martes, 14 de julio de 2015

CUANDO ME TRASLADARON DEL BRONX A MANHATTAN, ES UN DECIR, EN MURCIA

El barrio de La Fama, en medio plano, desde la torre de la Catedral
Ayer, por razones laborales, me trasladaron del barrio de La Fama, el extrarradio que no es, pero lo parece, a las Cuatro Esquinas, en pleno corazón de Murcia. No quiero abusar de metáforas pero es la comparación, de mis tiempos jóvenes, entre Vallecas y el barrio Salamanca. La distancia entre ambos barrios, no Vallecas y el barrio Salamanca, sino entre La Fama y las Cuatro Esquinas no debe de ser de más de un kilómetro. Pues bien, como si hubiera una frontera, digamos, para los que conocen Murcia, a partir de la iglesia de Santa Eulalia.

La población de la capital del Segura está en torno a los 500.000 habitantes lo que la convierte en la séptima ciudad, por población, de España. Como tantas otras, ha ido creciendo y afeándose a medida que los especuladores han ido ganando la partida a los urbanistas que nunca existieron. O sí, porque incluso en pleno desarrollo franquista, a las casas bajas y aseadas de La Fama, por la parte de la ribera del río, se les dotó de placitas interiores, arbolado y paredes encaladas que, incluso tras tantos años, siguen conservando encanto nada desdeñable. Un poco más al norte, a partir del mercado de abastos, el desarrollismo impenitente que aqueja a los españoles cada veinticinco años, más o menos, de gloriosa paz, se han convertido en estrafalarios monolitos de una decena de pisos. No sé si abandonados de la mano de Dios, pero ciertamente del concejal del ramo, del alcalde de cuatro lustros y de algún especulador que salió trasquilado.

El caso es que las fachadas desconchadas, las paredes pintarrajeadas, las ventanas sin balcones serían el lugar ideal para un decorado de película neorrealista de hace 50 años. Amén de las periódicas redadas policiales, los pregoneros el día del mercado anunciando a grito pelado “melones robados a un euro, señora, a un euro”, sin olvidar bares cutres y malolientes donde desde el alba se despachan carajillos y soberanos. Y después, claro, están las buenas gentes que habitan estos inmuebles en decadencia aparentemente imparable. En ninguna zona de Murcia se ven tantos africanos atravesando los pasos de cebra, senegalesas o malienses -de anchas caderas y culo más ancho todavía- arrastrando, literalmente, un carrito de bebe con bolsas de plástico de Mercadona y niños en edad prescolar, con la lengua fuera por el calor del estío, agarrados a la otra mano de la mama.

No faltan puñados de magrebíes a la puerta de la consejería de Asuntos Sociales, acompañados, siempre, de “hombre-blanco-que-sabe-trucos-de-administración”. O quizá sea el sempiterno listillo de turno. En las escalinatas sucias que salvan los desniveles entre las torres de pisos y la plaza del mercado de abastos hay gitanos envejecidos, de los que no pueden disimular que sus antepasados recorrían el levante de sol a sol, ennegrecida la tez, sentados en las escalinatas destrozadas, contemplando, sin apenas hablar, un futuro que nunca tuvieron y nunca tendrán.

Por el contrario las madres gitanas, todas tan sorprendentemente jóvenes como escotadas o apretadas a sus leggings, su camiseta de tirantes o alguna indumentaria que estuvo de moda hace media docena de años, gritan a sus vástagos, en una cantinela interminable: “nene, no jodas con la pelota”. Pero ya se sabe cómo son de obedientes los nenes cuando las madres les increpan. Así que, si cabe con más fuerza, el nene prueba otra vez a ver si la pelota pasa por un resto de seto miserable que, cualquiera sabe, cómo ha podido sobrevivir a tanta desidia.

Hoy hace un sol abrasador, pero cuando llegue la gota fría, las aceras, pavimentadas con mosaicos, desconchados como las fachadas, absorberán, ante la falta de desagües, el agua de tormenta y cuando pises alguno de ellos, casi uno sí y otro no se remueven con la lluvia, se levantará por una esquina y salpicará tus zapatos de marca al reasentarse en el pavimento. Lo del Bronx es una comparación odiosa, por supuesto, puramente literaria. Una simple metáfora que se disuelve a medida que desde la Plaza de Toros se camina hacia el centro. Hacia la otra metáfora, la del Manhattan, eso sí, sin rascacielos.

Pero a su manera, pese al calor del mediodía, al llegar por la antigua calle de Correos parece uno entrar, salvando las distancias, en el East Upper Side. Un par de señoras mayores, ninguna imagen más descriptiva de un par de burguesas de provincias, salen de una tienda de ropa, en realidad una cadena extendida por todo el mundo, discutiendo sobre si en la casa de la playa hizo (o no) mucho calor el pasado fin de semana. Una incluso lleva una pamela y un vestido floreado que no le pega ni a tiros. Si acaso con cuarenta años menos y en la boda de una prima emigrada a Barcelona.

Afortunadamente, los zapatos de tacón de una elegante veinteañera que contempla el escaparate de una lujosa zapatería, pisa sobre cemento firme y no sobre pavimento movedizo, nunca salpicarían ni aunque cayera el Diluvio Universal. Juraría que el bolso de Luis Vuitton que porta es falso, pero no me atrevo a afirmarlo. Conversa por un iPhone 6, de funda tan hortera como dorada, y quizá un poco alto, salvo que pretendiera que alguien de los paseantes la oiga, señala a su interlocutora que “la fiesta fue guay y el DJ estaba como un tren”.

Muchas motos aparcadas en las calles ahora convertidas en peatonales. Aquí no hay espacios para los automóviles salvo si dispones de un mando a distancia para bajar los bolinches que impiden el acceso a las calles interiores. En La Fama lo hacen sobre las aceras, los bordillos, en doble fila. Aunque, por todo decir, sí que hay un negro, uno sólo. Resulta sorprendente. Los africanos no suelen mendigar, sobre todo por vergüenza o dignidad. Pero este tiene la lección bien aprendida. A primera hora de la mañana, ante la escasez de peatones, se pone en la esquina de Trapería para cortar el paso a los funcionarios de medio pelo –as myself- que se apresuran para fichar y salir rápido a tomar el cafelito. Cuando a media mañana empiezan a acudir las amas de casa, más pesarosas y con insondables cargos de conciencia por asistir a la misa dominical, se aposta al otro lado, cerca de la Calle Correos, a esa hora más frecuentada por la existencia de pequeños comercios en la vecindad de la plaza Cetina.


Pese a todo, hay algo que está completamente fuera de lugar. Y no es el negro. Intento adivinar, como en el juego de los siete errores, donde salta la discrepancia. Aquí enfrente hay un Carrefour Market, mucho más delicado que el revoltijo existente en el bazar chino, al otro lado de la frontera, pero tampoco es eso. Tampoco el gastrobar donde sólo sirven zumos ecológicos. Finalmente caigo en la cuenta. En este barrio pudiente, los deshechos están a la orden del día. Sino que se lo pregunten a la pareja de jóvenes rumanos que antes de las ocho de la mañana ya ha llenado su carricoche con una variopinta colección de objetos. Mientras el marido observa el paso apresurado de los transeúntes como si ya hubiera concluido la jornada, la señora, con relumbrantes dientes frontales de oro y posiblemente en la postadolescencia, ya ha almacenado un par de cajas de cartón, un manillar de bicicleta, un marco de ventana en aluminio, media docena de bolsas de plástico llenas de algo que no consigo adivinar ¿periódicos? y un par de cajones de madera contrachapada. Es evidente que los pobres no necesitan reciclar porque nada les sobra. Salvo a este lado de la frontera.

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