Es el padre de uno de mis mejores
amigos. No es de mi aldea, pero como si le hubiera conocido desde antes que
hiciera la primera comunión. Tantos pueblos de Castilla la Vieja con los mismos
tapiales de adobe, tantas casas en ruina y tantos pastores, al menos hasta hace
unos años, recorriendo páramos y cañadas. Imaginar una vida, mes tras mes, año
tras año recorriendo la llanura. En invierno buscando un resguardo de las
heladas, en verano el frescor de las inexistentes vaguadas. Al menos, el señor
Crescenciano, a diferencia de la gran mayoría de los de mi pueblo, era su
propio amo.
El rebaño le pertenecía. Algo
que, en principio, es una bienaventuranza, por usar términos actuales, era un
autónomo, lo que en una profesión tan sufrida como la del pastoreo, no era sino
una esclavitud. Es decir, dependiente del amo o dependiente de las ovejas al
final el resultado era similar. Todos los días, los 365 días del año, tal cual
ahora se anuncian los servicios de Internet, pero en este caso sin inteligencia
artificial ni robots ni nada que se lo pareciese. El ganado no conocía otra
vigilancia que la guarda presencial.
Epítome de gente humilde, trabajadora,
generosa y sencilla. Extraordinariamente hospitalaria, a la par que austera y
servicial en todo aquello que se terciase. Desde preparar el porroncillo con
vino recién sacado de la bodega a ofrecerte uno de los mejores quesos que existen,
creo no exagerar, del Duero para arriba.
Desde que lo conocí con 11 años
en el internado me ha obsequiado, y yo he disfrutado, en innumerables
ocasiones, con su perenne hospitalidad en un pueblo de la inabarcable llanura
de la Tierra de Campos, vertiente vallisoletana. Hace unos cuantos años que se
ha jubilado y, con el paso de los años, su andar, tan raudo otrora, se ha
tornado complicado, reducida su movilidad a gestos exasperantes. Más, si cabe,
para una persona acostumbrada a las caminatas cotidianas.
Estoy seguro que, ahora cuando
pasea –ya sin ovejas y con los recuerdos- por la estepa inabarcable, su memoria
retorna a las infatigables caminatas diarias, cuando apacentaba el hato entre
los resecos rastrojos y las escondidas vaguadas. Conversando con él, resultaba
inevitable no rememorar alguno de los personajes que aparecen en las historias
de Miguel Delibes. Sin duda, la profesión de pastor es una de las más duras que
existen. No importa la climatología, salvo la excepción de alguna jornada de
fuertes nevadas, no hay día en el que el rebaño no haya que sacarlo de la
tenada. Humilde y sencillo, respetuoso y educado, generoso y desprendido, el
señor Crescenciano destacaba, mejor presente, sobresale, por dos cosas.
La primera es que disfruta como
si fuera un gourmet de alta escuela de la comida sencilla familiar. Se deleita
con cualquier plato por poco sofisticado que este fuera, degustándolo con
fruición de experto, acompañado del modesto clarete que guardaba al fresco en
la bodega enterrada en una esquina del patio. Yo supongo que, de esta manera,
se resarcía de tantas jornadas acarreando el viático en el morral y almorzando
a la sombra de cualquier álamo perdido en la nada de la meseta. Porciones de
queso, elaborado con la leche que él mismo ordeñaba, un poco de cecina finamente
tajada, el chorizo que guardaba en la alacena, en la habitación más fresca del
hogar.
La segunda, ¿cómo podía ser de
otra manera? es que conoce la flora y la fauna –no sus nombres científicos,
claro, sino los populares- a las mil maravillas. No he visto a ninguna persona
hablar con tanta pasión del vuelo de las avutardas o saber, a cierra ojos,
donde buscan refugio las perdices en la solanera de agosto.
He tenido la fortuna de conocer a
unos cuantos pastores más en mi pueblo. A todos, sin excepción, lo mismo que al
señor Crescenciano, les viene como anillo al dedo la expresión “gente de paz y
bien”. Pero no es de paisajes tan ásperos como bucólicos de lo que yo quería
hablar. Más bien del sacrificio y abnegación que el señor Crescenciano, y lo
entiendo como una representación de centenares de gentes humildes de Castilla,
León, Asturias, entre los que se encontraban molineros, mineros, pequeños
labradores, han mostrado a lo largo de sus sobrias vidas.
Desde mediados de los 50 hasta
principios de los 70, en estas comarcas extra periféricas, que ahora se llama
la España vaciada, pero que lleva decenios así, alejadas de los centros
urbanos, donde la industria comenzaba a despegar, el futuro era gris oscuro,
tirando a negro espeso. Fueron estos padres quienes que con su tenacidad y
perseverancia impulsaron el mayor salto en la escala social que durante
decenios, yo diría siglos, se ha producido en la meseta norte. En una época de
transformación fueron capaces de intuir –en realidad, y, sobre todo, fueron las
madres las más batalladoras- que el futuro de sus vástagos no estaría en el
terruño, los pastos áridos o la bocamina.
Esto que resulta fácil de
entender “a posteriori” fue bastante más complicado de percibir en aquella
época de estrecheces, cuando no de miserias. Más si se advierte que el impulso
venía de gentes con estudios mínimos. En realidad, todo se resumía en tres
salidas: quedarse en los villorrios destripando tabones, emigrar a las nuevas
industrias de Cataluña o el País Vasco o, la más complicada y audaz, por el
gasto que entrañaba: enviar al chico a hacer estudios y después Dios dirá.
Y eso hicieron los hijos del
señor Crescenciano, mismamente un servidor y decenas, qué digo, miles de
amedrentados preadolescente y asilvestrados chavales que a duras penas habían
visitado la capital de provincias para sacarse una muela. Repoblar los
internados de frailes, monjas, seminarios y congregaciones varias.
De repente, casi sin previo
aviso, se hacían mozos en internados tan rigurosos como excelentes en sus
cualidades académicas. Muchos, con el paso de los años, terminaron siendo
catedráticos de universidad, magníficos profesionales liberales, incluso
allende los mares, gestores políticos a la hora de la Transición o solidarios
sindicalistas. Cuando tomé la imagen del señor Crescenciano, ya era principios
de los noventa, sus hijos habían, o estaban a punto, de terminar la
universidad: Salamanca, Madrid... Pero ahí seguía él, fiel a sus quehaceres
seculares, apacentando el ganado.
Lo del paraguas, en pleno agosto,
puede sorprender. No era un lujo, más bien una necesidad para sobrevivir a la
canícula. Las sombras resurgen duras y verticales, enconadas e intratables como
el propio sol que las alumbra. En el hombro, porta el insoslayable zurrón con
las viandas del día, quizá un transistor para matar el aburrimiento. El
sombrero de paja, previsiblemente para sustituir al paraguas cuando baje la
tarde, cuelga, coquetamente, de su extremo.
Las sombras son tan aplanadas y
graníticas que el negro del “Moro”, uno de sus perros, apenas se distingue. Más
allá de las ovejas recién esquiladas, el yermo baldío de Tierra de Campos y el
cielo. También un erial de azul infinito. [Santervás de Campos, Valladolid,
agosto 1991] “Somewhere, full summer / the dry plain will evaporate /
nothing will be left”
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