El todoterreno avanza vertiginosamente por una pista de tierra que atraviesa, en una recta de nunca acabar, la estepa reseca. Atrás va dejando una polvareda enorme, sólo visible durante unos segundos desde la ventanilla de atrás. El tiempo justo que las luces posteriores del vehículo iluminan la nube de arena levantada por el traqueteo de las ruedas sobre este páramo inerte y desértico. Un inhóspito arenal que hace siglos, según cuentan, formaba parte del Creciente Fértil. Una media luna geográficamente imaginada entre el Éufrates y el Nilo.
Ahora, al menos en esta hora nocturna, sólo habitado por inquietantes sombras que la velocidad de la marcha apenas deja percibir a ambos lados de la pista. Samih, al volante, mira con abandonada atención a través del parabrisas cubierto de polvo. No hay curvas, ni cunetas, sólo un erial plano se abre unos metros por delante mientras cae la oscuridad. Pero a esta velocidad, cualquier descuido podría hacer volcar el vehículo en un instante. Samih conoce de sobra el camino, así que de vez en cuando interviene en nuestra conversación sin que ello parezca distraerle lo más mínimo de la conducción. Nosotros nos miramos desasosegados, si no claramente nerviosos. No estamos muy convencidos de que a estas horas, la noche comienza a estar cerrada como la boca del lobo, no se cruce alguna gacela del desierto atraída por las luces del vehículo. O topemos con algún pedrusco arrastrado por las lluvias del invierno hasta el carril que marca la ruta.
Miro hacia atrás. Las roderas paralelas por las que avanzamos desaparecen de inmediato en la oscuridad. En pocos segundos el remolino de polvo se asienta y sólo queda la noche. Sin luna, el cielo está mágicamente estrellado en esta frontera del desierto sirio, apenas a unas decenas de kilómetros del confín jordano. Los faros delanteros, les entra un tembleque permanente con los baches, se tornan fantasmagóricos con cada sacudida. Ni a izquierda ni a derecha se ve absolutamente nada. Ocasionalmente se vislumbran algunos hierbajos altos. Hace unos minutos incluso me pareció observar las pupilas rojas de algún conejo, huyendo despavorido tras recibir el impacto de las luces. Aunque no creo que este yermo permita la supervivencia de muchos animales, más allá de insectos y lagartijas.
Pasan los minutos. Llevamos casi tres cuartos de hora en dirección contraria a la divisoria entre Jordania y Siria, más y más hacia el interior del desierto. Lo que se presentaba como una aventura insólita, una generosa invitación, fruto de la legendaria hospitalidad drusa, amenaza con convertirse en una pesadilla. Quizá hemos sido demasiado confiados. Eso que nos consideramos viajeros curtidos por estas rutas improbables de Medio Oriente. Con pasaportes doblados, salvoconductos del Vaticano y unos cuantos sobresaltos hemos llegado hasta Diyabarkir, capital kurda en territorio turco, justamente antes de la frontera con Irak; sorteado, entre deliciosos tés con cardamomo y bromas, a los beduinos del Wadi Rum, en Jordania. Sin contar las duermevelas, al pie de la subida hacia el Monte Sinaí, aventando los persistentes mosquitos que, a diferencia, de los policías egipcios, no aceptaban backsheesh.
Pero este trayecto, hacia no sé qué oasis tan desconocido como remoto, está comenzando a tener otra pinta ligeramente turbadora. Casi una hora desde que salimos de Bosra en búsqueda de un restaurante singular, al decir de Samih y, salvo error de cálculo, hemos recorrido no menos de cincuenta kilómetros por territorio sirio, paralelos a la línea recta de la frontera jordana, sin que aparezca ni el menor viso del mismo. Ni del mínimo asentamiento. Ni aldeas, ni acampamientos beduinos, ni tan siquiera alguna destartalada guarnición del ejército sirio. Mucho menos perfumados palmerales con exquisitos tabulé. En ese preciso instante, en medio de aquella paramera inhospitalaria, en la más oscura noche siria, Amir, que ocupa el asiento trasero entona un cántico, más bien un desasosegado y lastimoso lamento que, inmediatamente, interpretamos como una canción de desamor.
Antes de partir de Bosra, Samih ha llegado con Amir, un amigo suyo, entrado en años –parece rondar los sesenta- con una voz ronca, alto y enjuto, el pelo canoso, que no habla ni una palabra de otro idioma que no sea el druso. Cojea ligeramente de su pierna izquierda. Samir nos dice que le trae para sacarlo de casa y de la depresión en que transcurren sus compungidos días y sus afligidas noches. Para que se distraiga. Amir quedó viudo hace una decena de años y desde hace menos de uno está perdidamente enamorado de una muchacha de veinticinco. Pero en la intrincada, casi endogámica sociedad drusa, poco más de medio millón de habitantes en Siria, donde han sobrevivido por los siglos en una encrucijada de caminos, a Amir no le queda otro remedio que penar su amor en silencio.
Quizá ahora, al encontrarse con desconocidos ha encontrado la oportunidad de, con su canto, proclamar a los cuatro vientos su culpa atribulada, manifestar al universo y a la noche estrellada siria, el desamor que corroe su alma. ¡Oh alma mía¡, ¿por qué mendigas por su amor? / ¡Oh corazón mío¡, ¿por qué te abrasas por su amor? / ¡Oh, mente mía¡, ¿por qué te vuelves loca por su amor? / Esta es la recompensa de quien reclama tu amor.
Es entonces cuando, sin razón aparente, yo comienzo a divagar sobre el grosor de las vacas esféricas. Los cosmólogos que indagan sobre el origen del universo suelen recurrir a esta expresión para manifestar el pragmatismo de que hacen gala en sus laberínticos cálculos. Para comprender el porqué de gigantescas explosiones galácticas, de eventos físicos acaecidos hace millones de millones de eones, insondables los años luz transcurridos hasta nuestra existencia actual, para entender la estructura del universo -a falta de pruebas tangibles- tienen que avanzar pasito a pasito, desechar una teoría que parecía inexpugnable cuando encuentran otra que les sirve mejor.
Pues he aquí, que en determinado momento, un cosmólogo, un ingeniero y un físico se encuentran en un prado, debatiendo sobre la metodología más apropiada, delante de una vaca, cuyo volumen quieren calcular. El ingeniero propone cortar la vaca en trocitos, les resultará más fácil de mesurar. El físico propone arrojar el bóvido a una piscina para evaluar la cantidad de agua que desaloja. El cosmólogo, orgulloso de su sentido práctico de la vida dice: “Imaginemos que la vaca es esférica, bastaría medir su radio…”
Esto es, precisamente, lo que estoy intentando medir. La razón, si existe alguna, por la cual, en este exacto momento me encuentro con dos drusos, en un sendero ignoto del desierto sirio, escuchando una nostálgica canción de amor en la parte trasera de un vehículo cuya dirección me resulta desconocida y alarmante. Y si no es mucho pedir, me gustaría encontrar una respuesta que sea sencilla y práctica. Incluso obvia: ¿porque aceptamos su invitación? Todo tan simple como eso. ¿Así de fácil?
Pero ¿cuantos millones de circunstancias, cuantos millares de millares de casualidades, fruto del azar no se han dado en el último año para que me encuentre en medio de este desierto medioriental escuchando un apenado canto de amor druso mientras corremos en dirección a un destino insospechado? Ni siquiera hace falta ir tan atrás. Bastaría analizar la concatenación de las centenas de causas y efectos de la última semana para llegar a la misma pregunta sin respuesta. Bastaría que –hoy es viernes, luego hablo del lunes pasado- nos hubiéramos entretenido un par de horas más en el enmarañado bazar de Alepo para que ahora mismo no estuviéramos aquí. Con una sóla y única circunstancia que no se hubiera producido en el tiempo y en el espacio dónde y cómo se produjo no estaría escuchando las lamentaciones amorosas de Amir.
En realidad hubiera bastado con menos. Con un par de minutos más disfrutando del té con menta a la sombra de las noria gigantes de Hama sobre la ribera del Orontes. Cada instante de esta semana pasada, del mes pasado, del último año, con sólo haberse trastocado unas décimas del segundo en el tiempo hubiera provocado que ahora estaría presente en otro espacio, en otro lugar. El encadenamiento del pasado, tal y milimétricamente exacto a como ocurrió, es lo único que ha hecho posible que esté escuchando absorto, casi echándome a llorar, con una, con ésta canción drusa de amor. La vida es este instante, ni uno antes, ni uno después porque ayer, antes de ayer, el año pasado, hace veinte todo ocurrió como ocurrió. De otro modo no estaría aquí. Ni ahora.
Si fuera ingeniero, empezaría a despedazar cada instante de ayer, de la semana pasada para ver que ocurrió y que no ocurrió, lo que podría haber ocurrido. Hasta traerme aquí. O quizá una solución más global al estilo del físico que arroja la vaca a la pileta, sería mejor examinar los momentos claves y esenciales en mi existencia, no sólo los fugaces instantes, que me llevaron por las rutas de la vida para guiarme hasta aquí. Me fascina la manera como los astrónomos hablan de las dimensiones espectaculares, de las distancias inconmensurables del universo. Quizá por ello prefiero su solución, antes que la de físicos e ingenieros. Indagar sobre una explicación, hasta que encuentre otra mejor. Midamos, pues, el radio de esta vaca esférica que es el discurrir por la vida.
Graderío y columnata de Bosra (1989) |
Como ocupo el lateral de uno de los asientos traseros, me resulta más fácil a mí bajar a preguntar. Abro la puerta y abordo al primer tipo con el que me topo. “Good afternoon, the road to Bosra site, please?. Mi inglés es razonablemente decente, al menos para hacerme entender. Sea por mi aspecto, sea por mi pronunciación, el interlocutor me responde en perfecto castellano, ¿denoto un ligero acento latinoamericano?, “Siga por esta calle, en el primer cruce gire a la derecha”, impecable español.
Así pues, sin ir mucho más lejos, en el tiempo y en el espacio, bastaría que hubiéramos tomado una calle diferente, hace dos minutos, al llegar a Bosra, distinta de esta misma para que ya no me hubiera encontrado con Samih, ni que hablara un español pulcro e impoluto, de emigrante veterano en Colombia. Menos aún podría habernos, de inmediato, invitado a su casa. Me tiro del lóbulo de la oreja izquierda, vamos demasiado apretujados en el vehículo como para darme un pellizco en el muslo. Me pregunto si no estoy soñando. Nuestro desvalido amoroso ha retornado a la canción y repite por enésima vez el estribillo. Pero no, esta melancolía de la noche siria es innegable, el desconsuelo de Amir genuino. A no ser que el pellizco en el lóbulo forme también parte de idéntico sueño.
Escenario de Bosra (1989) |
Hubo una época que intenté descifrar las razones, medir los radios de las vacas esféricas a fin de entender el presente. Hace tiempo desistí. Demasiados radios a calcular. El caso es que tampoco he encontrado otra teoría mejor. Después de todo, acaso la solución resida en la canción drusa de amor. ¡Oh alma mía¡, ¿por qué mendigas por su amor? / ¡Oh corazón mío¡, ¿por qué te abrasas por su amor? / ¡Oh, mente mía¡, ¿por qué te vuelves loca por su amor? / Esta es la recompensa de quien reclama tu amor.
¿Será el radio de los derroteros de la vida producto del azar, de la Providencia, del destino, de los hados, de la chamba, de un ser supremo? ¿Quién gobierna, si alguien, la vaca esférica de mi tiempo y de mi espacio? ¿Quien es el guionista en el teatro de la vida, de la mía: entonces, en el desierto sirio y ahora cuando escribo sobre aquella la canción drusa de amor?
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