domingo, 19 de julio de 2015

DESPACHOS

Es bien sabido que entre los mamíferos el hecho de marcar territorio –los métodos y costumbres ancestrales varían de una especie a otra y son muy diversos- más que una deuda hacia la funcionalidad del espacio que habitan, en el que luchar por la supervivencia o en el que cazan, protegen a sus cachorros o simplemente sestean, es el símbolo del poder. Entre la especie humana esta tendencia está sobradamente reconocida por los científicos más prestigiosos.

Si ya descendemos a las subespecies de funcionarios, subcontratados y asimilados, as myself, la observación de sus comportamientos no hace sino apuntalar el concepto de que si quieres ser un funcionario de categoría –independientemente de las escalas reconocidas oficialmente- debes de tener tu propio despacho. ¡Qué digo tener, el vocablo adecuado es poseer! Como mal menor se podría admitir que lo compartas con un colega. Ya en el límite de la dignidad estaría el hecho de que lo disfrutaras, he escrito correctamente, disfrutaras, compartido entre tres. Más de tres es un sinsentido, te conviertes en uno más de la manada.

De ahí que sea tan complicado y competitivo el que tu superior jerárquico tenga la delicadeza, de que si te aprecia, te conceda este Santo Grial del habitáculo reservado que te convertirá en un genuino funcionario. De la cabeza a los pies. O, en este caso, el sillón reclinable. A veces, no hablo de memoria, resulta mucho más interesante disponer de despacho, lo dicho, preferiblemente individual, a que te otorguen un complemento económico por asumir responsabilidades jerárquicas.

Tan importante resulta que si accedes a convertirte en uno de los ungidos con la gracia celestial del espacio reservado, más te resultará el abandonarlo. Léase volver a convertirte, y diluir tu inmarcesible individualidad, entre el vulgo, en pura plebe. Por esto, a veces, en el interminable tiovivo de los cambios que se suceden en las administraciones pueden ocurrir dos cosas. A) Que la propia inercia de los cambios te permita seguir gozando del despacho que te concedió tu superior tres o más generaciones (de directores generales) atrás. B) Que el carrusel de cambios haya convertido las instalaciones de la entidad administrativa en un infinito laberinto de cubículos donde haya más despachos que empleados. Así que al nuevo responsable no le quede otro remedio que hacer “tabula rasa”. Literalmente, si mi latín no me engaña, porque de lo que se trata es de empezar a derribar tabiques.

Todo lo anterior tiene como consecuencia, que en el largo ciclo de la vida funcionarial, los despachos vayan pasando de mano en mano y termines por llegar a uno, o quizá son todos, donde heredas parte del territorio que tus predecesores han marcado con denodada tenacidad. A veces tendrás la impresión de que han huído a la carrera, como si el cese o el cambio de funciones hubiera sido parte del guión de una película apocalíptica. En la mesa encontrarás carpetas de tapa dura, mezcladas con documentos anillados, propuestas de hace cuatro lustros y, sin duda, decenas folios en blanco, algunos amarillentos, desparramados en montoncitos por encima de las estanterías.

Me encanta abrir los cajones del escritorio. Más sorpresas que el baúl de la Piquer. Por aquí, un líquido borrador, momificado. Estoy seguro de que se usó antes de que naciera Bill Gates. Con alguna vieja Olivetti que, siento pavor, de un momento a otro, se me tirará a la yugular desde el armario que no puedo abrir porque alguien lo ha cerrado con llave. Como era de esperar, siempre se encuentra uno con un par de docenas de llaves, aunque sólo haya dos armarios, pero ninguna es la que corresponde. En el fondo del segundo cajón, unas tijeras, con el filo ligeramente oxidado y las hojas inamovibles por lo que parece un pegamento de cola. Alguien debió de usarlas en el calcolítico, se olvidó de secarlas, pero ¿para qué las dejaría empapadas?

El lapicerero, la palabra todavía es válida, ¡hay hasta un Castell Faber a estrenar! porque contiene tres unidades, el susodicho, otro sin punta y otro mordisqueado por la parte trasera. Si yo tuviera una lámpara, de esas azuladas con las que descubren las huellas en CSI, estoy convencido que podría remontar en el tiempo con este insondable yacimiento arqueológico en las alegrías y las penas de los funcionarios que me han precedido. Todo un libro de memorias, la herencia que me ha tocado en suerte, en las decenas de objetos, abandonados al azar, que pueblan cajoneras, baldas y compartimentos. La autopsia detallada del lapicerero, que conste en acta, dona, además: un bolígrafo de propaganda de un certamen turístico, anuncio de un hotel caribeño, un sacapuntas, esto es más grave de lo que yo pensaba, un par de bics, uno de ellos –milagrosamente- conserva la capucha, un abrecartas, otro recuerdo ferial, media docena de rotuladores, uno curiosamente rosa y un par de marcadores de flúor (naranja y amarillo).

Pasar a la parte documental te lleva, si cabe, más atrás en el tiempo. Los funcionarios son esclavos del papel. Más vale una fotocopia en mano que mil volando en la virtualidad digital. Para empezar, en el armario de la derecha, ¡vaya!, la cerradura parece que está un poco desventrada, otra llave innecesaria, contiene un tesoro: una cinta VHS sobre el gasoducto Magreb-Europa. Miro la fecha. Seguro que me he equivocado, pero no. 1974. Acompañada de un cable de red para el ordenador –qué raro, todavía no he visto ninguna tipo LAN, una variedad que suele pulular por este tipo de anaqueles- y varios rollitos de calculadora de contabilidad. Impecables en su embalaje de plástico. ¿Fue despacho del departamento de contabilidad? No conviene sacar conclusiones precipitadas. En el estante de arriba, dos copias de un informe emitido por la Agrupación Astronómica de la Región de Murcia. Empiezo a estar confundido, no me suena para nada la existencia un departamento que analice el estado de la contaminación lumínica. Aunque en las administraciones no es raro encontrarse con denominaciones y siglas a cúal más peregrina.

Prosigamos. Aparentemente aquí han marcado territorio muchos funcionarios. Y funcionarias, por supuesto, faltaría más ¿Cómo si no explicar que lomo por lomo, en el armario de la pared opuesta se encuentren tomos sobre “Nicaragua Patrimonio Cultural y Natural” con los “Anales de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Murcia, con una recopilación de Doctrina Legal? Vaya, nos acercamos a la modernidad. Es del 2003. Total eso fue ayer.

Desisto de mi modesta condición de documentalista, de hecho me tengo que apoyar en la pared, casi me desmayo, aunque debe ser por estar agachado tanto tiempo, al observar que en un mapa de la pared se representa la ruta a Madrid, con un diminuto tramo de autovía a la altura de Molina. Back to the future. Parece que fue hace milenios cuando recorrí esa carretera, para llegar por primera vez a la región. ¡Toooda una vida¡ Para llegar a esto. Cuando mis conocimientos sobre la región se resumían en la importancia histórica que había tenido la cría del gusano de seda y en Amílcar Barca. Estoy seguro que si revuelvo un poco más en los armarios terminaré por encontrarme con mi libro de primero de geografía, en bachillerato, donde Murcia y Albacete iban de la mano, conformando una unidad indivisible en lo universal. Mediados de los sesenta.

Yo siempre había imaginado que cuando te cambiaban de despacho era como en las películas americanas. Todas tus pertenencias te las llevas en una caja de cartón. Ahora voy a tener que necesitar media docena, de las grandes, para desembarazarme de tanto territorio marcado. Y como buen mamífero que soy, empezaré a marcar el mío. Pero antes me tengo que deshacer de los clips. Como una invasión de hormigas robóticas están por todos lados. Es mi peor pesadilla cuando llego a un despacho nuevo. Recolectar por las esquinas de los armarios, en los rincones de los cajones, en las tazas de café, en cuencos, en tiras enlazadas esos insignificantes objetos de escritorio que sólo sirven para juntar papeles. Aunque puedo ofrecer una pesadilla peor para los que me han testado esta herencia de objetos inaprovechables y artículos inservibles.

La planta entera, la sala de contrataciones de Mitsubishi, en el otro siglo y en pleno corazón de Tokio, donde 200 empleados hormiguean codo con codo, ni un solo tabique, donde la única concesión a la intimidad de los jerifaltes era que tenían su mesa medio metro separada del resto de los empleados. Yo negociaba, con mi interlocutor, en la parte baja del escalafón, cartas de crédito a 200.000 dólares a cambio de pulpo del banco sahariano, con una docena de sus colegas en otros tantos metros a la redonda. Más o menos cuando construían el reducido trecho de autovía en Molina. Creo que antes que de los clips debería deshacerme del dichoso mapa mural. No sea que se me empiece a aparecer en sueños la cría del gusano de seda. Peor aún: la variante de Camarillas.

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