lunes, 26 de mayo de 2014

CLASE DE FILOSOFÍA EN ÉFESO: ‘ALL THINGS FLOW’

Contemplo, desde la grada superior del teatro, el Mediterráneo en lontananza. A mis pies, la Vía Sacra que arranca en el Artemisión, el imponente templo de Artemis, la diosa protectora de la urbe. La calzada constituye la espina dorsal, que tras franquear la Puerta Magnesia atraviesa el centro de la “polis” y termina por fundirse con el océano, apenas vislumbrado, tras los restos del Gimnasio de Publius Antoninus Vedius. La interminable perspectiva de la columnata que bordea la Vía Sacra se confunde con la brisa marina de la mañana asiática.

Éfeso, el sueño de Androklos su fundador,  hasta donde alcanza la vista. En ruinas fantasmagóricas, sin embargo, tras el paso de generales inmisericordes, tan destructores como la desidia de sus últimos habitantes que la abandonaron a su pésima fortuna para mudarse a tierras más feraces. Desolada por el paso del tiempo y, pese a todo, tan atractiva en el ocaso de tanta pretérita belleza recobrada con un sólo abrir y cerrar de ojos. ¿Recobrada? Nada se puede recobrar porque nada permanece, afirmaba, hace 2500 años, el filósofo local Heráclito.

Seguramente, fue el oleaje del Egeo tan cercano, allí donde desemboca la Vía Sacra, lo que inspiró a Heráclito su noción de que todo cambia y todo cambia constantemente. El cosmos contenido en una ruleta del perpetuo fluir. Tras el paso de veinticinco siglos, las olas que en esta mañana de otoño primerizo espuman las playas de Éfeso no son, ciertamente, las mismas observadas por el filósofo.

Fruto de este carrusel imparable de la mutación, el mismo pensador advertía que en el instante exacto que lo proclamaba, la marea ya no era la misma que le había inducido a cavilar de ese modo. Es decir, hasta el mismo pensamiento, al fluir, expresaba una idea que ya era distinta de la imagen que lo había originado.

En realidad, acaso no sea tan difícil admitir que el viento huracanado, el agua desbordada de sus cauces, el fuego flameante en el bosque portan en su misma esencia la génesis del cambio. De hecho, los tres elementos primordiales existen porque fluyen y se transforman, desde la propia materia que los origina y en las formas exteriores que los configuran. Tres de los elementos vitales de la cosmogonía de la época, elementos indispensables y constitutivos de la esencia misma de las cosas ocupan, pues, el centro geométrico de los flujos del universo. El devenir convertido en eterno devenir.

Con la todavía inexistente Librería Celsus a sus espaldas, observaría hacia la izquierda, las cumbre estática, inamovible del Monte Koressos, únicamente desgastada al cabo de los siglos por las tormentas de arena originadas en las extensas llanuras de Anatolia, hacia el interior. ¿Qué pensaría de ese cuarto elemento?

De la arcilla que alimenta los campos de algodón en las laderas del vecino Monte Pylon, este mismo mármol del graderío, ocre, aparentemente inmutable y sólido hasta la exasperación de los canteros del emperador Claudio que mandó labrarlo. Hasta esta piedra noble, este mármol que en semicírculos ovalados se eleva desde la platea, también fluye, desgastado, se transforma porque, según el pensador efesino, nada es permanente. Como diría tantos siglos más tarde el austriaco Ludwig Wittgenstein, hasta “las rocas tienen sentimientos, puesto que muestran cicatrices”.

Yo mismo, que observo con detenimiento los rasguños de mi  corazón –en su origen puro barrial- que acogía hasta hace tan poco la fortaleza del amor imperecedero, la materia milenaria del cerebro que me arrastraba por los caminos sinuosos del deseo, de la misma forma, en constante metamorfosis.

Nunca podremos vadear el mismo río dos veces, afirmaba el filósofo, porque el río nunca es igual dos instantes seguidos. Veinticinco siglos más tarde, el tedesco Werner Karl Heisenberg –a medio camino entre la filosofía y la física cuántica- también describió un concepto similar. La luz que incide sobre un objeto, sus átomos, sus partículas infinitesimales se mueven y se mueven a tal velocidad que en el acto mismo de mirar ya no vemos el mismo objeto que estábamos mirando hace un instante.

Un símil más cercano. El jazminero en flor que perfuma el alféizar de mi ventana, agitado con dulzura por la brisa del alba, ya no es el mismo jazminero que he observado un nanosegundo después de observarlo. Las partículas de la luz matinal que absorbe lo han hecho mutar y mutar. Uno, dos, tres, millones de jazmineros que se superponen, incansablemente, con el paso del tiempo. De hecho, cada vez que absorbo su perfume invasor ya no es el mismo arbusto que me acaba de transmitir ese perfume. Fluye y fluye y fluye, hasta el infinito.

El filósofo efesino al ejemplificar su concepto con el personaje incapaz de atravesar un curso de agua idéntico dos veces seguidas, iba más allá y decía que no sólo la corriente, también el mismo personaje era diferente. El vadeador, en un breve lapso de tiempo había fluido de una determinada forma de ser y estar a otra, no absolutamente diferente de su esencia anterior, pero ciertamente no idéntica a la primera. En el tiempo transcurrido, nuestro personaje había adquirido conocimientos, acumulado memorias, descubierto emociones, palpado sensaciones que lo hacían tan diferente como a la corriente del río que se muda con el movimiento.

Así, pues, parece obvio, que cuando hace trece años miraba el Templo de Serapis desde el graderío del teatro, no soy el mismo que en este preciso momento admira la luna menguante ocultarse en el horizonte. Obvio y comprensible: la distancia y el tiempo transcurrido han hecho, por encima de toda duda, que el mismo espectador haya fluido, se haya transformado. He adquirido conocimientos, acumulado memorias, descubierto emociones, palpado sensaciones que me han hecho tan diferente como las corrientes que he vadeado.

Incluso recortando los espacios temporales y reduciendo las distancias físicas a meses, me resulta fácil admitir que ni siquiera soy el mismo que a principios de año adoraba –con el ancestral rito de los besos- los mismos labios de la persona que me adoraba. Ni ella lo es. Ni siquiera el mismo de hace unas semanas. Ni ella lo es.

A quién amé y me amó por primera vez en la penumbra del abril mediterráneo, en la otra orilla de nuestro mar, casi frente por frente a la mirada inquisidora de Heráclito, ya no es la misma. Entonces vibraba con los poemas que ahora apenas recuerda, admitía el valor inconmensurable de la palabra generosa que ahora cercena, apreciaba los pequeños gestos que ahora ignora.

Del mismo modo, se han mudado los campos de limoneros con la llegada del estío, hasta cubrirse de hojarasca el espacio que acunó en el otoño la pasión que –tras mudarse- ya no existe.  La alcoba diáfana, se ha transformado y llenado de sombras, dispersando las deslumbrantes luces del éxtasis. Los verbos, antes fácilmente conjugables, se han vuelto incomprensibles, casi mudos, y el mismo equilibrio –con tanta insistencia buscado- ha sido sacrificado en el altar la irracionalidad.

Han fluido y cambiado también  las palabras cómplices, el sentido de los vocablos, su imposible desgaste se ha consumado hasta dispersarse en envoltorios banales. Las caricias se han transformado –o se transformarán- en otras caricias, el tranquilo acontecer del tiempo al reposar la cabeza en el pecho pacífico de ayer resulta del todo imposible  hoy. Dudo que lo sea mañana.

En este sentido, la credibilidad del filósofo de Éfeso, y su énfasis en el todo que cambia, merece tanta credibilidad como la probada, científicamente, del laureado Nóbel alemán. Reduzcamos, en un ejercicio de puro hastío sentimental,  la percepción al mínimo comprensible, un segundo, el tiempo suficiente para pensar que estamos pensando.

 Hasta en ese encorsetado espacio de tiempo, cuando el pesimismo me abarca, el mismísimo rostro de la persona amada se transforma con el flujo constante del tiempo. La belleza de su rostro que ayer resplandecía con la felicidad, tan leve, del encuentro fugaz, aparece un segundo después en otro mundo flotante que ya no me pertenece, que me es desconocido. Las manos que ella entrelazaba pausadamente con las suyas, un segundo después no son si no mis propias manos vulgares y comunes.

Su sentido de la independencia que tanto admiré y me inspiró, recortado hasta el absurdo de lindar con la esclavitud. La fortaleza de su espíritu libre que tanto encomié, un instante después fagocitado por el desvarío, hasta rayar con la cobardía. La percepción de lo percibido, como diría Heráclito, en constante mudanza.

Alabado sea su contemporáneo Parménides que se empeñaba en decir todo lo contrario: nada cambia. La oposición a Heráclito también se manifestaba al afirmar que nuestras percepciones sensoriales son poco dignas de confianza, porque aunque –decía Parménides- todo es, sin duda ninguna, inmutable, nosotros creemos percibir que las cosas cambian. Por consiguiente, lo que concibamos por nuestros sentidos, es una equivocación, irrelevante para la auténtica realidad de la sustancia inmutable de las cosas.

 ¿La persona que me amaba me seguirá amando y será sólo mi percepción sensorial –y acaso la suya- la que crea que ya no me ama? O desde la perspectiva negativa: ¿el ser amantísimo -que según mi percepción- me amaba, nunca me amó, tampoco me ama ahora y mis sentidos –probablemente también los suyos- se engañan creyendo que el ardor de sus caricias –quizá también las mías- manifestaban amor indestructible?, Parménides dixit. Como en el concepto “maya” de la filosofía india, las percepciones crean un mundo irreal a nuestro alrededor que nos hace incapaces de percibir la realidad de los sentimientos.

 Volvamos a Heráclito, creyente absoluto, contra Parménides, que las percepciones sensoriales son perfectamente válidas para captar la realidad de las cosas, de las cosas en cambio permanente. ¿La persona que entiende que ya no me ama, efectivamente,  no me ama, tal como lo perciben mis sentidos, quizá también los suyos? ¿O bien, la persona que me amó, tal como entendió mi mente, me amó realmente?

“All things flow and our world is characterized by opposites”. Si no hubiera invierno no sabríamos lo que sería la primavera. Si no hubiera amor nunca entenderíamos lo que es el desamor. Y así, cabalgando sobre contrarios, el mundo fluye, y el concepto mismo de fluir provoca que el mundo exista –y al mismo tiempo- que nada permanezca.

¿Nada permanece? La memoria de los espejos que reflejaban los primeros tactos adolescentes erradicada de la piel otrora en ascuas. La dulzura de las primeras palabras balbucientes de amor a la gehenna del olvido. Las complicidades de las miradas transparentes, oscurecidas en un refugio que no me pertenece. Nada, nada permanece de aquel corazón que campaba a sus anchas. ¿Nada? Al menos, casi con toda seguridad,  permanecerán las cicatrices de Wittgenstein.

Por acabar con esta breve lección filosófica, examinemos el concepto de “logos” descrito por nuestro investigador de Éfeso. Aunque admita, desde este limbo, esta tierra de nadie, en donde los flujos de la vida y el amor ajeno me quieren depositar, que soy diferente de aquel aplicado estudiante de griego aficionado a la arqueología helénica, que contemplaba la ciudad en ruinas. Aunque asuma que no soy ni siquiera el mismo de hace una semana, jamás aceptaré, al contrario que Heráclito, que en medio del fluir y de los opuestos hay una razón universal –logos, en el sentido de deidad- que guía cada cosa de la naturaleza. Incluso las improbabilidades de mi, nuestro, corazón.

Puede ser que la luz del atardecer, ajena a mí, cambie, que la flor del jazmín descendida no sea la misma que florecía en la planta hace un instante, pero para mi alma y mi mente –que son indisolubles de mi ser- es completamente innecesaria esa razón universal, vaga, difusa que gobierna el fluir de mi mundo, de nuestro mundo, el mío y el de quien yo percibía (¿Heráclito, Parménides?) que me amaba.

El único “logos” válido es el que yo descubro en mi propia persona, en el sentido más noble del concepto griego del término, tan querido por los pensadores griegos posteriores a Heráclito. El “logos” (razonamiento, sentido común, capacidad creativa, fortaleza del amor) que yo mismo puedo insuflar en mi mundo y en el de aquellos que me rodean. Recrearlo con la belleza de la palabra compartida de improviso, el poema exprimido fugazmente en un café, el amor inquieto en la penumbra de la habitación... El “logos” que me ayude, te ayude, a discernir, en las eclipses del eterno fluir del tiempo, la luz de la sombra, la gracia de la generosidad frente al cálculo, la lógica como opuesta a la  incongruencia, el sentido común como opuesto a la insensatez. En definitiva,  ser tu misma o ser la nada. 

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