La primera vez que los chavales lo oyeron se miraron unos a otros con estupor.
Debían de tener unos 8 años y aquella voz estentórea, que venía de la
habitación de arriba, ellos estaban viendo en la tele un inane programa
veraniego, se colaba de manera inquietante por entre las abombadas tablas de
roble del techo. Tardaron unos instantes en reconocerla. No era otra que la del
abuelo.
Como solía tener por costumbre, para no molestar -había estado con
nosotros viendo la tele hasta que dieron el tiempo- se había ido a dormir sin
despedirse. Así que la sorpresa resultó aún mayor. Tras un breve intervalo, los
chicos terminaron por percatarse que quien hablaba a sólas era el abuelo viejo,
como le solían llamar. Y aunque apenas se entendía nada de lo que decía, no
pudieron reprimir la carcajada porque el abuelo iba elevando, paulatinamente, su
voz, casi casi a voz en grito. Aunque apenas se entendía lo que farfullaba.
Algo parecido me había pasado a mí la primera vez, un par años antes, en
pleno invierno, cuando le oí por primera vez en circunstancias similares. Primero
pensé que estaba leyendo el “papel” en voz alta. Pero como esto no tenía
sentido a hora tan tardía, se me pasó por la cabeza que había enfermado y pedía
auxilio con urgencia. Lo segundo era cierto. Estaba pidiendo socorro, pero a toda
la corte celestial empezando por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y una retahíla
de santos que yo sólo había oído en los oficios de Semana Santa. No sé si lo
había estado haciendo durante toda su vida, con discreción, en voz más baja, como
solía hacer la mayoría de las cosas. Más aún si éstas tenían un tinte
religioso. Yo no me había dado cuenta hasta ese día de noviembre.
Entrado en años y cada vez más sordo, no advertía de que más que
recitar la oración nocturna que, seguramente, había aprendido de pequeño, lo
que hacía era suplicar a grito pelado. Yo diría que incluso con angustia. El
tono exaltado de la plegaria se debía, posiblemente, a su sordera, pero a quien
lo escuchara no le cabría ninguna duda de que oraba casi con desesperación.
Por la puerta entreabierta advertí que se había puesto de rodillas
sobre la alfombra y, apoyados los antebrazos en la colcha de la cama, recitaba,
con los ojos cerrados, apretados, más bien, la oración. Era un rezo que yo nunca
había escuchado. Algo parecido al Acto de Contrición litúrgico del inicio de
las misas, pero formulado en un vocabulario y una sintaxis mucho más antiguos
que la versión postconciliar. Quizá fuera la traducción literal del antiguo Confiteor, la petición introductoria del
perdón de los pecados, que Don Silvano, el cura del pueblo, nos había hecho
aprender de memoria cuando nos llegó la edad de convertirnos en monaguillos.
Cuando el latín todavía era de rigor en las celebraciones religiosas.
En una situación normal, la jaculatoria, sintaxis y vocablos obsoletos
aparte, no habría significado otra cosa que el mero, casi banal, ritual de
cualquier devoto feligrés de una aldea perdida en Castilla la Vieja. Pero la
plegaria, puesta en boca de mi padre, a aquellas horas de la noche, recitada a
grito pelado, producía un notable desasosiego. Al menos cuando la escuchabas
por primera vez. “Señor, perdóname por mis innumerables pecados, por todos mis
pecados, que he pecado mucho”, comenzaba la oración.
Con mi padre, jamás he hablado de religión. Bueno una vez, de forma
tangencial y por un asunto muy puntual, pero esa es otra historia. Así que me
resulta difícil, por no decir imposible, saber qué piensa de la divinidad de
Jesús, si está plenamente convencido del dogma de la infalibilidad del Papa o
si sigue creyendo en la literalidad de la historia del Génesis. Con toda
seguridad, jamás se ha planteado tales disquisiciones hermenéuticas. Es más, no
creo que le hayan importado mucho. Sí, se puede afirmar que ha sido una persona
razonablemente religiosa. Como lo suelen ser en los pueblos, más
específicamente los hombres. De cumplir. Con lo justo y necesario para dar
satisfacción al señor cura, a la tradición secular de las familias, a la propia
conciencia, al sentido de culpabilidad impermeable a cualquier desafección contra la
piedad y el fervor. Ni más, ni menos.
Su religión ha sido la que le han transmitido, a lo largo de las
décadas, los diferentes párrocos que ha tenido el pueblo. Asumir, con la fe
ciega del carbonero, en este caso más bien del labrador, como buen devoto
católico, lo que le han ido soltando desde el púlpito, desde que tenía uso de
razón. Uso de razón que, oficialmente, le llegó el 24 de abril de 1932. Como
proclama el recordatorio enmarcado en la entresala. Una especie de orla
religiosa donde un comulgante, bien trajeado y peinadito, se postra delante del
cáliz, acompañado del Buen Jesús. Debajo su nombre y la fecha del evento. Una
estampa típica de la época, rezumando simbología sobre la pureza y la piedad
infantil.
Yo le recuerdo, a partir de los sesenta, como un hombre piadoso, sin
caer en la beatería que también se daba en algunos hombres de la aldea. Austero
y sin aspavientos en sus prácticas. Fiel cumplidor de los domingos y fiestas de
guardar. También perteneció, hasta que desapareció por falta de miembros, a la
Cofradía de la Veracruz, la única que había en el pueblo, y en cuyas
procesiones solía portar el pendón morado. Tenía por costumbre asistir a la
misa de los domingos, desde el Coro, en la parte posterior de la iglesia, donde
según la costumbre se sentaban todos los hombres y mozos. Las mujeres, según
dicta la tradición, en los bancos delanteros. Y por Pascua Florida solía ir a
confesarse y comulgar. Quizá, últimamente, incluso algún domingo más a lo largo
del año.
Aunque su religión tuviera un matiz marcadamente ritualista no por
ello dejaba de tener una vertiente práctica. Raramente solía discutir con los
vecinos y, creo yo, que en general siempre lo han considerado una persona de
bien, justa y generosa. Siempre era de los primeros con el carro para acercar
el cascajo, cuando tocaban a huebra para reparar la escalera de caracol de subida a la torre, siempre preparado para limpiar las bóvedas de la nave principal de las
inmundicias de las garduñas o presto a cavar, apenas tocaban a muerto, la fosa en el cementerio, al lado del río, para sepultar al último difunto.
A finales de los sesenta todavía recorrían las aldeas del valle una abundante
y variopinta tropa de pobres, a los que entonces se denominaba como pobres de solemnidad.
Era frecuente que a lo largo de la semana aparecieran por las casas tres o
cuatro diferentes. Más bien hombres, aunque también había algunas mujeres.
Mientras mi madre era la encargada de darles comida caliente, sopa de ajo, si
llegaban por la noche, o torreznos y una reineta asada si aparecían al
mediodía, era mi padre el encargado de ofrecerles alojamiento.
Este, invariablemente, consistía en extender algún saco de yute en el
pajar, en la parte donde guardábamos la hierba seca del prado de Santamarina.
Allí, con el calor del ganado y la mullida cama de heno, el tío Catedrales o el
pobre Lucinio sabían, con toda certeza, que siempre encontrarían acomodo para
pasar la noche. Resguardo especialmente imprescindible desde noviembre hasta
bien entrada la primavera. Eso sí, mi padre siempre ponía dos condiciones.
Primero: terminantemente prohibido fumar. No sólo por el peligro de
incendiar el pajar sino también por razones morales. Nunca fumó y consideraba
el tabaco como una costumbre muy perniciosa. Esencialmente porque consideraba
que era dilapidar el dinero que tanto costaba ganar. El segundo requisito para
tener derecho al hospedaje, fuera invierno o verano, consistía en acudir al día
siguiente a misa de ocho. El tío Catedrales, un fornido lebaniego, muy
aficionado al morapio, cierta mañana no se levantó. Cuando vino mi padre con el
primer acarreo de miés y observó que roncaba a pierna suelta, ni corto ni
perezoso, cogió las alforjas del buen hombre y le puso de patitas en la portada
y, de allí, a la calle.
Como no llegué a aprender su oración de arrepentimiento, hace unas
semanas le pregunté si se acordaba de su contenido. Me miró con los ojos
extrañados, frunció el entrecejo y no dijo nada. Dando a entender que no se
acordaba. En realidad, creo que al minuto ni se acordaba que no se acordaba.
Desmemoriado, seguro que ya no se acuerda de los pecados por los que rogaba con
tanto ardor por el perdón del Altísimo, ni de la oración con la que impetraba misericordia
a voces. O acaso llega un momento en la vida donde ya no hace falta pedir
perdón. El todo misericordioso, Yaveh, padre de Abrahán, padre de los creyentes
(“Y sacóle fuera, y dijo: Mira ahora a
los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar” Gen 15,5), seguro
que no se preocupa por las minucias y bagatelas de toda una vida, noventa y dos
años, sin dejar de poner la mano en la esteva del arado. Todo lo demás se te
dará por añadidura, que dijo alguien unos cuantos años más tarde. Incluso
aunque hayas despedido con malas pulgas al Tío Catedrales por no acudir a misa
de ocho.
Así que el que realidad está arrepentido soy yo. Por no haber
transcrito la oración infantil de mi padre cuando tuve la oportunidad de
hacerlo. Cuando lo observé por la puerta entreabierta, desde la entresala de la
segunda planta, mientras recitaba la oración a grito pelado. Ahora, mucho me
temo, que resulte del todo imposible.
Aunque me compensó sobradamente esperar a que acabara. La noche era
oscura como boca de lobo. Desde la ventana de la entresala, por encima de la
chopera, al otro lado del río pequeño, ahora helado, en un arco perfecto, como
sólo es posible divisarla en las noches oscuras de la Meseta, allá arriba,
inmensa e infinita, brillaban en todo su esplendor los millones de estrellas
que conforman la Vía Láctea. Se me ocurrió que serían exactamente las mismas,
milenio arriba, milenio abajo, que las que había observado nuestro padre Abrahán
cuando emprendió el camino desde Ur de los caldeos hasta Harrán. Me quedé en
silencio, escuchando. Hasta que mi padre dijo Amén.
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