahora, te preguntarás ¿de dónde viene esa valentía? Ciertamente desde
dentro. De uno mismo, de nuestra propia intrepidez. Aunque también, y esto te
puede resultar raro, el ímpetu y el denuedo puedes encontrarlo a tu alrededor.
Acaso no hay que buscar ejemplos tan dramáticos como el del “pintor-con-el-pincel-atado-a-la-muñeca”,
mirando alrededor es fácil hallar casos más sencillos y cercanos. Puede ser que
encuentres el valor en alguien, aparentemente, insignificante que pasa a tu
lado, o quizás en otros tipos más heroicos, de los que te gustan a ti, como Han
Solo o el señor don Frodo. O simplemente, como me pasó a mí, sea un instante muy preciso. Casi infinitesimal. De
esos que –cuando tengas muchos más años- recordarás para siempre. Te lo cuento y
acabo antes de que me llames “pesao” por enésima vez.
Yo debía de tener, sí 20 años, ¡qué casualidad! No estaba en la
universidad puesto que era verano del 76. No recuerdo el día exacto, pero
seguro que era principios de agosto, un par de días antes de la fiesta del
pueblo. Hacía un calor de muerte. Miraba al rastrojo, una tierra de apenas media
hectárea que tu abuelo había sembrado de centeno. Me parecía infinita. Sólo por ver la miés a la que tenía que echar mano para cargarla en el carro de vacas,
me entraban unos sudores fríos. El polvillo de las cañas resecas se te metía
por entre la camisa y por más que te rascaras, no había nada que hacer. La
tierra era áspera, así que los tallos de centeno estaban mezclados con lo que
allí llaman cardos borriqueros. En la lindera del monte, el trigo se da muy mal,
así que el centeno tieso y desabrido era la única cosecha viable.
Allí estaba yo reflexionando seriamente sobre si echar mano a la
siguiente gavilla o sentarme a la sombra del carro, la poca sombra en varios
centenares de metros a la redonda. Entonces ví a tu abuelo, como sabes es mi
padre, que sin decir ni oste ni moste, se encorvaba una y otra vez, recogía los
haces ayudándose con la curva metálica de la hoz y ¡ale! a la caja del carro. Aunque
en aquel momento no se me pasó por la cabeza, lo cierto es que llevaba desde
los 12 años, haciendo todos los agostos la misma faena. Cuarenta años. Nunca le
oí rechistar, quejarse o desear un mundo mejor (ciertamente mi profesor de
marxismo me hubiera dado un buen tirón de orejas –ya sabes, la tierra para
quien la trabaja- por permitir en mi progenitor aquella actitud dócil y sumisa), pero lo único que me vino al caletre, recuerdo con perfecta exactitud el instante y el robledal,
todavía existe, que tenía enfrente, fue: “Si mi padre ha tenido huevos para
agavillar la puta tierra, de un mojón al otro, durante cuarenta años, yo voy a
tenerlos para sacar con sobresaliente mi carrera de filosofía”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario