A mediados de los sesenta, que muy de ciento en
viento, apareciera el obispo por el pueblo, constituía un evento de primera
magnitud. Banderitas de papel con los colores patrios, repique de campanas,
recepción por todo lo alto en los viejos soportales del ayuntamiento. Tras la
santa misa, por supuesto. Lo hacía muy, pero que muy ocasionalmente, cuando
tenía que confirmar a los chavales, antes de que abandonaran la escuela y
terminaran ayudando a sus padres en el campo. Y ya se sabe, de modosos alumnos
en la escuela mixta, bastaba que comenzaran a empuñar la esteva del arado para
que empezaran a jurar por todos los santos de la corte celestial. Y jurar, lo
que se dice jurar, hay pocos sitios que se blasfeme tanto y con tanto ardor
como las aldeas castellanas.
Ya llegará Pascua Florida para que todos los pecados
contra el Segundo Mandamiento te sean perdonados en un abrir y cerrar de ojos.
Así que el obispo aprovechaba que a los escolares de varios pueblos les
empezaban a salir sarpullidos en la cara, y en otros sitios, para juntarles y
darles, por así decirlo, la última catequesis ritual, como si fuera la
extremaunción del fin de la adolescencia. Que, aunque no cundiera mucho efecto,
al menos, les dejaba limpios del polvo y paja sacramental para cuando llegaran
los esponsales.
La otra única autoridad que solía aparecer por el
pueblo era el Inspector del Ministerio de Educación. Quizá con algo más de
frecuencia, aunque como su ámbito quedaba limitado al escolar, fuera de las
madres -los padres no solían preocuparse por estos menesteres- apenas nadie en
el pueblo se percataba que había pasado el examen de geografía. “¿Cuál es el pico más alto de Europa?” me
preguntó a mí, el penúltimo en la hilera de chiguitos (y chiguitas, claro) de
la escuela mixta.
Por lo tanto, el que un día apareciera en un “haiga”
su excelencia el cardenal de Manila, con su solideo carmesí, resplandeciente
por encima de sus cejas achinadas y sus mejillas rechonchas, recubierto con una
sotana con los botones rojos y un resplandeciente fajín a juego, causó
verdadera sensación. De su cuello pendía,
refulgente, una pesada cruz dorada. Por no hablar del anillo pastoral que casi
tapaba dos dedos de su mano derecha. Ni los más viejos del lugar, quizá años
ha, cuando vino el Gobernador Civil, recordaban una vista tan egregia. Ni que
decir tiene, que el porte del cardenal era mucho más solemne, aunque sólo fuera
por los ampulosos y pausados andares a la hora de caminar.
Es cierto que apenas pasó un día con su noche. Pero,
quizá si entonces hubiera habido un alcalde con horizonte de miras, atento a
las modas turísticas que comenzaban a despertar en la costa, bien que aquí
estábamos en el corazón de los páramos y valles del norte de la provincia,
hubiera solicitado una subvención a la Diputación. Con ella, habría preservado
la cama con el elaborado cabecero de nogal y el colchón de borra de oveja
merinas, que seguramente le causó no pocos picores, como hitos de una atractiva
ruta turística. Incluso una placa: “Aquí
durmió el Cardenal de Manila en fecha tal y tal, siendo alcalde tal y tal”.
Sin embargo, nada de eso sucedió. Tal como vino se
marchó ¿Tal como vino se marchó? Para nada. Por muy cardenal que fuera, por muy
dignatario de la Santa Madre Iglesia, el ampuloso cardenal estaba obligado a
hacer sus necesidades como todo hijo de vecino. En el corral. Si tenía suerte,
disculpas por los detalels escatológicos, no habría gallinas alrededor y no
tendría que espantarlas mientras, como se solía decir, “tiraba los pantalones”.
No te digo nada del enredo con la sotana.
Pero hete aquí que el P. Agapio Salvador, de fausta
memoria, de la familia de los Salvadores, había sido confitero antes que
fraile. Al menos su padre, el señor Honorato había regentado, en aquellos
tiempos de penuria de la postguerra, el obrador, innecesario decirlo, la única
confitería del pueblo. Todo un lujo, en tiempos del estraperlo de harina y
azúcar. Fuere como fuese, se las arregló para que tres hermanos y, si mal no recuerdo,
una hermana, se sintieran atraídos por la vocación religiosa. En concreto la
dominicana.
El pequeño, Félix, estuvo durante muchos años en el
Tonkín o la China y terminó dando clase de latín en el internado de Valladolid.
Emiliano, el de en medio, desarrolló una destacada carrera eclesiástica entre
las procelosas jerarquías del Vaticano y sus alambicados tribunales
eclesiásticos. El P. Agapio, de carácter afable, con excelente sentido del
humor, tan aficionado a contar chistes como a pescar cangrejos a retel, pasó la
mayor parte de su vida en la lejana Manila, en la Universidad de Santo Tomás,
una de las instituciones académicas más importantes, si no la más, de la
iglesia católica en Oriente.
Fue allí donde trabó amistad con el cardenal, uno de
los primeros dignatarios locales -bien que fuera de origen chino- elevado a la
gloria del purpurado. El P. Agapio era muy dado a loar los pacíficos remansos
de las choperas nativas, a descripciones épicas sobre los susurrantes robledales
del monte las tardes de cierzo o la innegable aspereza de los barbechos de
Campoloncillo. Residía a 14.000 kilómetros de distancia, pero la aldea estaba
omnipresente en su corazón y en su mente.
En estas que el cardenal tuvo que desplazarse a Roma
para uno de sus negociados eclesiales. Como era verano, coincidió, venía cada
tres años, cuando ya empezaban a ser comunes los aviones a reacción, con las
vacaciones estivales del buen P. Agapio. Así que, de tanto hablar del pueblo,
de las casas de adobe, de la sonoridad en el volteo de las campanas en los
domingos y fiestas de guardar, al cardenal le entraron unas enormes ganas de
visitar el villorrio.
Llegar hasta Madrid no era demasiado complicado. Desplazarse
hasta el norte de la meseta castellana era otro cantar. Pero un purpurado, en
la España de los sesenta, no se iba a parar porque no hubiera autovías y las
carreteras ni siquiera estuvieran asfaltadas. En lo que seguro que fue una
pequeña epopeya viajera -no conviene exagerar, en aquellos tiempos el interior
de Filipinas era aún más rústico que la Valdavia- allí que se presentó el
cardenal. Tanto le había hablado el P. Agapio de la torre de la iglesia, que
desde la curva de Villaeles ya le resulto fácil adivinar que Renedo se divisaba
en la distancia, apenas a cuatro kilómetros, con el magnífico telón de fondo de
las estribaciones de los Picos de Europa.
Lírica y nostalgia aparte, como ya dije, el P.
Agapio había tenido que pensar en las necesidades más elementales. La comida no
era ningún problema. Su hermana, la señora Davídica, estaba acostumbrada a
cocinar para los hermanos frailes; durante el paseo hasta el río Negro, por la
cañada, nadie le iba a quitar al cardenal el polvo del sendero; del lecho ya
hemos hablado. Pero ¿dónde hacer sus necesidades? Desde luego no en la cuadra
como todo hijo de vecino. Para eso era todo un cardenal.
El P. Agapio había pensado en todo. En un receso de
lo que en su momento había servido de cuadra para los animales de su padre
confitero, se las había arreglado para que el albañil del pueblo vecino montara
una taza de wáter. Absoluta novedad en la aldea y, con toda certeza, en muchos
kilómetros a la redonda. Acompañada de un pequeño lavabo (la ducha ya hubiera
sido demasiada sofisticación). Que al hacer de cuerpo las santas inmundicias terminaran
en un pozo negro era un problema menor. Total ¿cuántas veces iba a necesitar el
cardenal acudir al excusado? Y después ya nadie más volvería a usarlo. Dicho
sea de paso, las gallinas algunas veces resultan más eficaces.
Y así fue como el cardenal de Manila, que yo sepa el
primer y único cardenal que ha puesto los pies en el pueblo, disfrutó de las
austeras y mínimas comodidades del cuarto de baño (o algo parecido) en la villa
de Renedo. ¡El primero! Hasta al menos una década después, en 1975, el agua corriente
no llegó desde las fuentes de Ambuena al pueblo.
Las limitadas comodidades no fueron obstáculo para
que su Eminentísima disfrutara de su asueto en la meseta castellana y el primer
edil tuviera la oportunidad, desaprovechada, como ya sabemos, de haber colocado
una placa: “Aquí pasó pasó una noche y un
día su Eminencia el cardenal de Manila”.
Sin entrar en detalles, por supuesto, de los primeros elementos de
modernidad llegados al pueblo. Por mor del cardenal de Manila.
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*** Basado en hechos reales
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