Poco antes de ir al internado,
mediados de los sesenta, mi madre me llevó en el coche de línea a la capital de
la provincia, norte de Castilla la Vieja. Ciudad menor de colores pálidos y
calle mayor porticada por donde paseaban curas ensotanados y las señoras
burguesas, venidas a menos, entraban y salían del Casino provincial tan
emperifolladas como altaneras, observándonos a los pueblerinos como extranjeros
paletos y asilvestrados. Tenía que ingresar en el internado con un ajuar como
Dios manda, entre otras pertenencias, unos flamantes zapatos de charol. Así que
allí estaba yo, con la mirada esquiva, en Zapatería Segarra, asombrado de las
decenas de cajas que se apilaban encima del mostrador, por estanterías y
escaleras de caracol, hasta colmar el establecimiento. Se desprendía un rancio
olor a cartón enmohecido y a la goma de las suelas filis. Nunca antes había
visto en la aldea más de dos pares juntos, así que al advertir centenas de
ellos en Zapaterías Segarra, asumí, equivocadamente, que el Sr. Segarra era el
mayor hacedor de zapatos del mundo.
Apenas unas semanas después, en
mi libro de Geografía de primero de bachillerato, aprendí que Segarra era una
comarca en la otra esquina de mi pequeño mundo, en la Cataluña lejana a donde
habían emigrado no pocos de mis paisanos. Deduje, de nuevo equivocadamente, que
mis zapatos de punta acharolada venían de allí. Observaba con detenimiento el
mapa, esperando ver entre las chimeneas humeantes de Manresa y la bocamina de
sal de Solsona, el dibujito con un par de zapatos como señal de que mi calzado tenía
un origen geográfico preciso y exacto en mi maravilloso mapa escolar. En vano.
En el texto se mencionaba la comarca, entre el Solsonés, la Anoia y no muy
lejos del estraperlo andorrano, pero de los zapatos en el mapa ni huella.
Pese a la ausencia del icono con
los escarpines, mediante aquel libro que conservo como oro en paño, entendí que
la geografía, sigo convencido de ello, hay que estudiarla por comarcas. Yo
comencé por una esquina. Por el Maresme, el Ampurdán y el Priorato para
terminar en la otra: en Las Hurdes y la Sierra de Cazalla. En realidad por Rio
Muni, Fernando Poo y Sidi Ifni, pero ésta es otra historia. Las comarcas son el
equilibrio perfecto que te permiten salir del villorrio, de la aldehuela, de tu
caserío, la primera ventana al mundo. Y a la vez sigues manteniendo tu propia
identidad: la del primo que buscó novia, o se la buscaron, tres pueblos más
allá, el compañero de pupitre del internado que encuentras los martes, el día
de mercado, vendiendo legumbres en el pueblo que figura como cabeza de partido
judicial. Los veinte, treinta, cuarenta kilómetros a la redonda donde sigues
encontrando las mismas casas de adobe que la tuya, las mismas miserias de las
cosechas arruinadas, los mismos rostros austeros de tez arrugada por la solana.
Tu propio rostro, tu propio hogar, tu gente. Tu comarca.
Medio siglo después, pura
casualidad, me topé, allí donde mi viejo libro de geografía hablaba de la cría
del gusano de seda y del cultivo de limoneros (Huerta de Murcia), con un pallet
de cerámica de Calaf (Alta Segarra). Imaginé entonces que mi libro debería
añadir, donde yo imaginé zapatos, el icono coloreado de los azulejos. O quizá
todo fue un espejismo: los zapatos y la cerámica. Al menos espero que siga
existiendo la comarca de mi ideario adolescente: las masías escondidas entre bosques
de pinos, los campos de cereal en el secarral de la altiplanicie, los viejos
payeses resguardados del gélido viento de los Pirineos mientras conversan de la
botica que cerró, de las misas que ya no se celebran, de la autovía que cercenó
sus campos de cultivo. De su comarca. De un pasado sin futuro.
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Texto para la web Àgora Alta Segarra (http://www.agoraaltasegarra.cat/)
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