No creo que haya otro país que respete y venere
tanto a los ancianos como Japón. Quizá en alguna etnia africana donde los
ancianos son los jefes supremos desde el punto de vista religioso. La
deferencia no lo es tanto por la edad, aunque va parejo, sino porque consideran
que cuanta más edad más sabiduría atesoras y más conocimiento puedes compartir.
Tal es el respeto que desde mediados de los sesenta se institucionalizó como
jornada festiva, a nivel nacional, el Día de los Ancianos (el tercer lunes de
septiembre). Es decir, puente al canto. Pero no en memoria de alguna heroica derrota
contra el enemigo o algún devoto santo. No, no. Para honrar a los viejos.
La estampa escolar, tópica, del chaval ayudando a
cruzar la calle a una anciana no resulta extraña de ver. Los asientos
reservados a los abueletes en el metro de Tokio, incluso en horas punta, son
intocables y tengo una amiga que dejó marido e hijos en la capital para asistir
a su madre, en provincias, durante los últimos años de su vida. Las
reverencias, sobre todo en las zonas rurales, cuando un vástago accede a la
casa paternal son interminables. Hasta el gobierno les muestra su aprecio en
tan señalado día. Mejor, les mostraba.
La costumbre era enviar una taza de sake (un bol
diminuto) a todos los que sobrepasaban los 100 años. Digo les mostraba porque
en 1963 cuando empezó a mostrar su dadivosidad se lo hizo llegar a 153. En
2014, los centenarios se situaron en 29.357. Y aquí es donde, faltaría más, el
ministerio de Hacienda empezó a echar cuentas. Cada tacita vale 64 dólares, el
coste total de la generosidad gubernamental superaba los dos millones de
dólares. Y subiendo. El año que viene más de 30.000 viejos. No te digo nada el
sistema sanitario y las pensiones. Así que han decidido meter la tijera y
enviar una más modesta y, todo hay que decirlo, barata misiva “en lieu” de la
taza de sake.
La pareja de ancianos de la imagen, creo yo, no
habrán llegado a recibir la carta, aunque seguramente coleccionaron unas
cuantas tazas de sake. En la primavera de 1984 ya debían de rondar los ochenta
y pico. El castillo de Matsuyama, en la cuarta isla más grande, la de Shikoku,
domina toda la ciudad que ha ido creciendo, en círculos concéntricos alrededor
del foso medieval. Era un lugar de esparcimiento y ocio para escolares,
jubilados y “gaijines” (extranjeros) como yo.
Aunque en los parajes, durante el año que disfruté,
por fin, de una ciudad manejable, por comparación al monstruo tokiota, los no
japos se podían contar con los dedos de las dos manos. Como solíamos decir,
aquello era la “inaka” (campo). Eso que pasaba del medio millón de habitantes.
Con la densidad demográfica del país, una nimiedad.
La subida, sólo se permitía a pié, no era muy
fatigosa así que en la época del “sakura” (floración del cerezo) era un espacio
muy popular y relativamente ruidoso. Recuerdo que dí unas cuantas vueltas a la
muralla a la espera de que cayera la tarde y se redujera la algarabía. Cuando
ya apenas quedaba media hora de sol, me encontré con la pareja de ancianos,
sentados en un banco, mirando hacia el Mar Interior que se puede divisar en la
lejanía con sus decenas de islas. La progresión de la floración del cerezo la
anuncia cotidianamente el hombre/mujer del tiempo, con unas franjas que
asemejan las isobaras, a medida que asciende hacia el norte del archipiélago.
Como Shikoku está bastante al sur, la floración viene muy temprana. A
principios de marzo, incluso.
El tiempo todavía no es cálido, como atestiguan lo
abrigado que van el matrimonio. ¿Qué estarían pensando en aquel preciso
instante? ¿Sobre qué conversarían? En los días claros de primavera se puede
divisar la costa de Hiroshima en la otra ribera del Mar Interior. ¿Habrían
visto desde aquí elevarse el mortal y anaranjado hongo atómico? ¿Acaso el
hombre había servido, otro maldito más, en las fuerzas imperiales, defendiendo
lo indefendible en alguna perdida isla del Pacífico Sur?
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