Si alguna vez me pierdo en el
mundo que sea por aquí. En este rincón que me pertenece desde hace tantas
décadas. No me importan las playas vírgenes, tampoco las cercanas montañas
cubiertas de nieves casi perpetuas, menos aún los lejanos desiertos de arenas
inabarcables. Es aquí, en el robledal de la infancia, donde en cualquier
instante me gustaría desaparecer. Da lo mismo la época del año. Aunque puestos
a elegir, que sea el otoño tardío, una tarde de ligera brisa como ésta, poco
antes de que llegue el invierno con sus amaneceres gélidos.
Tengo la absoluta certeza de que
estos troncos sinuosos me conocen desde antes de que tuviera uso de razón. A
veces, incluso dudo si no he nacido aquí mismo, entre la hojarasca del suelo y
los líquenes que han colonizado el ramaje más añoso. Mi bisabuela Catalina le
decía a mi abuelo Lides: “Vamos a llevar al chiguito”. Y mi abuelo que, raramente
recuchaba a su madre, me encaramaba a lomos de la mula vieja. No creo que
tuviera más de cuatro o cinco años. Al bosque sólo se iba acompañado. En
aquella época, principios de los sesenta, todavía rondaban los osos y no era
raro ver lobos hambrientos cerca de la aldea.
A mi padre, una tarde noviembre,
cuando venía de la huerta cargado con el carro de patatas, uno se había abalanzado al
pescuezo de nuestro perro pastor y lo había degollado. A menos de un kilómetro del
pueblo. Lo recuerdo muy bien. Yo estaba subido encima de los sacos de patatas.
Así que aventurarse en el monte, aunque acompañado, era todo un desafío
inconfesable para mí. Tan amilanado de que apareciera el mismo lobo como de
caerme de la acémila, yo me agarraba con desesperación a la crin de la mula,
ojo avizor a uno y otro lado de la cañada.
El colmenar de la familia estaba
en medio de este robledal. Aquel viaje se repetía varias veces a lo largo del
año. A finales de octubre, para dejar aguamiel y así las abejas sobrevivirían
al invierno. En junio para catar, antes de que llegaran las labores de la
siega. Y si las flores del brezo y el tomillo habían sido copiosas, se volvía a
catar la miel azucarada en septiembre. Para un niño, el proceso resultaba fascinante. Mi
abuelo se embutía en un precario armatoste para evitar las picaduras de las
abejas, a la vez que con el ahumador las ahuyentaba para extraer los paneles. Yo
era el encargado de recoger la hojarasca del suelo con qué fabricar la humareda. Tarea nada fácil. Como siempre estaba húmeda, el sol penetraba a duras
penas, la espesa columna de humo se retorcía entre los robles en silencio, majestuosa.
El colmenar sigue ahí, en ruinas.
No me gusta hacerle fotos. Tuvo varios arreglos y todavía conserva un par de
los cuezos de madera que mi abuelo usaba para dar cobijo a los enjambres. El
tejado se ha hundido y las alimañas han destruido las colmenas. Alguien ha
colocado unas móviles en la parte delantera. Pero detrás, quizá centenarios,
aguantan los mismos robles de siempre. Eso sí, más tortuosos. La capa de
hojarasca, que se ha ido acumulando durante decenios, conforma una mullida
alfombra. Es el único ruido que se escucha en varios kilómetros a la redonda.
Las pisadas sobre las hojas desprendidas de los robles.
Si se aguza mucho el oído,
también el arrullo de las palomas torcaces. No serán las mismas, claro, de
entonces, pero siguen anidando en unos piñoneros que se encuentran un poco más
allá, donde nace el vallejo. Lo que se oye, en realidad, es sobre todo lo que
no se escucha. La misteriosa burbuja de silencio que sólo el robledal puede
crear. El sitio perfecto para escucharse a uno mismo. Basta cerrar los ojos y
de repente fluyen a borbotones y en desorden las ideas, los pensamientos, las ilusiones perdidas, los sueños cumplidos. Los
tiempos gramaticales pierden su consistencia envueltos en la nada.
Ningún obstáculo, en este
principio de invierno, para que se deslicen, por entre las últimas luces que
dejan filtrar las ramas desnudas, esta extraña confusión de pasados y futuros.
El tiempo se ha evaporado. Volatilizado. El sol ha comenzado a bajar y si sale
el cierzo, el viento del este, arrastrará consigo, también, el presente. En
este círculo del silencio, ni siquiera hace falta cerrar los ojos para volver a
recoger la hojarasca del suelo que coloco en montoncitos. Mientras mi abuela,
con sus manteos oscuros y su pañuelo de luto perpetuo sobre su pelo encanecido
sopla y sopla para que la brasa de la hoguera no se apague.
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