La más pequeñita se
llamaba Noriko, la más alta, Masako. Bueno, espero que se sigan llamando así.
Deben de estar acercándose a la cuarentena, puesto que la foto es de 1984.
Mirando desde la distancia, en años y geográfica, a veces parece que he soñado.
O que fue en alguna otra vida, no sé si pasada o futura. Me pregunto que hacía
yo allí, subdirector de una guardería, en el Japón profundo, en el pueblo de
Iyo, prefectura de Ehime, país del Sol Naciente, sur de Japón. Seguro que lo he
soñado. Pero de Noriko y Masako me acuerdo perfectamente, no por mi buena
memoria, más bien porque tengo su nombre escrito sobre la montura de la
diapositiva original.
El jerséi, que había tejido mi tía, me quedaba grande,
incluso para mí, así que las dos enanitas niponas cabían, para su gran
jolgorio, dentro, incluso les sobraba. De Noriko, que era graciosa y simpática
a no más, tengo otras cuantas imágenes. Me pregunto que habrá sido de ella.
Supongo que estará felizmente casada y que enviará a sus hijos a la misma
guardería a la que ella fue. Incluso puede que se haya casado con un agricultor
de cítricos. La zona, en aquella época, vivía de ese producto y del cultivo del
arroz o quizá con algún operario de las dos grandes industrias que existían en
el pueblo, dedicadas a la producción de salazones.
Como muchos de los que han
aprendido idiomas fuera, uno de los métodos más sencillos y fáciles es hablar
con niños, no se extrañan de los disparates, si no entiende repreguntan y,
generalmente, su vocabulario limitado favorece la comprensión. Así que la hora
del recreo era una de mis momentos favoritos para practicar el idioma de
Natsume Soseki, uno de los más grandes literatos nipones que había nacido a unos kilómetros
del pueblo de Iyo. Fueron unos cuantos meses para aprender, también, las
ventajas de la tan elogiada educación japonesa. No comulgaría con todos los
postulados de la misma entonces que, estoy casi seguro, apenas habrá cambiado.
El mecanicismo y literalidad, entre otras cuantas cosas, de la misma eran más
bien penibles. Por no hablar, en bachillerato de su negacionismo de los
desastres que causaron en el sudeste asiático.
Por el contrario, el sentido de
disciplina desde la guardería ¿algo en contra?, de resistencia, resiliencia, que
se dice ahora, persistencia, tenacidad, concepción de la jerarquía, respeto por
el profesorado y el orden, entre otros muchos aspectos, fueron los que han
hecho de Japón lo que ha llegado a ser. Todo ello, pese a quedar arrasado en su
propia pira imperialista de la II Guerra Mundial. En cuanto a la guardería,
había muchas cosas llamativas que a una madre española la llevarían a protestar
ante el mismísimo ministro de Educación Nacional. Por ejemplo: unos cuantos
años más tarde, en Tokio, yo mismo protesté ante la directora porque a mi hija,
como al resto de los alumnos (y alumnas, por supuesto), en pleno invierno, con
el patio nevado, andaban descalzos por las clases.
Lo de descalzo, con unas
pantuflas, era lo normal, tanto en las casas y las escuelas era la costumbre.
¿Pero con el patio nevado? La directora y esto era un sentido común del
espíritu japonés consideraba que así se fortalecería su carácter y que ¡sería
más resistente a los posibles catarros! Volviendo a mi Noriko de Iyo. Aparte de
mi jerséi, tenía fascinación por mis brazos peludos. Así que en cuanto tenía
ocasión se dedicaba a acariciar mi antebrazo como si fuera de peluche. Que lo
era, todo sea dicho. “Happines is almost nothing / just going back / to your
childhood laughs” [Iyoshi, Ehime-ken, Japón, marzo 1984]
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