miércoles, 13 de septiembre de 2017

POSTALES DESDE FRANCIA (II): ABADÍA DE BEAUPORT (Bretaña):

Hubo una época, cuando era joven, que tenía verdadera obsesión por las ruinas. Releía incansablemente las guías arqueológicas y toda su letra pequeña, intentando averiguar el trazado exacto del cardo romano en Palmira. O me aseguraba de que la iglesia jordana de Mádaba estaba correctamente orientada, como debía y era costumbre, hacia el este. 

No olvidaré nunca la primera vez que apercibí, hace treinta años, los muros de Jericó, 8.000 años de antigüedad, saliendo de las profundidades del oasis neolítico, torres defensivas que, 6.400 años más tarde, cayeron ante el ensordecedor soplo de las trompetas de Josué. Ni las horas muertas pasadas al sur de la explanada del Muro de las Lamentaciones intentado averiguar por donde discurría la fachada del Templo de Salomón en Jerusalén. De contemplar tantas ruinas uno termina por pensar que, en la mayoría de las ocasiones, lo que queda, tras el desgaste del hombre y los siglos, termina por ser mucho más instructivo que un mismo edificio al completo, reconstruido y reformado por las generaciones siguientes. 

Un monumento en ruinas, abandonado, o al menos con apariencia de estarlo, da alas a la imaginación, permite recrear, con mucha más facilidad, el momento exacto en que las vidas, logros y fracasos de sus habitantes desaparecieron, aunque fuera progresivamente, de manera radical, de los espacios que habitaron y fueron tan suyos. Su historia devorada por el paso del tiempo, no sus obras. Unas ruinas, contempladas en su integralidad –aunque parezca contradictorio- resultan mucho más didácticas que cualquier empalago arquitectónico posterior. En otras palabras, destilan la autenticidad y candor que las hibridaciones y amalgamas ulteriores hubieran afeado. 
Sobre todo si están perdidas en el inmenso arco de la ensenada de Paimpol, en la Bretaña más esquiva y recóndita. En pie quedan unas cuantas paredes de la sala capitular, algunos arcos góticos del ábside abacial han resistido airosos los embates de las tormentas atlánticas. En medio de la nave, sin techumbre alguna, la tumba medieval de los fundadores, o quizá sean sus descendientes, yace cubierta de enredadera. La inevitable llovizna hace brillar, entre la neblina, la piedra tallada recubierta de musgo y humedad. El conjunto se difumina contra la marea baja, envuelta en la brisa de los siglos pasados y la irrealidad del presente. 

Una pareja de jóvenes turistas alemanes intentan con una guía digital, como yo lo intentaba hace treinta años, recrear la nave que Alano de Avaogour financió para los frailes premostratenses de la Abadía de Beauport (Bellus Portus). Los premostratenses, el nombre les viene del lugar geográfico donde se originaron, Premontré, experimentaron, a partir de 1200 un crecimiento extraordinario. Más que monjes eran curas que vivían en comunidad conventual. En parte porque fueron extraordinariamente eficaces en la gestión económica, como fue el caso en Beauport, de las propiedades y donaciones que les legaron. A la vez que cuidaban de las almas con su ejercicio pastoral, dinamizaban sabiamente los resortes económicos ligados a la abadía: tierras de cultivo, caza, bosques y en esta zona costera: la pesca. Sin barcos.

Las posesiones de la abadía abarcaban un buen tramo de costa que, aquí, se beneficia de un flujo de mareas sobresaliente. Así que a unas centenas de metro del núcleo abacial construyeron un ingenioso sistema de pesca. Un laberinto de muretes en piedra donde los peces, en marea alta, nadaban pacíficamente, engatusados por cebos. En cuanto la marea comenzaba a retirarse y lo hacía de manera vertiginosa los peces quedaban atrapados en el laberinto de piedra. Aunque muy deteriorado, todavía se aprecia, al fondo del obligatorio huerto de manzanos, la cerca derruida de piedras donde los peces, atrapados, boqueaban sus últimos minutos de vida.

Mientras regreso al aparcamiento leo que las hortensias, como las que adornan y colorean abundantemente las ruinas, no fueron introducidas en Francia, desde Japón, vía Italia, hasta la Exposición Universal de Paris en 1900. Y sin venir a cuento me revienen a la memoria las imágenes de la muralla de Jericó (“Entonces el pueblo gritó, y los sacerdotes tocaron las bocinas; y aconteció que cuando el pueblo hubo oído el sonido de la bocina, gritó con gran vocerío, y el muro se derrumbó”) ilógicamente entreveradas con el laberinto de piedra que servía para atrapar los peces en Beauport. 

Después, una frase en latín: QVOD NON ME VINCIT, FORTIOREM ME FACIT (“lo que no me mata, me hace fuerte”). Acaso piense, dondequiera que esté, San Norberto, el fundador de los premostratenses cuyos discípulos, de manera tan admirable, supieron gestionar los recursos económicos y espirituales de BELLUS PORTUS. 


Para llegar hasta aquí. Lo que califican como el vestigio en ruina más hermoso de Francia. No podría estar más de acuerdo. Otra víctima de la Revolución Francesa que sobrevivió, en este caso más bien que mal, a los abandonos forzados y voluntarios, a los olvidos queridos y a los no deseados, a los vericuetos de la historia y a la desidia de los hombres. Puerto Bello, superviviente de los laberintos de la historia, resistente tenaz en las mareas altas. No menos que en las más bajas

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