jueves, 7 de mayo de 2020

CUARENTENA DÍA XLII: Terezín


También conocido como Theresiendstadt es un campo de concentración situado a unos 50 kilómetros al norte de Praga. Pese a mi interés en los asuntos judíos desde los primeros años de bachillerato, mi estancia académica en la mismísima Jerusalén, unos cuantos amigos israelíes, antes y después, no fue hasta 2005 que tuve la oportunidad de visitar un campo de concentración.

Para el viaje de turismo familiar a Chequia, visitar Terezín era una condición “sine qua non”. Si querían una foto en el puente sobre el Moldava, de todas todas, teníamos que tomar el tren para Theresiendstadt. Supongo que acudir en familia a un lugar tan terrible como Terezín no es la recomendación más pertinente, especialmente si hay adolescentes por medio, para una semana de ocio en Bohemia. O quizá sí.  En todo caso, una excelente, si desoladora, lección de historia. Los historiadores tienden a distinguir entre campos de concentración, como Terezín y de exterminio, como Auschwitz. Técnicamente, en Terezín no hubo hornos crematorios. La diferencia es, fundamentalmente, como te mataban. Si con gas o por tifus.

Hasta 144.000 prisioneros llegaron a pasar por aquí. Una gran mayoría judíos checos, 40.000 alemanes y 15.000 austriacos, entre otras muchas nacionalidades. Los nazis lo usaron como propaganda para hacer creer a la Cruz Roja que era un campo modelo (sic): ¿Modelo? Aquí llegaron, por ejemplo, 1.600 niños de Byalistok, en Polonia, que terminaron en Auschwitz. Treinta mil prisioneros murieron aquí mismo y otros 80.000 encontraron su muerte en Treblinka y otros campos de exterminio.

Es difícil, yo creo que imposible, comprender como un grupo de personas pueden empujar al matadero, adrede, a tantos millones de personas. Imposible asumir el grado de maldad y perversión, menos aún captar los engranajes políticos, económicos, religiosos para que un genocidio de estas proporciones llegara a producirse. Hay miles de libros, documentales, películas que han debatido esta etapa, una de las más negras del género humano. A mí, como a tantos otros, siempre me han chocado dos cosas. La primera es que me resulta inconcebible que tal hecho se llegara a producir. Como una de esas teorías cósmicas que me resultan incomprensibles, pues lo mismo me pasa con el Holocausto. Pese a que he leído abundantemente sobre la materia. Sigue sin entrarme en la cabeza. Pero los hechos están ahí.

Lo segundo es que se produjera en Alemania. Ni la clásica organización alemana, ni el concepto de “banalidad” del mal, ni tantas otras teorías pueden explicar semejante tragedia. Yo creo, sencillamente que, aunque se encuentren infinidad de razonamientos históricos, psicológicos, filosóficos, cualquier explicación resultará siempre insuficiente. Hasta que puede que sea innecesaria. La encarnación del mal en sus términos más absolutos no admite explicaciones. Cualquier concepto de humanidad, por precario que sea, queda superado por tanto sufrimiento. Era una media mañana templada de julio de 2005 en Terezín.

Al campo de concentración, una antigua fortaleza transformada en cárcel -aquí murió de tuberculosis en 1914 Gavrilo Princip, el asesino del Archiduque de Austria que desencadenó la I Guerra Mundial- se llega por el cementerio ajardinado de la imagen. Numerosas tumbas con los nombres de los muertos. En la mayoría de las lápidas está grabada la estrella de David. La comunidad judía, en medio de tal aflicción fue capaz de impulsar una modesta vida cultural, con clases para los niños, una pequeña orquesta y poco más. Algunos de los diseños escolares lograron sobrevivir.

Resulta inimaginable como aquellos chavales podían ni siquiera dibujar entre tanto calvario y desconsuelo. Aquellas hojas arrancadas de los cuadernos de espiral, con trazos de paisajes bucólicos, seguramente de las campiñas húngaras o danesas de origen, eran el mejor y único recordatorio de que en medio de la podredumbre moral más absoluta, al corazón humano siempre le queda, por diminuta que sea, una pizca de esperanza. En aquellas salas que habían servido de clase, en los pasillos de la antigua fortaleza austrohúngara, en los espacios común de la agonía, planeaba el silencio más absoluto.

¿El dolor desaparece para siempre con la persona que lo padece? ¿Habrá un sitio en el cosmos, en el seno de la divinidad, en alguna cuarta dimensión donde se almacene el suplicio tan infame de tantos millones de personas inocentes? ¿Un espacio incógnito donde tanto sufrimiento sirva para algo, quizá para redimir a unos pocos de los millones de inocentes a quienes la riada de la historia arrastró en la locura de un cabo austriaco y sus verdugos? ¿Había, sobre el doloroso silencio que sobrevolaba Terezín aquella mañana, a medias primaveral, un brote de esperanza para que semejante catástrofe del género humano no vuelva repetirse? 

Para que no retorne, nunca jamás, en la historia de la humanidad, lo que anunciaba el profeta Sofonías y que los miles de víctimas recitaban, desesperanzadas, en sus plegarias de la Torah: “Día de ira aquel día, día de angustia y de aprieto, día de alboroto y de asolamiento, día de tiniebla y de oscuridad, día de nublado y de entenebrecimiento”

Hace un rato acabo de leer una versión del conocido dicho atribuido al historiador griego Tucídides, aquello de que la historia siempre se repite. Para Voltaire esto no casa con la realidad: “La historia nunca se repite, lo que vuelve una y otra vez, es la humanidad a cometer los mismos errores”. Pues eso.

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