Hay personas en el discurrir de
los días que, sin razón aparente, están en tu vida como el jueves, siempre en
medio. No hay forma de apartarlos, ni que se aparten. Incluso cuando no quieres
ni verlos en pintura. Hay otros con los que te cruzas con ellos por puro azar,
pensando que nunca más te volverás a topar con ellos y, cuando les has olvidado,
o casi, reaparecen en tu vida para quedarse para siempre ahí. Sin hacer ruido,
sin decir nada. Están tan silenciosos como presentes. Cuando aceleras por la
autopista, cuando desciendes al trabajo, cuando sales a pasear por las colinas
los fines de semana. Si no fueran queridos serían una auténtica pesadilla.
En quinto y sexto de bachillerato
los temarios eran tan extensos, ya fuera la historia, ya fuera en literatura, que
llegábamos a junio sin haber dado abasto para finalizar el libro de texto
correspondiente. Así que, como mucho, deprisa y corriendo, arribábamos
exhaustos a los Últimos de Filipinas, ni siquiera oteábamos la I Guerra
Mundial, mucho menos la Civil.
En literatura raspábamos, muy por
encima, la Generación del 98 para poner punto y final antes de las vacaciones
veraniegas. Así que, a mí, como a tantos de mi edad, Miguel Hernández me llegó
vía Joan Manuel Serrat. En la facultad de filosofía y teología, alguna mente
preclara, demasiado para la época cuando se construyó, finales de los cincuenta,
habían aparejado un magnífico estudio de radio que pronto cayó en desuso, tanto
porque las nuevas tecnologías avanzaban que era una barbaridad, como porque los
responsables de ejercitarse en aquellas avanzadillas eclesiales de la
comunicación religiosa retornaron al siglo y se buscaron la vida en otros
páramos menos yertos.
La escasez de vocaciones
religiosas impidió que aquel excelente material puesto a buen uso, así que
encima de la fonoteca, del reproductor estéreo, todo sofisticado material
profesional, comenzó a amontonarse el polvo. Salvo por el uso puntual de algún
alumno que se perdía por los estudios abandonados.
Un par de años después de
que Joan Manuel publicara el disco, en
ese estudio nos reuníamos unos cuantos compañeros, los sábados por la mañana
para escuchar una y otra vez el LP, a la vez que buceábamos en profundas exégesis,
entiéndase el contexto, teníamos 18 años apenas cumplidos, sobre metáforas,
rimas y crítica literaria, todo ello en medio de acalorados debates donde los
sintagmas y sinónimos declamados por Serrat se aderezaban con la biografía
revolucionaria y los tristes últimos meses del poeta en la cárcel de Ocaña, que
durante el año anterior habíamos visitado con frecuencia para jugar al fútbol
con los presos, casualidades de la vida, donde el poeta había pasado una temporada, un
año antes de morir en la de Alicante,
Tan grande fue la impresión que
me las arreglé para que uno de mis profesores de filosofía aceptara, como
trabajo de clase puntuable, un modesto (mediocre, debería añadir) ensayito
sobre su obra. No tenía mucho que ver la fenomenología académica teutona con El
Niño Yuntero del levante español, pero en aquellos tiempos revueltos de Madrid
1975, los parámetros académicos eran más bien flexibles. Por fortuna.
Aparte de su obra, por entonces
pensaba, ahora he cambiado de idea, que era el poeta mayor que los siglos
vieron, Miguel Hernández me atraía por afinidades, digamos, sentimentales.
Orihuela (la del Señor) me sonaba entonces como lugar exótico, el Levante era
una esquina de la geografía notablemente alejada de la mía. Pero aquello de que
hubiera sido cabrero me tenía intrigado. Yo conocía unos cuantos pastores en mi
pueblo, algunos jóvenes, pero no los imaginaba, ni remotamente, declamando
versos por las majadas.
Para mí, en aquellos tiempos
enmarañados de la post adolescencia tardía, lo de ser poeta y pastor no casaba
ni lo más mínimo. “Contradictio in terminis” como aseveraba el profesor de
lógica filosófica. No menos importante era el espíritu revolucionario de su
obra. Insisto, mediados de los setenta y la mitad de mis compañeros de facultad
eran castristas y la otra mitad de Fuerza Nueva. No recuerdo muy bien por qué,
pero yo me encontraba en el primer grupo.
Entre aquellos de quienes se
burlaba nuestro profesor especialista en Husserl afirmando que no hay un canto
revolucionario decente. Pero los de Miguel Hernández en boca de Serrat ¡vaya si
lo eran! Y para rizar el rizo, había pasado sus últimos meses en las prisiones
de Palencia y Ocaña, ciudades que yo conocía tan bien. Al gusto por sus versos,
se unía la cercanía geográfica, no la temporal. Faltaba Orihuela.
Yo la imaginaba sin sierra,
plana. Pero rápidamente entendí, cuando un cuarto de siglo más tarde, otro azar
de la existencia, a divisar desde mi paseo vespertino, casi cotidiano, que las
faldas con los limoneros y los riscos por donde trepaban las cabras eran, en
realidad, su pueblo y el mío. La visita a su casa natal, preservada en un
barrio tan humilde como ya lo era entonces, hizo el resto. Aquel era mi poeta.
Leo por ahí, quizá por exceso de celo periodístico, que ni era tan pobre ni fue
autodidacta. Es posible. Poco importa. Me quedo con aquellas veladas,
revolucionarias a nuestra manera, a mediados de los setenta, mientras nos
aprendíamos de memoria los versos en compañía de Serrat y en un apasionante
aquelarre literario discutíamos interminablemente sobre el simbolismo de cada
vocablo.
No entendíamos gran cosa, pero
Miguel Hernández era uno de los nuestros, de los que sin haber ido apenas a la
escuela (¡pastoreaba con un tomo de Verlaine en el zurrón!) había enardecido a
los más humildes y desarrapados. Les había hecho señores y no esclavos de la
gleba, propietarios de la tierra que labraban: “Contar sus años no sabe, /y ya
sabe que el sudor/es una corona grave/de sal para el labrador.”.
Así que ahora, cuando desde las
colinas por las que paseo casi todas las tardes veo al otro lado de la
hondonada -hendida por la autovía que va a Alicante, la cercana ciudad donde
murió- las laderas de las colinas cubiertas de almendros y limoneros de la
sierra de Orihuela, no puedo dejar de pensar que “Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran”.
Hoy, tras más de cuarenta días de
confinamiento, como no podía ser de otra manera, a modo de peregrinación, he
ascendido la cresta de la colina para divisar, una vez más, los cerros y los
collados, bañados en la luminosidad del sureste peninsular. “Vientos del pueblo
me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan
la garganta”
Hola Ignacio.
ResponderEliminarNo me conoces, pero yo, sin conocerte, juraría que te conozco. Juraría que por ser esa persona que escribe sobre las emociones de nuestra tierra (la tuya y la mía) eres tan conocido para mi como en su día lo fue tu padre el señor Elias o tu hermano Pepito. A la vez que leo tus escritos sobre la sencillez de la vida campesina, me veo empujado a contemplar a traves de tus ojos los paisajes que describes, las costumbres que detallas o la memoria de las personas que recuerdas.
Como digo, conocí a tu padre. No con la intensidad que el hombre merecía, pero si con el respeto que le debía. Creo que era un hombre bueno. Al menos eso me decía de él la bondad de sus ojos. Espero que de tal palo haya salido tal astilla.
Mis respetos y admiración.
Amós.