Así, a primera vista, podría
llamarse como tantas viejas que he conocido en mi pueblo con nombres
pintorescos, al menos para las modas de hoy en día, con tanta tendencia a tirar
de los que salen en las revistas de moda o en las series de televisión. Las
abuelas, como la de la imagen, tenía nombres como Eustorgia, Cándida, Eufrosina,
Severiana, Eudovigis.
Evidentemente, también era una
moda en aquella época de principios de siglo pasado recurrir al santoral más
olvidado y quedarte para toda la vida con estos nombres griegos cuyo
significado es mucho más atractivo de lo que parece. Eustorgia, por ejemplo, es
la “bien querida” y Eufrosina es la que “está contenta y alegre”. Aunque con
las modas de Jennifer y similares no me imagino yo que algún nieto se llame,
como se llamaba mi abuelo, Basílides.
La anciana, hará unos cuatnos años
que habrá fallecido, la imagen está tomada en los años ochenta, tenía un nombre
mucho más común: María. Y aunque no desmerece en el rostro y la indumentaria de
las Cándidas y Eudovigis que se sentaban a la solana en las tardes de otoño de
mi aldea, su solana está a unos miles de kilómetros de la meseta castellana.
Misma indumentaria, zapatos (a su
manera) de fiesta, medias grises -pequeña coquetería para evitar las negras de
los lutos- el pañuelo a la cabeza, el rosario entre las manos, la falda, larga
como corresponde a una mujer de su edad que, los diminutos dibujos, denotan que
tiene reservada para los domingos. Si acaso, aunque no es fácil de percibir, la
chaqueta la delata, no es la de punto que se ponía la señora Cesárea, la de mi
pueblo las tardes de domingo para jugar la brisca arrimada a la pared de adobe.
De hecho, es una chaqueta de paño que, en Castilla la Vieja, sólo visten los
hombres.
Pero aquí, en Haifa, no es raro
ver mujeres que siguen la moda árabe, muy habitual en los hombres, de vestirse,
en cualquier época del año con una chaqueta de corte, muchas veces por encima
de la suriyah (túnica). Aunque lo más llamativo, pese a la avanzada edad, es el
rostro sonrosado, la tez bien clara, y los ojos, lástima que no se adviertan
bien en la imagen, luminosos. Aunque la señora María, si nos atuviéramos a lo que
le ha tocado vivir en su larga existencia debería tener pocas razones para
mostrarse tan risueña. Sin embargo…
De etnia árabe, yo estoy
plenamente convencido que llevaba en sus genes la herencia de los cruzados, es
cristiana. Miembro de la diminuta comunidad cristiana que todavía sobrevivía en
la ciudad portuaria en la primavera de 1988. El director de mi tesis doctoral
la conocía desde hacía más de tres décadas. Así que ambos habían sido súbditos
de Su Majestad la reina de Inglaterra hasta 1949, después mi profesor, en
Jerusalén, pasó a estar bajo las órdenes de Abdullah, rey jordano, y desde
1967, ambos bajo el Gobierno de Tel Aviv.
Mi profesor, también entrado en
años, tenía a la señora María por heroína. No tanto por haber sobrevivido a
tantos vaivenes de la historia con sus sufrimientos aparejados. Era casi la
última cristiana de una estirpe que, con la edad y el paso de los años, estaba
abocada a la desaparición. Sus hijos habían emigrado hacía unos cuantos años a
Estados Unidos, su marido había muerto hacía tiempo y ahora vivía en un entorno
ajeno, aunque no exactamente hostil, y una época que, era difícil obviarlo, ya
nunca sería la suya.
Y no, no era abiertamente anti
israelí, con lo fácil que se lo habían puesto. El paso de los años la habían
otorgado una distancia y una serenidad incomparables mientras desgranaba, con
el mismo sosiego que pasaba las cuentas del rosario, historias de la aldea
donde vivió durante la ocupación del Mandato Británico, la llegada de los
primeros colonos sionistas, la guerra que siguió a la catastrófica separación
de 1947.
Vivía en una casita humilde, de
planta baja, en una de las laderas que rodeaban el puerto, no muy lejos de la
sede central, con sus impolutos jardines, del bahaismo. Por no decir que todos
sus vecinos eran judíos y sus conocidos musulmanes. Una isla rocosa. La señora
María, como es costumbre en la región, exhibió, en el marco de la innegable
modestia que habitaba, la exuberante hospitalidad que sólo se halla por estos
parajes. Así que lo que se suponía era una simple visita de cortesía se
extendió durante una larga sobremesa, mientras ella a la vez que echaba de
menos los hijos que, con toda seguridad, nunca retornarían, insistía una y otra
vez en que nunca se marcharía de la tierra que era la suya y la de sus
antepasados.
Y aunque no lo dijo, pero era
obvio, nunca abjuraría de la fe que la había cobijado en su larga existencia.
Aunque sólo quede yo, decía. Detrás de su plácida mirada, la fidelidad a sus
creencias sólida e imperturbable. Como Rut la moabita. O como las señoras
Eustorgia, Cándida, Eufrosina, Severiana, Eudovigis. “Pero Rut contesta: ‘¡No
trates de hacer que te deje! Déjame ir contigo. Donde tú vayas, yo iré, y donde
vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Donde tú
mueras, yo moriré, y allí me enterrarán.’ (Libro de Rut 1,16).
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