También conocido como
Theresiendstadt es un campo de concentración situado a unos 50 kilómetros al
norte de Praga. Pese a mi interés en los asuntos judíos desde los primeros años
de bachillerato, mi estancia académica en la mismísima Jerusalén, unos cuantos
amigos israelíes, antes y después, no fue hasta 2005 que tuve la oportunidad de
visitar un campo de concentración.
Para el viaje de turismo familiar
a Chequia, visitar Terezín era una condición “sine qua non”. Si querían una
foto en el puente sobre el Moldava, de todas todas, teníamos que tomar el tren
para Theresiendstadt. Supongo que acudir en familia a un lugar tan terrible
como Terezín no es la recomendación más pertinente, especialmente si hay
adolescentes por medio, para una semana de ocio en Bohemia. O quizá sí. En todo caso, una excelente, si desoladora,
lección de historia. Los historiadores tienden a distinguir entre campos de
concentración, como Terezín y de exterminio, como Auschwitz. Técnicamente, en
Terezín no hubo hornos crematorios. La diferencia es, fundamentalmente, como te
mataban. Si con gas o por tifus.
Hasta 144.000 prisioneros
llegaron a pasar por aquí. Una gran mayoría judíos checos, 40.000 alemanes y
15.000 austriacos, entre otras muchas nacionalidades. Los nazis lo usaron como
propaganda para hacer creer a la Cruz Roja que era un campo modelo (sic):
¿Modelo? Aquí llegaron, por ejemplo, 1.600 niños de Byalistok, en Polonia, que
terminaron en Auschwitz. Treinta mil prisioneros murieron aquí mismo y otros
80.000 encontraron su muerte en Treblinka y otros campos de exterminio.
Es difícil, yo creo que
imposible, comprender como un grupo de personas pueden empujar al matadero,
adrede, a tantos millones de personas. Imposible asumir el grado de maldad y
perversión, menos aún captar los engranajes políticos, económicos, religiosos
para que un genocidio de estas proporciones llegara a producirse. Hay miles de
libros, documentales, películas que han debatido esta etapa, una de las más
negras del género humano. A mí, como a tantos otros, siempre me han chocado dos
cosas. La primera es que me resulta inconcebible que tal hecho se llegara a
producir. Como una de esas teorías cósmicas que me resultan incomprensibles,
pues lo mismo me pasa con el Holocausto. Pese a que he leído abundantemente
sobre la materia. Sigue sin entrarme en la cabeza. Pero los hechos están ahí.
Lo segundo es que se produjera en
Alemania. Ni la clásica organización alemana, ni el concepto de “banalidad” del
mal, ni tantas otras teorías pueden explicar semejante tragedia. Yo creo,
sencillamente que, aunque se encuentren infinidad de razonamientos históricos,
psicológicos, filosóficos, cualquier explicación resultará siempre
insuficiente. Hasta que puede que sea innecesaria. La encarnación del mal en
sus términos más absolutos no admite explicaciones. Cualquier concepto de
humanidad, por precario que sea, queda superado por tanto sufrimiento. Era una
media mañana templada de julio de 2005 en Terezín.
Al campo de concentración, una
antigua fortaleza transformada en cárcel -aquí murió de tuberculosis en 1914
Gavrilo Princip, el asesino del Archiduque de Austria que desencadenó la I
Guerra Mundial- se llega por el cementerio ajardinado de la imagen. Numerosas
tumbas con los nombres de los muertos. En la mayoría de las lápidas está
grabada la estrella de David. La comunidad judía, en medio de tal aflicción fue
capaz de impulsar una modesta vida cultural, con clases para los niños, una
pequeña orquesta y poco más. Algunos de los diseños escolares lograron
sobrevivir.
Resulta inimaginable como
aquellos chavales podían ni siquiera dibujar entre tanto calvario y
desconsuelo. Aquellas hojas arrancadas de los cuadernos de espiral, con trazos
de paisajes bucólicos, seguramente de las campiñas húngaras o danesas de
origen, eran el mejor y único recordatorio de que en medio de la podredumbre
moral más absoluta, al corazón humano siempre le queda, por diminuta que sea,
una pizca de esperanza. En aquellas salas que habían servido de clase, en los
pasillos de la antigua fortaleza austrohúngara, en los espacios común de la
agonía, planeaba el silencio más absoluto.
¿El dolor desaparece para siempre
con la persona que lo padece? ¿Habrá un sitio en el cosmos, en el seno de la
divinidad, en alguna cuarta dimensión donde se almacene el suplicio tan infame
de tantos millones de personas inocentes? ¿Un espacio incógnito donde tanto
sufrimiento sirva para algo, quizá para redimir a unos pocos de los millones de
inocentes a quienes la riada de la historia arrastró en la locura de un cabo
austriaco y sus verdugos? ¿Había, sobre el doloroso silencio que sobrevolaba
Terezín aquella mañana, a medias primaveral, un brote de esperanza para que
semejante catástrofe del género humano no vuelva repetirse?
Para que no retorne, nunca jamás,
en la historia de la humanidad, lo que anunciaba el profeta Sofonías y que los
miles de víctimas recitaban, desesperanzadas, en sus plegarias de la Torah:
“Día de ira aquel día, día de angustia y de aprieto, día de alboroto y de
asolamiento, día de tiniebla y de oscuridad, día de nublado y de
entenebrecimiento”
Hace un rato acabo de leer una
versión del conocido dicho atribuido al historiador griego Tucídides, aquello
de que la historia siempre se repite. Para Voltaire esto no casa con la
realidad: “La historia nunca se repite, lo que vuelve una y otra vez, es la
humanidad a cometer los mismos errores”. Pues eso.
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