Desde los tiempos infantiles de la
Enciclopedia Álvarez me fascinan los mapas. Tengo estantes llenos de ellos.
Lugares que he habitado, otros a los que jamás viajaré. Todos revueltos. Namibia,
los castillos del Loira, Chile, la ruta
del románico en el norte de Castilla, Sicilia, Mongolia y el desierto de Gobi,
las Aleutianas, el valle del Guadalentín, los guerreros de terracota en Xi’an. Sobre
soporte de la tinta que mancha. De National Geographic, de las campañas
militares de la II Guerra Mundial, de la invasión de los bárbaros, de la villa romana
de La Olmeda. En el iPad. Mapas turísticos, orográficos, planos de ciudades,
físicos, políticos, climáticos. La palma se la lleva Tokio. Con una colección,
acabo de contarlos, de cuarenta y tres. Para nativos, de la época del
shogunato, para extranjeros, para el metro, para niños, de la línea Yamanote,
el ferrocarril de circunvalación, de los aeropuertos, del parque de Ueno.
Durante muchos años fueron el fiel
reflejo de la expansión acelerada de mi diminuto universo. Desde el exiguo
valle, en las estribaciones de la cordillera, mi reducida geografía, con la
energía gravitatoria de la adolescencia, incluso dentro de su insignificancia, inició
su aceleración en el espacio y el tiempo. Primero, hasta el mercado de ganado
en la cabeza del partido judicial, a donde mi
abuelo me llevaba para vender lechones con la tartana. Desde su parte
trasera, miraba como la aldea se convertía en un reducido punto, la perspectiva
se perdía, a medida que nos alejábamos por el antiguo camino de robledales.
Después conocí la Calle Mayor de la
capital de provincias y mi primer helado. Premio por aguantar, sin aspavientos,
el inmisericorde corte de anginas que el dentista ejecutó sin pestañear, yo sentado
sobre el sillón donde solía extraer muelas del juicio. Unos kilómetros más allá, la primera vez que
montaba en tren, Pucela, ya gran ciudad, misteriosa e ignorada, donde nunca puse
el pie. Un internado, a mediados de los sesenta, con tapias infranqueables. Mi
libro de geografía, de la editorial SM, ampliaba los horizontes con mapas a
través de los cuales aprendí que en el País Vasco había altos hornos y en
Murcia se cultivaba el gusano de seda. La geografía de los espacios más personales,
sus casas de adobe, sus páramos de sementeras estériles, las cumbres nevadas
tan próximas se iban tornando, con el paso de los años, invisibles.
El atlas de la vida, mi reducida
cartografía, siguió esparciéndose. Un pueblo en medio de la llanura manchega,
la capital del Reyno, un mapamundi cada vez más difícil de interiorizar
mientras el dictador agonizaba y aclamábamos a Adolfo
Celdrán. En los veintipocos, un salto cuántico,
del gris esperanzado del rompeolas caótico de todas las Españas, finales de los
setenta, al verde esmeralda de Eire. La juventud explotando a borbotones. Mi
planisferio, aparentemente, no tenía fronteras en su imparable aceleración.
Absorbía océanos, penínsulas y continentes, al mismo ritmo que declinaba el
aoristo en griego o memorizaba el alfabeto hebreo, durante las gloriosas tardes
romanas. Un agujero de gusano, un atajo atravesando la montaña de la vida,
acortar la circunferencia de la Tierra, iniciar el camino de regreso, desde la
luz del Extremo Oriente. En
la ciudad del Gran Bosque.
En Tokio, la carta geográfica alcanzó su
máxima expansión. La frontera era esférica, el único camino, pues, era volver
al punto de origen. No se trataba sólo de una cuestión sobre la hipotética
distancia. Había llegado también el instante donde se frenaba la energía
expansiva, la hora de iniciar el viaje de retorno. La desaceleración se acentuó
en la contracción de los años y de la mente. Poco a poco, el universo, el mío,
se fue apocando. Sí, hubo muchos otros viajes, decenas, quizá centenas, pero ya
sólo fueron anécdotas pasajeras. A tierra de nadie, aeropuertos insulsos,
hoteles de paso, estaciones fugaces, visados sin fecha.
Me reposo, de momento, en este apeadero,
a la sombra de los limoneros, en este reino de taifas que es Murcia. Pero no me
cabe ninguna duda de que el universo, el mío, seguirá su proceso imparable de
desaceleración, volviéndose cada vez más chico. No siento ninguna pena. Al
contrario, me alegro de que así sea, de que poco a poco, los mapas vayan
menguando. De que la historia retroceda, compulsivamene, a sus orígenes.
No me arrepiento de los mapas recorridos.
Tampoco tengo miedo de los pocos que me quedan por andar. Porque sé a dónde
quiero llegar. A donde empecé. A la misma latitud donde todo surgió. A las
paredes de adobe, ahora derruidas, a los robledales arrancados de cuajo, a los
mismos eriales de las parameras inabarcables. Y si alguien me pidiera ser más
preciso, conozco, con certeza absoluta y lógica indomable, donde quiero encender
la pira con todos los atlas de mi existencia. En la misma tierra acogedora y
fértil donde se repatriaron al polvo los huesos de mi abuelo. De mi padre y de mi madre. Esparcidos sobre
la mota del camposanto que domina el río de mi infancia. Al insignificante
valle, al pie de la cordillera.
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