martes, 5 de mayo de 2020

CUARENTENA DÍA XL: El minarete de la novia


Bajo la apariencia de su nombre romántico se esconde algo mucho más banal e irrelevante: dinero. Se denomina así, simplemente, porque el padre de la esposa de un gobernante local pagó el plomo con el que se hicieron las juntas del tejadillo. Aunque la historia del lugar donde se asienta la Gran Mezquita de Damasco, que lo acoge se remonta, a siglos atrás. Un excelente ejemplo, en este reducido espacio geográfico, de cómo las religiones y las culturas se han ido, literal y materialmente, superponiendo unas a otras. Centuria a centuria, invasión tras invasión, guerras encadenadas, derrotas de los antiguos gerifaltes. Bien que la historia siempre termina, como es bien sabido, por escribirla los vencedores. ¿Mezquita de Córdoba convertida en catedral? ¿Templo de la Roca, Jerusalén, transformado en mezquita? Espera. 

Hasta el 634, año de la conquista árabe de Damasco, ésta era la basílica dedicada a San Juan Bautista. Según la tradición, aquí, todavía, incluso se conserva la cabeza. La del Bautista, un judío de pura cepa, considerado profeta por musulmanes y cristianos. Más aún: la tradición árabe dice que Jesús (Isa para ellos), retornará aquí al final de los días y de la historia de este mundo. 

Antes de catedral cristiana fue templo de Júpiter con los romanos, antes fue el templo de Hadad-Ramam, el dios arameo del trueno y las tormentas, con las tribus locales. Antes fue un lugar de culto, para un dios desaparecido en la noche de los tiempos, seguramente relacionado con las lluvias, en el neolítico. Para la aridez de estos parajes, un salvador cabalgando una tormenta, envuelto en una cortina de agua, parece la divinidad perfecta.
Una historia que se repite, interminablemente, en tantos lugares de Oriente Medio, desde Mesopotamia a Egipto: la religión instrumentalizada, una y otra vez, por los poderes políticos y religiosos. Ahora mismo y hace milenios. 

Aunque cuando, por fin, tuve la oportunidad de visitarla en 1998, no estaba excesivamente interesado en la historia de las religiones. O quizá sí. En la persecución elusiva del extraordinario recorrido vital de Paulo de Tarso -sobre un llamativo episodio de su vida, en la lejana planicie de Anatolia, versaban las elucubraciones mi tesis doctoral- Damasco resultaba ser un lugar absolutamente clave. Imprescindible. Para entenderlo, aunque fuera una porción infinitesimal. De quien tantos afirman que fue el genuino creador de la religión cristiana.

La famosa caída del caballo no debió de ocurrir lejos de aquí. Más cerca aún debía de estar la casa de Ananías donde recobró la visión, como símbolo de su cambio radical. Para recorrer el camino de obstinado perseguidor a audaz perseguido. 

En mi imaginario particular de la época, Damasco era la ciudad final donde cristalizaban todos los cambios radicales, la urbe madre, crisol de todas las conversiones que en el mundo ha habido y habrá. No necesaria, ni prioritariamente las religiosas. Damasco representó para Pablo, artífice del cristianismo, 700 años antes de los omeyas, el destino final de una peregrinación. Para mí, una meta que podría ser o no ser, el comienzo -como la de San Pablo- de un nuevo itinerario único, personal e intransferible. 

Cuando pasas de los cuarenta, como era el caso, ya no sólo miras para adelante. También miras para atrás. No pocas veces de reojo. Dilucidando lo que fue y lo que pudo haber sido. Sobre un hipotético pasado que nunca ocurrirá. Un error de proporciones monumentales. Por eso el encuentro con los lugares que Saulo había recorrido, primero a ciegas y después con los ojos bien abiertos, resultó a ratos temerario y a ratos desafiante. Cuando él pasó por aquí, el templo de Júpiter, construido para rivalizar con el judío de Jerusalén, estaba en todo su esplendor. Damasco, como tantas otras veces a lo largo de su historia, era un crisol de culturas, etnias, gentes de todo el Creciente Fértil. Encrucijada de caminos. Para lo bueno y para lo malo.

¿Qué pensaría Pablo en aquellas primeras semanas de su nueva vida? ¿Qué dudas no atribularían su mentalidad judía para convertirse a un cristianismo en mantillas, una auténtica herejía para su fe? Imposible saberlo, aunque de una cosa estoy seguro. La conversión de Pablo no consistió en mirar hacia atrás. Convertirse es mirar siempre hacia adelante. Conversión no es arrepentimiento, ni lamentaciones, ni añorar el pasado. Convertirse es desbrozar el camino que uno tiene adelante y seguir, cueste lo que cueste, por la nueva ruta que se ofrece. No tiene sentido la conversión si es para volver a poner la mano el arado sobre el mismo surco. Menos aún para tropezar en la misma piedra. El paraíso, aunque nunca llegue, aunque sea una quimera, incluso fruto de un delirio mental o religioso, siempre está en el porvenir. Jamás en la nostalgia y la contrición. 

Convertirse es no detenerse, es esperar, con certeza, soñar, sin rémoras, que el mañana será mejor que el hoy. Como representado en los magníficos mosaicos bizantinos de la fachada de la mezquita y que al “muezzin”, cuando llama a la oración desde el Minarete de la Novia, le deben de recordar el “hadiz” del Profeta: “Álzanse a la puerta del paraíso dos árboles grandes: en el mundo no se ve cosa que se parezca al aroma de estos árboles, a su umbroso follaje, a la perfección, belleza y elegancia de sus ramas, a la hermosura de sus flores, al perfume de sus frutos, al lustre de sus hojas, a la dulce armonía de los pájaros que sobre sus ramas gorjean, a la fresca brisa que su sombra se respira”.

En estos treinta y tres años, este recinto ha pasado por momentos dramáticos, la destrucción, no podía ser de otra manera, de una guerra más. En los medios de comunicación he visto imágenes de la enhiesta estructura derrumbado sobre el pórtico, arrumbado como se caen los castillos en la arena de la playa, desmoronado desde la cúspide hasta la misma base. Es difícil seguir la narrativa de una guerra con tantas facciones donde la religión, una vez más, ha sido manipulada para justificar matanzas, bombardeos de hospitales o decapitaciones en público. Seguramente la realidad ha sido aún mucho peor.

Al final resulta que el vil metal fue la razón inicial por la que se echaron los cimientos para edificar el minarete y, de alguna manera u otra, aunque se justifique con mil lenguas de trapo, el motivo final para que toda su belleza haya terminado arrinconada en informe revoltijo de piedras sillares amontonadas. Hasta que alguien, otro nuevo poder, tenga los recursos suficientes para levantarlo a su gloria primera.

Con la excusa de la religión y del amor, tantas veces confundidos.

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