Es bien sabido que entre los mamíferos
el hecho de marcar territorio –los métodos y costumbres ancestrales varían de
una especie a otra y son muy diversos- más que una deuda hacia la funcionalidad
del espacio que habitan, en el que luchar por la supervivencia o en el que
cazan, protegen a sus cachorros o simplemente sestean, es el símbolo del poder.
Entre la especie humana esta tendencia está sobradamente reconocida por los
científicos más prestigiosos.
Si ya descendemos a las subespecies de
funcionarios, subcontratados y asimilados, as myself, la observación de sus
comportamientos no hace sino apuntalar el concepto de que si quieres ser un
funcionario de categoría –independientemente de las escalas reconocidas
oficialmente- debes de tener tu propio despacho. ¡Qué digo tener, el vocablo
adecuado es poseer! Como mal menor se podría admitir que lo compartas con un
colega. Ya en el límite de la dignidad estaría el hecho de que lo disfrutaras,
he escrito correctamente, disfrutaras, compartido entre tres. Más de tres es un
sinsentido, te conviertes en uno más de la manada.
De ahí que sea tan complicado y
competitivo el que tu superior jerárquico tenga la delicadeza, de que si te
aprecia, te conceda este Santo Grial del habitáculo reservado que te convertirá
en un genuino funcionario. De la cabeza a los pies. O, en este caso, el sillón
reclinable. A veces, no hablo de memoria, resulta mucho más interesante
disponer de despacho, lo dicho, preferiblemente individual, a que te otorguen
un complemento económico por asumir responsabilidades jerárquicas.
Tan importante resulta que si accedes a
convertirte en uno de los ungidos con la gracia celestial del espacio reservado,
más te resultará el abandonarlo. Léase volver a convertirte, y diluir tu
inmarcesible individualidad, entre el vulgo, en pura plebe. Por esto, a veces,
en el interminable tiovivo de los cambios que se suceden en las
administraciones pueden ocurrir dos cosas. A) Que la propia inercia de los
cambios te permita seguir gozando del despacho que te concedió tu superior tres
o más generaciones (de directores generales) atrás. B) Que el carrusel de
cambios haya convertido las instalaciones de la entidad administrativa en un
infinito laberinto de cubículos donde haya más despachos que empleados. Así que
al nuevo responsable no le quede otro remedio que hacer “tabula rasa”.
Literalmente, si mi latín no me engaña, porque de lo que se trata es de empezar
a derribar tabiques.
Todo lo anterior tiene como consecuencia, que en el largo
ciclo de la vida funcionarial, los despachos vayan pasando de mano en mano y
termines por llegar a uno, o quizá son todos, donde heredas parte del
territorio que tus predecesores han marcado con denodada tenacidad. A veces
tendrás la impresión de que han huído a la carrera, como si el cese o el cambio
de funciones hubiera sido parte del guión de una película apocalíptica. En la
mesa encontrarás carpetas de tapa dura, mezcladas con documentos anillados, propuestas
de hace cuatro lustros y, sin duda, decenas folios en blanco, algunos
amarillentos, desparramados en montoncitos por encima de las estanterías.
Me encanta abrir los cajones del escritorio. Más
sorpresas que el baúl de la Piquer. Por aquí, un líquido borrador, momificado.
Estoy seguro de que se usó antes de que naciera Bill Gates. Con alguna vieja
Olivetti que, siento pavor, de un momento a otro, se me tirará a la yugular desde
el armario que no puedo abrir porque alguien lo ha cerrado con llave. Como era de
esperar, siempre se encuentra uno con un par de docenas de llaves, aunque sólo
haya dos armarios, pero ninguna es la que corresponde. En el fondo del segundo
cajón, unas tijeras, con el filo ligeramente oxidado y las hojas inamovibles
por lo que parece un pegamento de cola. Alguien debió de usarlas en el
calcolítico, se olvidó de secarlas, pero ¿para qué las dejaría empapadas?
El lapicerero, la palabra todavía es válida, ¡hay hasta
un Castell Faber a estrenar! porque contiene tres unidades, el susodicho, otro
sin punta y otro mordisqueado por la parte trasera. Si yo tuviera una lámpara,
de esas azuladas con las que descubren las huellas en CSI, estoy convencido que
podría remontar en el tiempo con este insondable yacimiento arqueológico en las
alegrías y las penas de los funcionarios que me han precedido. Todo un libro de
memorias, la herencia que me ha tocado en suerte, en las decenas de objetos,
abandonados al azar, que pueblan cajoneras, baldas y compartimentos. La
autopsia detallada del lapicerero, que conste en acta, dona, además: un
bolígrafo de propaganda de un certamen turístico, anuncio de un hotel caribeño,
un sacapuntas, esto es más grave de lo que yo pensaba, un par de bics, uno de
ellos –milagrosamente- conserva la capucha, un abrecartas, otro recuerdo
ferial, media docena de rotuladores, uno curiosamente rosa y un par de
marcadores de flúor (naranja y amarillo).
Pasar a la parte documental te lleva, si cabe, más atrás
en el tiempo. Los funcionarios son esclavos del papel. Más vale una fotocopia
en mano que mil volando en la virtualidad digital. Para empezar, en el armario
de la derecha, ¡vaya!, la cerradura parece que está un poco desventrada, otra
llave innecesaria, contiene un tesoro: una cinta VHS sobre el gasoducto
Magreb-Europa. Miro la fecha. Seguro que me he equivocado, pero no. 1974. Acompañada
de un cable de red para el ordenador –qué raro, todavía no he visto ninguna
tipo LAN, una variedad que suele pulular por este tipo de anaqueles- y varios
rollitos de calculadora de contabilidad. Impecables en su embalaje de plástico.
¿Fue despacho del departamento de contabilidad? No conviene sacar conclusiones
precipitadas. En el estante de arriba, dos copias de un informe emitido por la
Agrupación Astronómica de la Región de Murcia. Empiezo a estar confundido, no
me suena para nada la existencia un departamento que analice el estado de la
contaminación lumínica. Aunque en las administraciones no es raro encontrarse
con denominaciones y siglas a cúal más peregrina.
Prosigamos. Aparentemente aquí han marcado territorio
muchos funcionarios. Y funcionarias, por supuesto, faltaría más ¿Cómo si no
explicar que lomo por lomo, en el armario de la pared opuesta se encuentren
tomos sobre “Nicaragua Patrimonio Cultural y Natural” con los “Anales de la
Real Academia de Medicina y Cirugía de Murcia, con una recopilación de Doctrina
Legal? Vaya, nos acercamos a la modernidad. Es del 2003. Total eso fue ayer.
Desisto de mi modesta condición de documentalista, de
hecho me tengo que apoyar en la pared, casi me desmayo, aunque debe ser por
estar agachado tanto tiempo, al observar que en un mapa de la pared se representa
la ruta a Madrid, con un diminuto tramo de autovía a la altura de
Molina. Back to the future. Parece que fue hace milenios cuando recorrí esa
carretera, para llegar por primera vez a la región. ¡Toooda una vida¡ Para
llegar a esto. Cuando mis conocimientos sobre la región se resumían en la importancia
histórica que había tenido la cría del gusano de seda y en Amílcar Barca. Estoy
seguro que si revuelvo un poco más en los armarios terminaré por encontrarme con
mi libro de primero de geografía, en bachillerato, donde Murcia y Albacete iban
de la mano, conformando una unidad indivisible en lo universal. Mediados de los
sesenta.
Yo siempre había imaginado que cuando te cambiaban de
despacho era como en las películas americanas. Todas tus pertenencias te las
llevas en una caja de cartón. Ahora voy a tener que necesitar media docena, de
las grandes, para desembarazarme de tanto territorio marcado. Y como buen
mamífero que soy, empezaré a marcar el mío. Pero antes me tengo que deshacer de
los clips. Como una invasión de
hormigas robóticas están por todos lados. Es mi peor pesadilla cuando llego a
un despacho nuevo. Recolectar por las esquinas de los armarios, en los rincones
de los cajones, en las tazas de café, en cuencos, en tiras enlazadas esos
insignificantes objetos de escritorio que sólo sirven para juntar papeles.
Aunque puedo ofrecer una pesadilla peor para los que me han testado esta
herencia de objetos inaprovechables y artículos inservibles.
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