El barrio de La Fama, en medio plano, desde la torre de la Catedral |
Ayer, por razones
laborales, me trasladaron del barrio de La Fama, el extrarradio que no es, pero
lo parece, a las Cuatro Esquinas, en pleno corazón de Murcia. No quiero abusar
de metáforas pero es la comparación, de mis tiempos jóvenes, entre Vallecas y
el barrio Salamanca. La distancia entre ambos barrios, no Vallecas y el barrio
Salamanca, sino entre La Fama y las Cuatro Esquinas no debe de ser de más de un
kilómetro. Pues bien, como si hubiera una frontera, digamos, para los que
conocen Murcia, a partir de la iglesia de Santa Eulalia.
La población de la
capital del Segura está en torno a los 500.000 habitantes lo que la convierte
en la séptima ciudad, por población, de España. Como tantas otras, ha ido
creciendo y afeándose a medida que los especuladores han ido ganando la partida
a los urbanistas que nunca existieron. O sí, porque incluso en pleno desarrollo
franquista, a las casas bajas y aseadas de La Fama, por la parte de la ribera
del río, se les dotó de placitas interiores, arbolado y paredes encaladas que,
incluso tras tantos años, siguen conservando encanto nada desdeñable. Un poco
más al norte, a partir del mercado de abastos, el desarrollismo impenitente que
aqueja a los españoles cada veinticinco años, más o menos, de gloriosa paz, se
han convertido en estrafalarios monolitos de una decena de pisos. No sé si
abandonados de la mano de Dios, pero ciertamente del concejal del ramo, del
alcalde de cuatro lustros y de algún especulador que salió trasquilado.
El caso es que las
fachadas desconchadas, las paredes pintarrajeadas, las ventanas sin balcones
serían el lugar ideal para un decorado de película neorrealista de hace 50
años. Amén de las periódicas redadas policiales, los pregoneros el día del
mercado anunciando a grito pelado “melones robados a un euro, señora, a un euro”,
sin olvidar bares cutres y malolientes donde desde el alba se despachan
carajillos y soberanos. Y después, claro, están las buenas gentes que habitan
estos inmuebles en decadencia aparentemente imparable. En ninguna zona de
Murcia se ven tantos africanos atravesando los pasos de cebra, senegalesas o
malienses -de anchas caderas y culo más ancho todavía- arrastrando,
literalmente, un carrito de bebe con bolsas de plástico de Mercadona y niños en
edad prescolar, con la lengua fuera por el calor del estío, agarrados a la otra
mano de la mama.
No faltan puñados de
magrebíes a la puerta de la consejería de Asuntos Sociales, acompañados,
siempre, de “hombre-blanco-que-sabe-trucos-de-administración”. O quizá sea el
sempiterno listillo de turno. En las escalinatas sucias que salvan los
desniveles entre las torres de pisos y la plaza del mercado de abastos hay
gitanos envejecidos, de los que no pueden disimular que sus antepasados recorrían
el levante de sol a sol, ennegrecida la tez, sentados en las escalinatas
destrozadas, contemplando, sin apenas hablar, un futuro que nunca tuvieron y
nunca tendrán.
Por el contrario las
madres gitanas, todas tan sorprendentemente jóvenes como escotadas o apretadas
a sus leggings, su camiseta de
tirantes o alguna indumentaria que estuvo de moda hace media docena de años,
gritan a sus vástagos, en una cantinela interminable: “nene, no jodas con la
pelota”. Pero ya se sabe cómo son de obedientes los nenes cuando las madres les
increpan. Así que, si cabe con más fuerza, el nene prueba otra vez a ver si la
pelota pasa por un resto de seto miserable que, cualquiera sabe, cómo ha podido
sobrevivir a tanta desidia.
Hoy hace un sol
abrasador, pero cuando llegue la gota fría, las aceras, pavimentadas con
mosaicos, desconchados como las fachadas, absorberán, ante la falta de desagües,
el agua de tormenta y cuando pises alguno de ellos, casi uno sí y otro no se
remueven con la lluvia, se levantará por una esquina y salpicará tus zapatos de
marca al reasentarse en el pavimento. Lo del Bronx es una comparación odiosa,
por supuesto, puramente literaria. Una simple metáfora que se disuelve a medida
que desde la Plaza de Toros se camina hacia el centro. Hacia la otra metáfora,
la del Manhattan, eso sí, sin rascacielos.
Pero a su manera, pese
al calor del mediodía, al llegar por la antigua calle de Correos parece uno entrar,
salvando las distancias, en el East Upper Side. Un par de señoras mayores,
ninguna imagen más descriptiva de un par de burguesas de provincias, salen de
una tienda de ropa, en realidad una cadena extendida por todo el mundo,
discutiendo sobre si en la casa de la playa hizo (o no) mucho calor el pasado
fin de semana. Una incluso lleva una pamela y un vestido floreado que no le
pega ni a tiros. Si acaso con cuarenta años menos y en la boda de una prima
emigrada a Barcelona.
Afortunadamente, los
zapatos de tacón de una elegante veinteañera que contempla el escaparate de una
lujosa zapatería, pisa sobre cemento firme y no sobre pavimento movedizo, nunca
salpicarían ni aunque cayera el Diluvio Universal. Juraría que el bolso de Luis
Vuitton que porta es falso, pero no me atrevo a afirmarlo. Conversa por un
iPhone 6, de funda tan hortera como dorada, y quizá un poco alto, salvo que
pretendiera que alguien de los paseantes la oiga, señala a su interlocutora que
“la fiesta fue guay y el DJ estaba como un tren”.
Muchas motos aparcadas
en las calles ahora convertidas en peatonales. Aquí no hay espacios para los
automóviles salvo si dispones de un mando a distancia para bajar los bolinches
que impiden el acceso a las calles interiores. En La Fama lo hacen sobre las
aceras, los bordillos, en doble fila. Aunque, por todo decir, sí que hay un
negro, uno sólo. Resulta sorprendente. Los africanos no suelen mendigar, sobre
todo por vergüenza o dignidad. Pero este tiene la lección bien aprendida. A
primera hora de la mañana, ante la escasez de peatones, se pone en la esquina
de Trapería para cortar el paso a los funcionarios de medio pelo –as myself-
que se apresuran para fichar y salir rápido a tomar el cafelito. Cuando a media
mañana empiezan a acudir las amas de casa, más pesarosas y con insondables cargos
de conciencia por asistir a la misa dominical, se aposta al otro lado, cerca de
la Calle Correos, a esa hora más frecuentada por la existencia de pequeños
comercios en la vecindad de la plaza Cetina.
Pese a todo, hay algo
que está completamente fuera de lugar. Y no es el negro. Intento adivinar, como
en el juego de los siete errores, donde salta la discrepancia. Aquí enfrente
hay un Carrefour Market, mucho más delicado que el revoltijo existente en el
bazar chino, al otro lado de la frontera, pero tampoco es eso. Tampoco el gastrobar
donde sólo sirven zumos ecológicos. Finalmente caigo en la cuenta. En este
barrio pudiente, los deshechos están a la orden del día. Sino que se lo
pregunten a la pareja de jóvenes rumanos que antes de las ocho de la mañana ya
ha llenado su carricoche con una variopinta colección de objetos. Mientras el
marido observa el paso apresurado de los transeúntes como si ya hubiera
concluido la jornada, la señora, con relumbrantes dientes frontales de oro y
posiblemente en la postadolescencia, ya ha almacenado un par de cajas de
cartón, un manillar de bicicleta, un marco de ventana en aluminio, media docena
de bolsas de plástico llenas de algo que no consigo adivinar ¿periódicos? y un
par de cajones de madera contrachapada. Es evidente que los pobres no necesitan
reciclar porque nada les sobra. Salvo a este lado de la frontera.
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