sábado, 9 de mayo de 2020

CUARENTENA DÍA XLIV: El robledal


Si alguna vez me pierdo en el mundo que sea por aquí. En este rincón que me pertenece desde hace tantas décadas. No me importan las playas vírgenes, tampoco las cercanas montañas cubiertas de nieves casi perpetuas, menos aún los lejanos desiertos de arenas inabarcables. Es aquí, en el robledal de la infancia, donde en cualquier instante me gustaría desaparecer. Da lo mismo la época del año. Aunque puestos a elegir, que sea el otoño tardío, una tarde de ligera brisa como ésta, poco antes de que llegue el invierno con sus amaneceres gélidos.

Tengo la absoluta certeza de que estos troncos sinuosos me conocen desde antes de que tuviera uso de razón. A veces, incluso dudo si no he nacido aquí mismo, entre la hojarasca del suelo y los líquenes que han colonizado el ramaje más añoso. Mi bisabuela Catalina le decía a mi abuelo Lides: “Vamos a llevar al chiguito”. Y mi abuelo que, raramente recuchaba a su madre, me encaramaba a lomos de la mula vieja. No creo que tuviera más de cuatro o cinco años. Al bosque sólo se iba acompañado. En aquella época, principios de los sesenta, todavía rondaban los osos y no era raro ver lobos hambrientos cerca de la aldea.

A mi padre, una tarde noviembre, cuando venía de la huerta cargado con el carro de patatas, uno se había abalanzado al pescuezo de nuestro perro pastor y lo había degollado. A menos de un kilómetro del pueblo.  Lo recuerdo muy bien. Yo estaba subido encima de los sacos de patatas. Así que aventurarse en el monte, aunque acompañado, era todo un desafío inconfesable para mí. Tan amilanado de que apareciera el mismo lobo como de caerme de la acémila, yo me agarraba con desesperación a la crin de la mula, ojo avizor a uno y otro lado de la cañada.

El colmenar de la familia estaba en medio de este robledal. Aquel viaje se repetía varias veces a lo largo del año. A finales de octubre, para dejar aguamiel y así las abejas sobrevivirían al invierno. En junio para catar, antes de que llegaran las labores de la siega. Y si las flores del brezo y el tomillo habían sido copiosas, se volvía a catar la miel azucarada en septiembre. Para un niño, el proceso resultaba fascinante. Mi abuelo se embutía en un precario armatoste para evitar las picaduras de las abejas, a la vez que con el ahumador las ahuyentaba para extraer los paneles. Yo era el encargado de recoger la hojarasca del suelo con qué fabricar la humareda. Tarea nada fácil. Como siempre estaba húmeda, el sol penetraba a duras penas, la espesa columna de humo se retorcía entre los robles en silencio, majestuosa.

El colmenar sigue ahí, en ruinas. No me gusta hacerle fotos. Tuvo varios arreglos y todavía conserva un par de los cuezos de madera que mi abuelo usaba para dar cobijo a los enjambres. El tejado se ha hundido y las alimañas han destruido las colmenas. Alguien ha colocado unas móviles en la parte delantera. Pero detrás, quizá centenarios, aguantan los mismos robles de siempre. Eso sí, más tortuosos. La capa de hojarasca, que se ha ido acumulando durante decenios, conforma una mullida alfombra. Es el único ruido que se escucha en varios kilómetros a la redonda. Las pisadas sobre las hojas desprendidas de los robles.

Si se aguza mucho el oído, también el arrullo de las palomas torcaces. No serán las mismas, claro, de entonces, pero siguen anidando en unos piñoneros que se encuentran un poco más allá, donde nace el vallejo. Lo que se oye, en realidad, es sobre todo lo que no se escucha. La misteriosa burbuja de silencio que sólo el robledal puede crear. El sitio perfecto para escucharse a uno mismo. Basta cerrar los ojos y de repente fluyen a borbotones y en desorden las ideas, los pensamientos, las ilusiones perdidas, los sueños cumplidos. Los tiempos gramaticales pierden su consistencia envueltos en la nada.

Ningún obstáculo, en este principio de invierno, para que se deslicen, por entre las últimas luces que dejan filtrar las ramas desnudas, esta extraña confusión de pasados y futuros. El tiempo se ha evaporado. Volatilizado. El sol ha comenzado a bajar y si sale el cierzo, el viento del este, arrastrará consigo, también, el presente. En este círculo del silencio, ni siquiera hace falta cerrar los ojos para volver a recoger la hojarasca del suelo que coloco en montoncitos. Mientras mi abuela, con sus manteos oscuros y su pañuelo de luto perpetuo sobre su pelo encanecido sopla y sopla para que la brasa de la hoguera no se apague.

Vuelve a surgir la humareda. Si en cualquier ocasión no me encontráis en el mundo, buscadme aquí.

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