De repente.
Aparece por encima de la línea amarillenta y verde de los maizales. Aunque no
inesperadamente. Llevo kilómetros y kilómetros oteando el horizonte, hacia la
derecha, hacia el océano, esperando ver la masa triangular ascender sobre el
mar. Pero no hay manera. Desde las zigzagueantes carreteras comarcales solo se
divisan prados escondidos entre laberintos de setos, terrenos pantanosos que se entrecruzan por
kilómetros y más kilómetros. El temido “bocage” normando donde tantos jóvenes
yanquis, de Oklahoma, Dakota o cualquier desconocido pueblo del Medio Oeste,
perecieron, tras el día D, para librarnos de la barbarie nazi. Descansen en paz
los héroes.
Llega la línea imaginaria que separa Normandía de Bretaña. Ahí está. En su versión más colosal. La sorpresa no es que surja de la marea alta, eso vendrá más tarde, sino desde los campos acicalados del finisterre normando. La segunda sorpresa es, al menos desde la lejanía, desde tierra adentro, la perfecta pirámide que se percibe sobre la inmensidad del Atlántico imaginado.
Una pirámide en tierra de nadie, entre un océano de maíz y un mar invisible, añil y bravío. No es de extrañar que sea uno de los monumentos más visitado de Francia. A lo largo de dos mil años se han acumulado, sobre el modesto montículo que sirve de base, la historia, las piedras con sus aristas, las batallas con sus muertos, las plegarias con sus súplicas y acción de gracias que, desde aquí, parecen elevarse con pasmosa facilidad benedictina hasta lo más alto. Desde las impresionantes mareas bajas de la bahía.
El Monte Saint Michel es la perfecta metáfora de que la historia, a pesar de lo que se suele decir, no es cíclica, sino lineal. Aunque para ser exactos, en este aislado pedazo de tierra, la historia es, ha sido, sobre todo, vertical. Desde los druidas, pasando por los primeros monjes celtas, las cruentas batallas con los ingleses, la feroz Revolución –curiosamente aquí apenas tuvo el eco destructor de otros lugares- hasta culminar en la estatua bronceada del arcángel San Miguel. Pese a todo, seguro que con los pararrayos colocados en sus alas y en su espada flamígera la historia no ha llegado a su fin.
¿Qué será lo siguiente, aparte de las hordas de turistas, ahora mucho más sostenibles que cuando lo visité hace veinte años? Penetrar en el recinto amurallado es, escalinata a escalinata, nivel a nivel, descender por los recovecos de la historia. Ahondar sobre la riquísima historia de la religión en Francia, país campeón del laicismo. Hasta llegar, con el frescor de las piedras, derrumbadas y reconstruidas en un dédalo infinito, hasta alcanzar los 150 metros de altura.
Aunque por más que busco, no hay forma de encontrar la reliquia mandada traer de Italia por San Euberto, una roca que contenía la huella dejada por el arcángel San Miguel sobre la misma, una vez que en ella reposó su pie. ¡Lástima! Tiene sentido que sea el tercer monumento más visitado de Francia, tras la Torre Eiffel y el Palacio de Versalles. Después de todo, bastan un par de horas, por este pozo ascendente, para hacerse con un excelente resumen del desmedido amor gabacho por la cultura y la monumentalidad. Un recorrido raudo por los megalitos celtas, el arte prerromano, la airosa ascensión del gótico. Todo ello acompañado de las inevitables destrucciones, ruinas, saqueos y sitios. Vuelta a empezar. Por no hablar de los desastres de la Revolución. Una terrible historia que los franceses han exportado, tan exitosa como engañosamente, en nombre de la libertad, fraternidad e igualdad.
Aunque, deduzco, que el principal atractivo que
ejerce sobre los turistas en masa es la enorme facilidad para visualizar,
completamente aislado entre el continente y el océano, en un solo golpe de
vista, su conjunto tan espectacular. A diferencia de los monumentos urbanos,
más a ras de tierra y más complicados de ver, incorporados en las
construcciones de las grandes ciudades, aquí todo se ve de golpe en un abrir y
cerrar de ojos. Desde aquí abajo.
Y a la inversa. Desde arriba. Desde el pórtico
en la parte superior, la iglesia abacial –desgraciadamente el extraordinario
claustro románico está en restauración- se maravilla uno, en toda su extensión,
sin ningún obstáculo visual, del espectáculo de la marea atlántica, baja en
esta hora del mediodía, creciendo a una velocidad vertiginosa. Dicen que tan
deprisa como el galope de un caballo. Sobre la playa que aparece y desaparece
con el flujo, a los pies de la fortaleza inferior, las familias organizan
picnics, una pareja de recién casados con los ojos rasgados se toman fotos para
la eternidad. Los autobuses del turismo sostenible cargan y descargan viajeros
sin parar.
No quiero ser aguafiestas, pero al final de la
jornada, para mí, que vengo de tierra adentro, me quedo con la imagen de la
cúspide que se eleva, airosa e impenetrable hacia el cielo, por entre los
maizales. Aunque si por pedir fuera, hubiera preferido que en lugar de maizales
fueran los ondeantes campos de centeno de la meseta castellana. Hubiera sido la
postal perfecta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario