Monte Nemrut (Armenia) |
Están ahí. Las memorias. Pilares incólumes sobre los
que se fue asentando la reducida infancia. Recuerdos que, con el paso del
tiempo, se han ido evaporando. El robledal, en un recoveco de la majada, camino
de Fuentetablada, donde sabíamos que anidaban las palomas torcaces. Cogíamos sus
huevos para hacer una tortilla a la hora de la merienda. Los baños, a
escondidas, ajenos a nuestras madres, tal cual ellas nos trajeron al mundo, y a
los remolinos en el Pozo Redondo del el río Negro, de donde nos aspaventaban
diciendo que allí mismo, hacia decenios, un mozo se había ahogado. La escuela
de Don Tino, ahora reconvertida en bar, de donde nos escapábamos mientras
dormitaba la siesta, para jugar en la era, los postes dos peñascos,
interminables partidos de fútbol. El larguero una discusión redundante e
imaginaria a ojo de buen cubero. Hasta discutíamos si el cabezazo había pegado
en mitad del travesaño inexistente.
Podría añadir otra docena de espacios geográficos de
la infancia, vacíos de gente, pero tan propios, que desde siempre los he
considerado completamente míos. En realidad, lo eran. Hasta que a los once años
me llevaron al internado y dejaron de serlo. O casi. Una infancia “de minimis”.
De vez en cuando regresan en una extraña nebulosa, a
contra estación, como la fruta que madura fuera del tiempo que le es propicia.
No me es raro, despertar, con la respiración entrecortada, porque la escuela ha
sido trasladada a una decena de kilómetros y aparece envuelta en la neblina de
otoño que recubre la majada. O la corriente, entonces mansa del estío, que
desembocaba en el Pozo Redondo, se transforma en un torrente imparable sobre el
que flotan, meros corchos, los pedruscos que usábamos como postes en nuestras
porterías infantiles. Son las lluvias torrenciales de finales del invierno.
Con el paso de los años, tengo una extraña facilidad
para apropiarme de los espacios como si hubieran sido míos, desde siempre, como
si los hubiera habitado en otras vidas, aquellas que algunos afirman hemos
transitado antes de arribar a la presente. Feudos de eternidad en un hipotético
pasado. Aunque yo creo, a pies juntillas, sólo en la mía propia, indivisible,
única, intransferible.
Mi habitación de estudio, en Jerusalén, desde donde
divisaba las colinas desérticas de Judea en su suave descenso hacia el río
Jordán. El tráfago de peatones camino de la Piazza Spagna, al pie de mi ventana
en pleno casco histórico de Roma. Quizá el silbido del viento, caluroso y
húmedo, asfixiante como una mordaza, cuando se acercaba un tifón de fuerza tres
por la bahía de Tokio. Tantos y tantos lugares que reposan, estos sí, con
extremada nitidez, en el pozo inagotable de la memoria. O quizá, como dice mi
amigo luiselmaestro, espasmos insondables en la rebaba de la nostalgia. A veces
me gustaría revisitar, uno a uno, cada uno de esos sitios. Asaltar de nuevo
esos espacios donde yo fui yo y nadie más.
Los veintipocos años irlandeses, a brazo partido con
Shakespeare, encumbrado por encima del río Lee. Algunos menos, con Kant entre
ceja y ceja, en los despertares agobiantes, antes del examen final de filosofía
en Madrid o, quizá, ¿por qué no?, unos cuantos más, de repente regresa a la
memoria sin razón obvia, en la ascensión interminable al monte Nemrut, en el
altiplano armenio, a contemplar la locura funeraria de Antíoco I Theos de
Comagene. Por extraño que parezca, todos esos espacios y centenas de otros que
he habitado a lo largo de los años, incluso los de la infancia, terminan por
resultarme ajenos.
En realidad, donde me siento a gusto conmigo mismo
es en la gasolinera del pueblo. A falta de lugares públicos más adecuados, allí
están reunidos, invariablemente, a primera hora -cuando voy a comprar el Diario
Palentino para que mi padre sepa, con noventa años, el precio semanal del
trigo- los mozos de mi quinta, los que fueron conmigo al internado. Los que al segundo
o tercer año volvieron a poner la vista en el arado y regresaron a sus páramos
y labrantíos. Los míos, también. Apenas
paso cinco minutos en el local de la gasolinera que hace funciones de cajero, supermercado
y bar de carretera. Más que suficiente.
"Cagüen sandiós, dice Ambrosio el de la señora
Abrahana, os he dicho que si no tiro el nitrato antes de que llueva se me va a
tomar polculo la puta sementera”. La media docena de parroquianos, vasos de
mistela y copa de Soberano, apenas son las diez de la mañana, han musitado un
austero buenos días cuando he entrado. Continúan -por un momento tengo la
impresión de que no hablan entre ellos, cada cual parece mantener su propia
conversación- dilucidando, los tacos y blasfemias son de rigor, sobre asuntos
tan dispares como “hostia, qué cabezón eres, que el périto del seguro no viene
hasta que no se le pone en los güevos”; “joder, con el Evilasio, me ha cobrado
2.000 pesetas –sí, todavía hablan en pesetas- por soldarme la reja de la grada”
y “no me toques los cojones, Gervasio, ya te he dicho que el alcalde es un hijo
de puta”
Iba a pedir un café. Pero apabullado por la
rotundidad de expresiones tan categóricas ni siquiera me atrevo a despedirme. Aunque
no me sorprenden, puesto que siempre que vengo hablan del mismo modo y sobre
idénticos asuntos. Pago y, sin decir una sóla palabra, me hago invisible
mientras monto en la bicicleta. De hecho, tengo la impresión de que estas
conversaciones ya las he oído, repetidas al infinito, todas y cada una de las
veces que he venido a comprar el diario. O acaso en la plaza de la iglesia
antes de la misa del santo patrón. O puede ser, que en el teleclub que antes
fue mi escuela. He salido casi de puntillas, como si no me quisiera contagiar con
sus comentarios sobre la podredumbre de los políticos, su laísmo gramatical o
sus manos ásperas de tantas cosechas fallidas.
Aunque mucho me temo que no se trata de un problema
de contagio. Es más bien una huida. De mí mismo, claro. De lo que pude llegar a
ser y no fui. Después de tantos años tengo la certeza de que soy uno de ellos.
Incluso sin creer, como ya dije, que haya habido otras vidas que no sean aquellas
que yo he vivido. Está claro que no soy sino uno más de los clientes cotidianos
de la gasolinera. Fuere en la otra vida, en la que no creo, o quizá en esta
misma, esta es la tribu a la que yo pertenezco. Como el robledal de la
infancia, el pozo del río o la escuela de Don Tino. En realidad, ni Armenia, ni
Tokio, ni Jerusalén, ni ninguno de los otros lugares ha existido jamás en mí.
Ni yo en ellos. Fueron meros espejismos.
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