domingo, 3 de mayo de 2020

CUARENTENA DÍA XLVII: Tu pueblo y el mío


Hay personas en el discurrir de los días que, sin razón aparente, están en tu vida como el jueves, siempre en medio. No hay forma de apartarlos, ni que se aparten. Incluso cuando no quieres ni verlos en pintura. Hay otros con los que te cruzas con ellos por puro azar, pensando que nunca más te volverás a topar con ellos y, cuando les has olvidado, o casi, reaparecen en tu vida para quedarse para siempre ahí. Sin hacer ruido, sin decir nada. Están tan silenciosos como presentes. Cuando aceleras por la autopista, cuando desciendes al trabajo, cuando sales a pasear por las colinas los fines de semana. Si no fueran queridos serían una auténtica pesadilla.

En quinto y sexto de bachillerato los temarios eran tan extensos, ya fuera la historia, ya fuera en literatura, que llegábamos a junio sin haber dado abasto para finalizar el libro de texto correspondiente. Así que, como mucho, deprisa y corriendo, arribábamos exhaustos a los Últimos de Filipinas, ni siquiera oteábamos la I Guerra Mundial, mucho menos la Civil.

En literatura raspábamos, muy por encima, la Generación del 98 para poner punto y final antes de las vacaciones veraniegas. Así que, a mí, como a tantos de mi edad, Miguel Hernández me llegó vía Joan Manuel Serrat. En la facultad de filosofía y teología, alguna mente preclara, demasiado para la época cuando se construyó, finales de los cincuenta, habían aparejado un magnífico estudio de radio que pronto cayó en desuso, tanto porque las nuevas tecnologías avanzaban que era una barbaridad, como porque los responsables de ejercitarse en aquellas avanzadillas eclesiales de la comunicación religiosa retornaron al siglo y se buscaron la vida en otros páramos menos yertos.

La escasez de vocaciones religiosas impidió que aquel excelente material puesto a buen uso, así que encima de la fonoteca, del reproductor estéreo, todo sofisticado material profesional, comenzó a amontonarse el polvo. Salvo por el uso puntual de algún alumno que se perdía por los estudios abandonados.

Un par de años después de que  Joan Manuel publicara el disco, en ese estudio nos reuníamos unos cuantos compañeros, los sábados por la mañana para escuchar una y otra vez el LP, a la vez que buceábamos en profundas exégesis, entiéndase el contexto, teníamos 18 años apenas cumplidos, sobre metáforas, rimas y crítica literaria, todo ello en medio de acalorados debates donde los sintagmas y sinónimos declamados por Serrat se aderezaban con la biografía revolucionaria y los tristes últimos meses del poeta en la cárcel de Ocaña, que durante el año anterior habíamos visitado con frecuencia para jugar al fútbol con los presos, casualidades de la vida,  donde el poeta había pasado una temporada, un año antes de morir en la de Alicante,

Tan grande fue la impresión que me las arreglé para que uno de mis profesores de filosofía aceptara, como trabajo de clase puntuable, un modesto (mediocre, debería añadir) ensayito sobre su obra. No tenía mucho que ver la fenomenología académica teutona con El Niño Yuntero del levante español, pero en aquellos tiempos revueltos de Madrid 1975, los parámetros académicos eran más bien flexibles. Por fortuna.

Aparte de su obra, por entonces pensaba, ahora he cambiado de idea, que era el poeta mayor que los siglos vieron, Miguel Hernández me atraía por afinidades, digamos, sentimentales. Orihuela (la del Señor) me sonaba entonces como lugar exótico, el Levante era una esquina de la geografía notablemente alejada de la mía. Pero aquello de que hubiera sido cabrero me tenía intrigado. Yo conocía unos cuantos pastores en mi pueblo, algunos jóvenes, pero no los imaginaba, ni remotamente, declamando versos por las majadas.

Para mí, en aquellos tiempos enmarañados de la post adolescencia tardía, lo de ser poeta y pastor no casaba ni lo más mínimo. “Contradictio in terminis” como aseveraba el profesor de lógica filosófica. No menos importante era el espíritu revolucionario de su obra. Insisto, mediados de los setenta y la mitad de mis compañeros de facultad eran castristas y la otra mitad de Fuerza Nueva. No recuerdo muy bien por qué, pero yo me encontraba en el primer grupo.

Entre aquellos de quienes se burlaba nuestro profesor especialista en Husserl afirmando que no hay un canto revolucionario decente. Pero los de Miguel Hernández en boca de Serrat ¡vaya si lo eran! Y para rizar el rizo, había pasado sus últimos meses en las prisiones de Palencia y Ocaña, ciudades que yo conocía tan bien. Al gusto por sus versos, se unía la cercanía geográfica, no la temporal. Faltaba Orihuela.

Yo la imaginaba sin sierra, plana. Pero rápidamente entendí, cuando un cuarto de siglo más tarde, otro azar de la existencia, a divisar desde mi paseo vespertino, casi cotidiano, que las faldas con los limoneros y los riscos por donde trepaban las cabras eran, en realidad, su pueblo y el mío. La visita a su casa natal, preservada en un barrio tan humilde como ya lo era entonces, hizo el resto. Aquel era mi poeta. Leo por ahí, quizá por exceso de celo periodístico, que ni era tan pobre ni fue autodidacta. Es posible. Poco importa. Me quedo con aquellas veladas, revolucionarias a nuestra manera, a mediados de los setenta, mientras nos aprendíamos de memoria los versos en compañía de Serrat y en un apasionante aquelarre literario discutíamos interminablemente sobre el simbolismo de cada vocablo.

No entendíamos gran cosa, pero Miguel Hernández era uno de los nuestros, de los que sin haber ido apenas a la escuela (¡pastoreaba con un tomo de Verlaine en el zurrón!) había enardecido a los más humildes y desarrapados. Les había hecho señores y no esclavos de la gleba, propietarios de la tierra que labraban: “Contar sus años no sabe, /y ya sabe que el sudor/es una corona grave/de sal para el labrador.”.

Así que ahora, cuando desde las colinas por las que paseo casi todas las tardes veo al otro lado de la hondonada -hendida por la autovía que va a Alicante, la cercana ciudad donde murió- las laderas de las colinas cubiertas de almendros y limoneros de la sierra de Orihuela, no puedo dejar de pensar que “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran”.

Hoy, tras más de cuarenta días de confinamiento, como no podía ser de otra manera, a modo de peregrinación, he ascendido la cresta de la colina para divisar, una vez más, los cerros y los collados, bañados en la luminosidad del sureste peninsular. “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta”

1 comentario:

  1. Hola Ignacio.
    No me conoces, pero yo, sin conocerte, juraría que te conozco. Juraría que por ser esa persona que escribe sobre las emociones de nuestra tierra (la tuya y la mía) eres tan conocido para mi como en su día lo fue tu padre el señor Elias o tu hermano Pepito. A la vez que leo tus escritos sobre la sencillez de la vida campesina, me veo empujado a contemplar a traves de tus ojos los paisajes que describes, las costumbres que detallas o la memoria de las personas que recuerdas.
    Como digo, conocí a tu padre. No con la intensidad que el hombre merecía, pero si con el respeto que le debía. Creo que era un hombre bueno. Al menos eso me decía de él la bondad de sus ojos. Espero que de tal palo haya salido tal astilla.
    Mis respetos y admiración.
    Amós.

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