Contemplo, desde la grada superior del
teatro, el Mediterráneo en lontananza. A mis pies, la Vía Sacra que arranca en
el Artemisión, el imponente templo de Artemis, la diosa protectora de la urbe.
La calzada constituye la espina dorsal, que tras franquear la Puerta Magnesia
atraviesa el centro de la “polis” y termina por fundirse con el océano, apenas
vislumbrado, tras los restos del Gimnasio de Publius Antoninus Vedius. La
interminable perspectiva de la columnata que bordea la Vía Sacra se confunde
con la brisa marina de la mañana asiática.
Éfeso, el sueño de Androklos su
fundador, hasta donde alcanza la vista.
En ruinas fantasmagóricas, sin embargo, tras el paso de generales
inmisericordes, tan destructores como la desidia de sus últimos habitantes que
la abandonaron a su pésima fortuna para mudarse a tierras más feraces. Desolada
por el paso del tiempo y, pese a todo, tan atractiva en el ocaso de tanta
pretérita belleza recobrada con un sólo abrir y cerrar de ojos. ¿Recobrada?
Nada se puede recobrar porque nada permanece, afirmaba, hace 2500 años, el
filósofo local Heráclito.
Seguramente, fue el oleaje del Egeo tan
cercano, allí donde desemboca la Vía Sacra, lo que inspiró a Heráclito su
noción de que todo cambia y todo cambia constantemente. El cosmos contenido en
una ruleta del perpetuo fluir. Tras el paso de veinticinco siglos, las olas que
en esta mañana de otoño primerizo espuman las playas de Éfeso no son,
ciertamente, las mismas observadas por el filósofo.
Fruto de este carrusel imparable de la
mutación, el mismo pensador advertía que en el instante exacto que lo
proclamaba, la marea ya no era la misma que le había inducido a cavilar de ese
modo. Es decir, hasta el mismo pensamiento, al fluir, expresaba una idea que ya
era distinta de la imagen que lo había originado.
En realidad, acaso no sea tan difícil
admitir que el viento huracanado, el agua desbordada de sus cauces, el fuego
flameante en el bosque portan en su misma esencia la génesis del cambio. De
hecho, los tres elementos primordiales existen porque fluyen y se transforman,
desde la propia materia que los origina y en las formas exteriores que los
configuran. Tres de los elementos vitales de la cosmogonía de la época,
elementos indispensables y constitutivos de la esencia misma de las cosas
ocupan, pues, el centro geométrico de los flujos del universo. El devenir
convertido en eterno devenir.
Con la todavía inexistente Librería
Celsus a sus espaldas, observaría hacia la izquierda, las cumbre estática,
inamovible del Monte Koressos, únicamente desgastada al cabo de los siglos por
las tormentas de arena originadas en las extensas llanuras de Anatolia, hacia
el interior. ¿Qué pensaría de ese cuarto elemento?
De la arcilla que alimenta los campos de
algodón en las laderas del vecino Monte Pylon, este mismo mármol del graderío,
ocre, aparentemente inmutable y sólido hasta la exasperación de los canteros
del emperador Claudio que mandó labrarlo. Hasta esta piedra noble, este mármol
que en semicírculos ovalados se eleva desde la platea, también fluye,
desgastado, se transforma porque, según el pensador efesino, nada es
permanente. Como diría tantos siglos más tarde el austriaco Ludwig
Wittgenstein, hasta “las rocas tienen sentimientos, puesto que muestran
cicatrices”.
Yo mismo, que observo con detenimiento
los rasguños de mi corazón –en su origen
puro barrial- que acogía hasta hace tan poco la fortaleza del amor
imperecedero, la materia milenaria del cerebro que me arrastraba por los
caminos sinuosos del deseo, de la misma forma, en constante metamorfosis.
Nunca podremos vadear el mismo río dos
veces, afirmaba el filósofo, porque el río nunca es igual dos instantes
seguidos. Veinticinco siglos más tarde, el tedesco Werner Karl Heisenberg –a
medio camino entre la filosofía y la física cuántica- también describió un
concepto similar. La luz que incide sobre un objeto, sus átomos, sus partículas
infinitesimales se mueven y se mueven a tal velocidad que en el acto mismo de
mirar ya no vemos el mismo objeto que estábamos mirando hace un instante.
Un símil más cercano. El jazminero en
flor que perfuma el alféizar de mi ventana, agitado con dulzura por la brisa
del alba, ya no es el mismo jazminero que he observado un nanosegundo después
de observarlo. Las partículas de la luz matinal que absorbe lo han hecho mutar
y mutar. Uno, dos, tres, millones de jazmineros que se superponen,
incansablemente, con el paso del tiempo. De hecho, cada vez que absorbo su
perfume invasor ya no es el mismo arbusto que me acaba de transmitir ese
perfume. Fluye y fluye y fluye, hasta el infinito.
El filósofo efesino al ejemplificar su
concepto con el personaje incapaz de atravesar un curso de agua idéntico dos
veces seguidas, iba más allá y decía que no sólo la corriente, también el mismo
personaje era diferente. El vadeador, en un breve lapso de tiempo había fluido
de una determinada forma de ser y estar a otra, no absolutamente diferente de
su esencia anterior, pero ciertamente no idéntica a la primera. En el tiempo
transcurrido, nuestro personaje había adquirido conocimientos, acumulado
memorias, descubierto emociones, palpado sensaciones que lo hacían tan
diferente como a la corriente del río que se muda con el movimiento.
Así, pues, parece obvio, que cuando hace
trece años miraba el Templo de Serapis desde el graderío del teatro, no soy el
mismo que en este preciso momento admira la luna menguante ocultarse en el
horizonte. Obvio y comprensible: la distancia y el tiempo transcurrido han
hecho, por encima de toda duda, que el mismo espectador haya fluido, se haya
transformado. He adquirido conocimientos, acumulado memorias, descubierto
emociones, palpado sensaciones que me han hecho tan diferente como las
corrientes que he vadeado.
Incluso recortando los espacios
temporales y reduciendo las distancias físicas a meses, me resulta fácil
admitir que ni siquiera soy el mismo que a principios de año adoraba –con el
ancestral rito de los besos- los mismos labios de la persona que me adoraba. Ni
ella lo es. Ni siquiera el mismo de hace unas semanas. Ni ella lo es.
A quién amé y me amó por primera vez en
la penumbra del abril mediterráneo, en la otra orilla de nuestro mar, casi
frente por frente a la mirada inquisidora de Heráclito, ya no es la misma.
Entonces vibraba con los poemas que ahora apenas recuerda, admitía el valor inconmensurable
de la palabra generosa que ahora cercena, apreciaba los pequeños gestos que
ahora ignora.
Del mismo modo, se han mudado los campos
de limoneros con la llegada del estío, hasta cubrirse de hojarasca el espacio
que acunó en el otoño la pasión que –tras mudarse- ya no existe. La alcoba diáfana, se ha transformado y
llenado de sombras, dispersando las deslumbrantes luces del éxtasis. Los
verbos, antes fácilmente conjugables, se han vuelto incomprensibles, casi
mudos, y el mismo equilibrio –con tanta insistencia buscado- ha sido
sacrificado en el altar la irracionalidad.
Han fluido y cambiado también las palabras cómplices, el sentido de los
vocablos, su imposible desgaste se ha consumado hasta dispersarse en
envoltorios banales. Las caricias se han transformado –o se transformarán- en
otras caricias, el tranquilo acontecer del tiempo al reposar la cabeza en el
pecho pacífico de ayer resulta del todo imposible hoy. Dudo que lo sea mañana.
En este sentido, la credibilidad del
filósofo de Éfeso, y su énfasis en el todo que cambia, merece tanta
credibilidad como la probada, científicamente, del laureado Nóbel alemán.
Reduzcamos, en un ejercicio de puro hastío sentimental, la percepción al mínimo comprensible, un
segundo, el tiempo suficiente para pensar que estamos pensando.
Hasta en ese encorsetado espacio de tiempo,
cuando el pesimismo me abarca, el mismísimo rostro de la persona amada se
transforma con el flujo constante del tiempo. La belleza de su rostro que ayer
resplandecía con la felicidad, tan leve, del encuentro fugaz, aparece un
segundo después en otro mundo flotante que ya no me pertenece, que me es
desconocido. Las manos que ella entrelazaba pausadamente con las suyas, un
segundo después no son si no mis propias manos vulgares y comunes.
Su sentido de la independencia que tanto
admiré y me inspiró, recortado hasta el absurdo de lindar con la esclavitud. La
fortaleza de su espíritu libre que tanto encomié, un instante después
fagocitado por el desvarío, hasta rayar con la cobardía. La percepción de lo
percibido, como diría Heráclito, en constante mudanza.
Alabado sea su contemporáneo Parménides
que se empeñaba en decir todo lo contrario: nada cambia. La oposición a
Heráclito también se manifestaba al afirmar que nuestras percepciones
sensoriales son poco dignas de confianza, porque aunque –decía Parménides- todo
es, sin duda ninguna, inmutable, nosotros creemos percibir que las cosas
cambian. Por consiguiente, lo que concibamos por nuestros sentidos, es una
equivocación, irrelevante para la auténtica realidad de la sustancia inmutable
de las cosas.
¿La persona que me amaba me seguirá amando y
será sólo mi percepción sensorial –y acaso la suya- la que crea que ya no me
ama? O desde la perspectiva negativa: ¿el ser amantísimo -que según mi
percepción- me amaba, nunca me amó, tampoco me ama ahora y mis sentidos
–probablemente también los suyos- se engañan creyendo que el ardor de sus
caricias –quizá también las mías- manifestaban amor indestructible?, Parménides
dixit. Como en el concepto “maya” de la filosofía india, las percepciones crean
un mundo irreal a nuestro alrededor que nos hace incapaces de percibir la
realidad de los sentimientos.
Volvamos a Heráclito, creyente absoluto,
contra Parménides, que las percepciones sensoriales son perfectamente válidas
para captar la realidad de las cosas, de las cosas en cambio permanente. ¿La
persona que entiende que ya no me ama, efectivamente, no me ama, tal como lo perciben mis sentidos,
quizá también los suyos? ¿O bien, la persona que me amó, tal como entendió mi
mente, me amó realmente?
“All things flow and our world is
characterized by opposites”. Si no hubiera invierno no sabríamos lo que sería
la primavera. Si no hubiera amor nunca entenderíamos lo que es el desamor. Y
así, cabalgando sobre contrarios, el mundo fluye, y el concepto mismo de fluir
provoca que el mundo exista –y al mismo tiempo- que nada permanezca.
¿Nada permanece? La memoria de los
espejos que reflejaban los primeros tactos adolescentes erradicada de la piel otrora
en ascuas. La dulzura de las primeras palabras balbucientes de amor a la gehenna
del olvido. Las complicidades de las miradas transparentes, oscurecidas en un
refugio que no me pertenece. Nada, nada permanece de aquel corazón que campaba
a sus anchas. ¿Nada? Al menos, casi con toda seguridad, permanecerán las cicatrices de Wittgenstein.
Por acabar con esta breve lección
filosófica, examinemos el concepto de “logos” descrito por nuestro investigador
de Éfeso. Aunque admita, desde este limbo, esta tierra de nadie, en donde los
flujos de la vida y el amor ajeno me quieren depositar, que soy diferente de
aquel aplicado estudiante de griego aficionado a la arqueología helénica, que
contemplaba la ciudad en ruinas. Aunque asuma que no soy ni siquiera el mismo
de hace una semana, jamás aceptaré, al contrario que Heráclito, que en medio
del fluir y de los opuestos hay una razón universal –logos, en el sentido de
deidad- que guía cada cosa de la naturaleza. Incluso las improbabilidades de
mi, nuestro, corazón.
Puede ser que la luz del atardecer, ajena
a mí, cambie, que la flor del jazmín descendida no sea la misma que florecía en
la planta hace un instante, pero para mi alma y mi mente –que son indisolubles
de mi ser- es completamente innecesaria esa razón universal, vaga, difusa que
gobierna el fluir de mi mundo, de nuestro mundo, el mío y el de quien yo
percibía (¿Heráclito, Parménides?) que me amaba.
El único “logos” válido es el que yo
descubro en mi propia persona, en el sentido más noble del concepto griego del
término, tan querido por los pensadores griegos posteriores a Heráclito. El
“logos” (razonamiento, sentido común, capacidad creativa, fortaleza del amor)
que yo mismo puedo insuflar en mi mundo y en el de aquellos que me rodean.
Recrearlo con la belleza de la palabra compartida de improviso, el poema
exprimido fugazmente en un café, el amor inquieto en la penumbra de la
habitación... El “logos” que me ayude, te ayude, a discernir, en las eclipses
del eterno fluir del tiempo, la luz de la sombra, la gracia de la generosidad
frente al cálculo, la lógica como opuesta a la
incongruencia, el sentido común como opuesto a la insensatez. En
definitiva, ser tu misma o ser la nada.
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