Para
los que nos acercamos a los sesenta y somos más de pueblo que el cornezuelo del
centeno, y a mucha honra, siempre recordaremos que el final de la magra cosecha
coincidía con la tarea de la bielda. El momento clave donde se separaba la paja
del grano y se recolectaba el fruto cuando las tardes de agosto comenzaban a
menguar. La bielda manual requería de una exquisita técnica basada en lanzar al
aire, con mimo y ritmo, la paja y el grano para que la ligera brisa permitiera
separar lo uno de lo otro.
Tanta
o más técnica, pero ésta ligeramente industrial, se requería cuando a finales
de los cincuenta los labradores más pudientes accedieron al lujo de la
beldadora mecánica movida por el motor de dos tiempos. En el norte de Castilla
el monopolio correspondía a un fabricante, relativamente cercano de Vitoria,
Ajuria. Mágica herramienta que con, relativamente poco esfuerzo, obraba el
milagro de separar el tamo del cereal.
Los
chavales de la época, arremolinados alrededor de aquel aparatoso instrumento,
observábamos con pasmo, no exento de admiración, como el agostero, con un cunacho,
llenaba la tolva, mientras el traqueteo de la mezcla de lata y madera que la
polea del motor Campeón ejercía sobre el armatoste terminaba por expulsar la
cebada por debajo del vientre abombado del ventilador, donde con cariño se
hacía un montoncito a mano, con el escaso grano que paría la máquina. Por la
parte trasera, en cambio, salía tanto que el montón de broza, paja y relleno
inútil había que quitarlo, cada dos por tres, a gariadas.
Las
beldadoras desaparecieron de las eras hace decenios, aunque como metáfora en
este tiempo de campaña y elecciones no tienen precio. Siempre ha sido así, pero
en este 20-D que nos martiriza con tanta palabrería insustancial, tan rebosante
de promesas hueras, con más razón si cabe. Los debates electorales, los
mítines, los panfletos que se reparten por los buzones son anodinos y triviales
haciendo que la parva fútil y vacía oculte el poco grano, a mimarlo con sumo
cariño, que se desprenderá de la bielda en menos de 15 días.
El
secreto está en las cribas. Mi abuelo, que pasó el verano del 36 escondido en
los robledales para ocultarse de la cuadrillas falangistas, y nunca oyó hablar
de Bob Geldof (“no creas a los políticos, no importa quien pronuncie el
discurso, son todo mentiras y esto incluye a las estrellas de rock que hacen
discursos políticos”), se habría vuelto a perder en el monte, esperando tiempos
mejores. Cualquier cosa antes que seguir los debates inanes del jefe de gobierno
sentado en un sofá, una vez más la intermediación de la pantalla de plasma; presuntos
líderes de la oposición alabando repúblicas bananeras o guaperas sosias de
Kennedy promoviendo despidos más baratos.
Mi
abuelo en esto de la bielda era bastante radical -a diferencia de mi padre que
ponía la cribas con agujeros más grandes para pasar en diferentes etapas hasta
las cribas con agujeros más pequeños- e iba, literalmente, al grano. Empezaba
directamente con las cribas más cerradas, aquellas que tenían los huecos tan estrechos
que, a duras penas, permitían pasar los granos alargados de la avena. ¡Cuánto menos
de la paja, las granzas o cualquier otra brizna! Así que a mi padre terminaban
por colársele en la cosecha de trigo no pocas brozas. A mi abuelo ni una.
Es
tiempo de cribado. Seremos indulgentes y estultos, no vale quejarse el 21-D, si
dejamos pasar tanta paja como nos prometen y con la que nos quieren engatusar,
entre el escasísimo grano de esta cosecha. Mi criba, siguiendo los buenos
consejos del abuelo Lides, sólo tiene cuatro agujericos: educación, empleo, sanidad
y fiscalidad. Y un tamiz insobornable: el de los hechos. Para que pase el poco fruto
después de marearnos con tantas vueltas en la trilla. Todo lo demás: a tomar por el viento.
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